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– ¿Sabes qué es una Universidad? -preguntó el obispo al joven lector, tras probado en latín e historia sagrada.

Francisco contempló arrobado a Su Ilustrísima. Había tenido la ilusión de encontrarse con un ser gigantesco, de atronadora voz y gestos amenazadores. Quizá imaginaba así al legendario Francisco de Vitoria por las descripciones exaltadas de Isidro. En cambio lo recibía un prelado de estatura mediana, cara seca y curtida por la intemperie, manos pequeñas y el raído hábito gris de su orden.

– He pasado mi infancia a orillas del río Paraguay -recordaba el obispo-. Mi madre enviudó y volvió a casarse. Su nuevo matrimonio me regaló un medio hermano que al principio rechacé: Hernando Arias de Saavedra, quien ha desarrollado un gran poder y al que las gentes apodan Hernandarias. Apenas pude, me fui de casa. Tenía una pecaminosa aversión por mi padrastro y busqué en el Padre del universo a mi padre ausente. Crucé las Indias del Este al Oeste y conseguí incorporarme al Colegio Franciscano de Lima. Amaba a los indios. Me consagré a su evangelización. Informes muy generosos determinaron que Felipe II me propusiera ante la Santa Sede para el vacante obispado del Tucumán en 1592.

– Yo nací en ese año -acotó Francisco.

– También en ese año, coincidentemente, moría en un convento de Madrid mi predecesor, Francisco de Vitoria -añadió Trejo.

Se cumplía el primer siglo del Descubrimiento de América, sin pomposa celebración.

»Recién dos años más tarde acepté el cargo -solía recordar el obispo-. Y aún pasaron otros tres hasta que me senté en la silla diocesana: las cédulas reales y las bulas del Papa iban y venían en lentos bajeles y se extraviaban en los territorios infinitos. Mi viaje de Lima a Santiago del Estero fue azoroso. Querían detenerme los abismos, la puna, el frío, las lluvias, el calor tórrido, las fieras. Comprobé la desconexión que existía entre los centros poblados, la orfandad de las parroquias, la burla a la ley y el olvido de la caridad. Yo era una insignificante piltrafa que rezaba a los gritos en medio del desierto.

»En 1957 convoqué al primer sínodo. Nada sería fecundo sin la conciliación de voluntades. Instruí a mis pocos colaboradores para que recorriesen los cuatro puntos cardinales con mi exaltada convocatoria. Ordené que viniesen los curas, los vicarios y los procuradores de las ciudades. Durante meses esos hombres rastrillaron las aldeas de la desorbitada Gobernación. Y antes de concluir el año, con temor, inauguré el acontecimiento en la catedral de Santiago. Expliqué su organización y mecánica. Nunca en estas tierras había ocurrido algo parecido: el previo desorden del mundo y del alma eran milagrosamente acotados. Los rudos sacerdotes y procuradores no reconocían que estaban despiertos. Mis disposiciones no dejaron espacios vacíos: fijaba el horario, lugares para las juntas comunes y las reuniones secretas, el nombre de los consultores y la distribución de los asientos eclesiásticos y civiles de acuerdo a una etiqueta rigurosa. La asamblea quedó formada por cincuenta y cuatro miembros que trabajaron intensamente hasta elaborar un cuerpo de resoluciones. Era letra sabia. Yo estaba contento. Podía mejorar la vida de toda la Gobernación.

»Las resoluciones eran potentes -se entusiasmaba-. Audaces. Proponían la creación de reducciones (los jesuitas conseguirían erigidas con esplendor) donde los indios fueran evangelizados y, al mismo tiempo, sustraídos de la voracidad de los encomenderos. Respecto de los usos y costumbres, el sínodo ordenó multar a los sacerdotes que empleasen servicios o viviesen con personas que pudieran dar lugar a sospechas; también les prohibía jugar a los naipes por dinero. La corrección debía ser drástica. Yo había conseguido incluir una disposición que castigaba con la excomunión a los bailes y cantares deshonestos (no los describía, lamentablemente, lo cual permitió que surgiesen trampas y dudas sobre los meneos lícitos y las palabras tolerables). También reconozco haber sido severo al arremeter contra los disolutos libros de caballería, las novelas y poesías eróticas, que recomendé quemar en la hoguera. En esta tierra analfabeta era preciso instaurar el imperio de la historia. Por eso ordené que los curas llevasen libros de bautismos, defunciones y casamientos, así los seres humanos dejaban de nacer, penar y desaparecer como las bestias. No aguardé la partida del último delegado y salí a recorrer mi desproporcionada diócesis. A pie, montado en mula, en carreta o sobre balsas marché hacia el Este. Mi medio hermano, ya gobernador del Paraguay, me había invitado al hogar de nuestra infancia donde aún moraba la anciana madre. Jaloné el trayecto con prédicas y confirmaciones masivas. Las penurias del camino fueron vicisitudes de la evangelización. Abracé a mi irreconocible medio hermano en Santa Fe y desde allí remontamos el río Paraná hasta la ciudad de Asunción. Ordené sacerdotes, fundé iglesias y prediqué. En la capital de la Gobernación paraguaya me recibieron con excesivas honras. En la multitud distinguí a una mujer arrugada como una nuez y los ojos anegados de lágrimas. Me arrodillé ante ella, abrumado por la catástrofe que le produjo el transcurso del tiempo. Apreté las manos que fueron suaves. Mi madre besó el anillo episcopaclass="underline" estaba orgullosa de su hijo y me pidió que mantuviera la postura.

»Nueve años más tarde se realizó el segundo sínodo. Concurrieron pocos sacerdotes por mi expresa decisión: quería tratar sólo asuntos del culto y las urgentes cuestiones económicas que asfixiaban a la Iglesia. Pero al año siguiente ya se realizó el tercero y último de los sínodos con más delegados que en el primero y segundo juntos. Mi anhelo era conseguir que se ejecutasen las resoluciones de los anteriores. No bastaba con la sabiduría del texto: era imprescindible que el texto zamarrease la abulia.

»Casi la mitad de sus constituciones se refirieron otra vez al cuidado espiritual de los indígenas. Había que enseñarles lo elemental, empezando por la limpieza: lavarse la cara, peinarse, cortarse las uñas y usar camisolas limpias, aunque sean de tocuyo. Este sínodo aceptó mi antipática iniciativa de acusar a los encomenderos que separan maridos y mujeres para mandados a trabajar en lugares distintos. Algunos encomenderos alquilan indios como mulas. Los alquilan en tropillas de diez o veinte para viajes a Potosí o Chile. Los hacen marchar desnudos, los maltratan en el camino, los obligan a cruzar montañas y desiertos bajo cargas increíbles. Incluso los venden como si fueran muebles o paños.

»Tanto se viola (a la gente, a los sentimientos, a la familia, a la privacidad) que ya el primer sínodo mencionaba el pecado de abrir cartas sin consentimiento del dueño. En el tercer sínodo volvimos sobre el tema y propusimos que, si no se curaba el mal, se usara el cuchillo más agudo y penetrante que tiene la Iglesia: la excomunión mayor. Fui llenando el mapa casi blanco de mi diócesis con nombres de poblaciones indígenas esparcidas en los valles. Al reconocerles nombre, les infundí vida. Me sentía un nuevo Adán poniendo el nombre a cada objeto del mundo: cobraban entidad. Quiero que perduren con su denominación prístina: Nono, Pichana, Soto, Totoral, Quilino, Yacanto, Tilcara, Ischilín, Tulumba, Agingasta, Purmamarca, Olaen, Cafayate [17].

»El trabajo fue y sigue siendo duro, con hostilidad en varios frentes. Había que mantener el orden entre los blancos y beneficiar con ese orden a los indios. Unos y otros son hijos de Dios y súbditos del Rey. Este orden, sin embargo, segrega una maldición: los negros. Los negros me dan lástima porque son tratados como bestezuelas. Pero son negros… Por algo ese color. Aunque me resista, debo reconocer que están emparentados con las tinieblas. Descienden del bíblico Cam y fueron condenados a la esclavitud porque su padre cometió un pecado imperdonable. Debo compartir la opinión general. Una cosa son los indios, otra los negros. ¿No lo explicita la Sagrada Escritura? Recordemos. Después del Diluvio Noé plantó una viña, bebió de su vino y se embriagó. Quedó dormido y desnudo en su tienda. Uno de sus tres hijos, el oscuro Cam, descubrió la desnudez de su padre y corrió a denunciarla a sus hermanos Sem y Jafet, quienes, respetuosamente, actuaron de otra forma: recogieron un manto, caminaron hacia atrás para no ver a su padre tendido y lo cubrieron sin mirarle la desnudez. Cuando Noé despertó de su borrachera y se enteró de que su hijo menor había visto su impudicia y corrió alegremente a comentarla, ardió de cólera: «¡Maldito seas, Cam! -gritó-. ¡Sean tus hijos los siervos de Sem y de Jafet!» Pobres negros…

Francisco lo escuchó embelesado. El obispo Trejo y Sanabria era un cirio cuya llama ardía con fuerza, pero se consumía demasiado rápido. Le restaba poco tiempo entre los vivos: por eso le urgía brindar el sacramento de la confirmación a los habitantes de Córdoba.

Francisco retornó al convento dominico. Ansiaba purificarse y prepararse para una ocasión tan importante. Santiago de la Cruz lo ayudaría.

36

El director espiritual había decidida que el joven Francisco durmiera en un cuarto vecina a su celda. Tenía suficiente espacio para su estera de junco., una petaca de cuero donde guardaba sus pertenencias, la mesa y una silla. Santiago de la Cruz la quería próxima de día y de noche. Pretendía convertirlo en doctrinero. Dijo que su amor por la lectura debía canalizarse hacia resultados útiles.

Una tarde puso énfasis en el valor de los signos sensibles. Se sentó junto a Francisca cerca del aljibe. Un esclavo asperjaba el macizo de flores.

– Signo es aquello que nos recuerda algo -explicó-. Por ejemplo el olivo es signo de paz, el hábito que llevo puesto es signo de sacerdocio, una huella es signo de que alguien pisó ahí. Sensible quiere decir que se registra con los sentidos: la vista, el olfato, el oída, el gusta o el tacto.

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[17] Todas esas poblaciones existen actualmente. Algunas ya son ciudades.