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– Tardé un poco en crecer -le informó ella con mirada glacial-. Era muy delgada y un poco bajita, pero he cambiado. Ahora tengo veintiún años y mido un metro sesenta. No es mucho, ya lo sé, pero no he crecido más.

– ¿Y yo qué culpa tengo? -preguntó él, tontamente.

– Ni siquiera te acordabas de mi cara.

– ¿Cómo iba a recordar tu cara si ni siquiera la veía entonces? Te la tapaba el pelo. Hablar contigo era como intentar establecer comunicación con una fregona. Y eso era en los días buenos.

– No te inventes excusas.

– No me estoy inventando nada -dijo Nick, intentando ser paciente-. Sólo estoy intentando explicar que estás equivocada.

– Vaya, en eso no has cambiado. Siempre intentando llevar la razón. No sé cómo mi hermana te aguantaba.

– No cambies de tema.

– No sé cuál es el tema. Lo único que sé es que sigues siendo insoportable.

– No me gusta que me tiendan trampas…

– Yo no te he tendido ninguna trampa.

– ¿No? Entonces, ¿no es una trampa llegar en coche cuando yo te esperaba en el tren?

– Eso ha sido accidental. Quería llegar aquí antes que el tren, pero Freddy se perdió. Creí que me habías reconocido.

– Y cuando te diste cuenta de que no era así, no dijiste nada para pillarme.

– ¡Pues sí! Estaba oyendo cosas interesantísimas sobre mí misma.

– Y supongo que darme un nombre falso, tampoco es tenderme una trampa… Jennifer.

– No es un nombre falso. Tengo varios nombres y Jennifer es uno de ellos.

– ¿Y cómo iba yo a saber que tenías varios nombres?

– Porque ya te lo había dicho una vez. Mary, Jennifer y Alice son los tres nombres de familia que llevamos mi hermana y yo. Te lo conté un día que fuiste a buscarla, mientras ella terminaba de vestirse. ¿Y sabes cual fue tu respuesta? «Ah». Esa era tu respuesta a todo lo que yo decía.

– Lo que no entiendo es cómo Isobel no me ha avisado de que venías en coche.

– Ella no lo sabía. Quería darte una sorpresa.

– Querías pillarme, querrás decir.

– No se me había ocurrido pensar que no ibas a reconocerme, pero la verdad es que me alegro. De ese modo, me he enterado de muchas cosas. ¿Cómo te atrevías a llamarme el bichejo venenoso!

– ¿Y tú como te has atrevido a decirle a ese Freddy que yo era el enemigo?

– ¡Porque es verdad! -exclamó ella. Mientras se miraban con los ojos brillantes, el tiempo parecía volver atrás. De nuevo estaban enfrentados y, de nuevo, ella era su pesadilla-. Mira que llamar a una niña inocente el bichejo venenoso

– ¡Tú eras tan inocente como Atila! Y no eras una niña. Tenías dieciséis años.

– Pero tú no lo sabías.

– ¡Eso es irrelevante!

– ¡No lo es!

– Desde luego hay una cosa que no ha cambiado, Katie. Eras irritante entonces y lo sigues siendo ahora.

– Lo mismo digo.

Nick y Katie dejaron las hostilidades a un lado mientras cenaban. Nick había reservado mesa en un restaurante italiano que contaba, afortunadamente, con la aprobación de Katie. Su llegada había causado una pequeña conmoción y dos jóvenes camareros casi llegaron a las manos por el privilegio de atenderla.

– ¿Por qué estás tan triste? -preguntó ella, mientras comían spaguetti.

– No estoy triste. Sólo estoy pensando. Cuando hice mis planes, pensaba en una niña. Obviamente, tendré que cambiarlos.

– ¿Has hecho planes para mí? -rió ella-. Estupendo. ¿Qué planes?

– No sé, visitas por la ciudad y esas cosas.

– ¿Vas a llevarme a la Torre de Londres?

– Puedes ir a verla, pero no será conmigo. Te compraré una guía e irás tú sólita.

– ¿No vas a venir conmigo?

– No.

– ¿Vas a dejarme sola en una ciudad tan peligrosa como Londres? -preguntó Katie-. Supón que me secuestran.

– ¡No tendré esa suerte!

– Y que piden rescate.

– Lo pagaría para que se quedasen contigo -afirmó él. Katie lanzó una carcajada, mientras enrollaba un spaguetti en su tenedor con gran dedicación. Observando su habilidad, Nick tenía que admitir que era una de las pocas mujeres que conocía que podían comer spaguetti con gracia-. ¿Qué tenías en mente cuando decidiste venir a Londres?

– No sé, -empezó a decir ella- ir a ver museos, al teatro, comprar ropa y pasarlo bien.

– Pues vas a estar muy ocupada estas dos semanas.

– Necesitaré más de dos semanas.

– Isobel me dijo que serían dos semanas como máximo -dijo él, sintiendo un escalofrío por la espalda.

– Sí, es verdad. Pero creo que necesitaré más tiempo.

– ¿Cuánto más?

– No lo sé. Depende de si lo paso bien o no. Además, me lo merezco. He trabajado mucho durante los últimos años -suspiró. Como si fuera Cenicienta, pensaba Nick.

– ¿Haciendo qué?

– Ayudando a mi padre en la granja. No hay muchos empleados, así que he estado trabajando como una esclava. Me levantaba al amanecer y me acostaba antes de que anocheciera. Esa ha sido mi vida. No sabes lo que significa para mí estar por fin en una gran ciudad. Es abrumador.

Cuando Nick estaba a punto de empezar a sentir simpatía, descubrió un brillo irónico en los ojos verdes de Katie.

– Corta el rollo -ordenó-. Has estado viviendo en Sidney y tu padre es alérgico al polen.

– ¿Y tú cómo sabes eso?

– Me lo contó Isobel.

– ¡Ah, claro, si te lo contó Isobel…! -exclamó ella, sarcástica.

– Creo que lo mejor será que olvidemos lo que he dicho en la estación -dijo Nick, poniéndose colorado.

– No te preocupes. No has dicho que aún estuvieras enamorado de ella. Eso me lo he imaginado yo.

– Pues te imaginas mal -dijo él, entre dientes.

– No te ves la cara. Sigues loco por ella.

– ¡Deja de decir tonterías! Isobel es la mujer de mi hermano.

– Pero antes era tu novia. Aunque, nunca llegasteis a…

– No. De eso te encargaste tú.

– ¿Perdón?

– Nada. Y te lo voy a decir por última vez: no estoy enamorado de Isobel.

– ¿No?

– Claro que no.

– Entonces, ¿qué estás haciendo aquí, conmigo? -preguntó ella, como si acabara de sacar un conejo del sombrero-. Si no estuvieras intentando impresionar a mi hermana con tu inquebrantable devoción, yo estaría tirada en un cubo de basura -añadió. Aquello estaba tan cerca de la verdad que Nick sólo podía mirarla, sin decir nada-. Vamos, admítelo. No quieres tenerme en tu casa…

– No hay que ser un genio para adivinar eso. ¿Por qué iba a querer tenerte en mi casa? Tengo trabajo, cosas que hacer… Pero eres la cuñada de mi hermano y sigues siendo muy joven, aunque te creas muy lista. Isobel me ha pedido que cuide de ti para que no te metas en líos y eso es lo que voy a hacer.

– No sé si vas a ser capaz, Nick -sonrió ella, con un brillo burlón en los ojos.

– ¿Es que nunca has oído hablar de cosas como la lealtad o el deber? -preguntó él, intentando recuperar la iniciativa.

– ¡Ah! Soy un deber.

– Desde luego, un placer no eres -replicó él.

– Eso que acabas de decir es una grosería -se quejó ella-. Vengo del otro lado del mundo, esperando recibir algo de calor y me encuentro con un muro de piedra -añadió, escondiendo la cara.

– Vamos, Katie, no quería hacerte daño.

– Lo sé -replicó ella, llevándose el pañuelo a los ojos-. Supongo que no es culpa tuya que seas tan insensible, Nick. La naturaleza te ha hecho así. No te puedes imaginar lo que es estar tan lejos y soñar con tu familia…

– Pero no soñabas conmigo, ¿verdad? Y, si soñabas, imagino que en los sueños me clavarías agujas -ironizó él. En ese momento, vio que las lágrimas asomaban a sus ojos-. Katie, no llores. Era una broma. Perdona, no quería ser tan grosero.

– De verdad, Nick, es como quitarle un caramelo a un niño -dijo ella entonces, sonriendo de oreja a oreja-. No deberías dejar que te tomase el pelo con tanta facilidad.