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– Otro cauterizador.

Martín entregó el tercero mientras Francisco revolvía en el fondo de las brasas a los restantes. La celda parecía un asador lleno de humo. El cirujano de toga larga levantó un candelabro y miró por entre las nubes el muñón cauterizado. Opinó que ya se podía vendar.

Un coro de preces agradeció el feliz término del acto quirúrgico que se había realizado en apenas seis minutos. Le cubrieron la herida rojinegra con aceite mientras uno de los barberos le hacía inhalar polvo de ají para que recuperase el conocimiento.

Por la tarde llegó en su carroza el doctor Alfonso Cuevas. Avanzó con mayor solemnidad aún, como si los problemas graves incrementasen geométricamente su importancia. Examinó al enfermo, que no había recuperado la conciencia. Su aliento exhalaba nubes de alcohol. El pulso radial era rápido y difícil. Una transpiración fría y dulce refrescaba su cuerpo, lo cual indicaba que no tendría fiebre como suele ocurrir tras una operación. La herida no manchó el vendaje; la cauterización fue exitosa. Pidió ver la orina. «No ha orinado», respondieron los frailes. Entonces el doctor Cuevas se levantó, echó una última mirada y dijo que el mal no se escapó por la herida. Había quedado en el cuerpo del superior.

Estallaron las exclamaciones de sorpresa.

Martín, arrodillándose, preguntó qué se haría con el pedazo de pierna amputada. El facultativo extrajo su amplio pañuelo, rozó su nariz y dijo con aire fastidiado: «Enterrada, pues. ¿Qué otra cosa querría hacer?» Después habló sobre las complicaciones del postoperatorio e indicó varios brebajes que debían ser suministrados con cucharita, cuidadosamente, evitando que se ahogara al tragar.

Martín sufría mucho. ¿Dónde enterraría el trozo de extremidad? La había envuelto en un paño blanco como a una reliquia. Si el superior era un santo, ese pie tendría poderes milagrosos. Pero era un santo que estaba vivo: no podía atribuir más poderes a una porción que al conjunto. Apretó el pie amputado contra su pecho como si fuera un bebé y lo depositó junto a la imagen del Señor Jesucristo que tenía en su celda, con la esperanza de recibir alguna orientación.

Después llegó el cirujano de toga larga y los dos de toga corta. Examinaron el vendaje y se miraron con satisfacción. La intervención quirúrgica fue rápida, perfecta. Hicieron un buen trabajo. Sólo cabía esperar que recuperase la conciencia y empezara a comer. El cirujano de toga larga preguntó por el pie amputado. Martín tembló, cruzó las manos y cayó de rodillas.

– Lo he guardado como reliquia -dijo.

Los cirujanos volvieron a mirarse. Comprendieron que, ante semejante destino, mal caería su pretensión de llevarlo a casa para los ejercicios de disección anatómica. La Iglesia no aprecia este arte necrófilo. Los concilios de Reims, Londres, Letrán, Montpellier y Tours prohibieron en forma terminante el ejercicio de la medicina y cirugía por el clero, así como la disección de cadáveres en cualquier circunstancia porque Ecclesia abhorret a sanguine.

El padre Lucas Albarracín no recuperó la conciencia. Pasó de la borrachera a la muerte. Su rostro tenía la sonrisa que se manifestó por primera vez en vísperas de su operación, mientras disfrutaba el aguardiente.

80

De regreso al Callao, abrió la puerta sin llave ni tranca de la vivienda paterna y depositó sobre su jergón la alforja con enseres. Contenía una muda y los Aforismos de Hipócrates que había llevado a Lima. El cuarto estaba en orden, tal como lo había dejado días atrás. El clavo ruginoso donde su padre colgaba el sambenito se mostraba impúdicamente desnudo.

– Lo encontraré en el hospital -pensó.

La muerte de fray Lucas Albarracín le activó el miedo por la salud de su propio padre. No podía tolerar el apergaminamiento de su piel, la fea redondez de su espalda, la astenia de su voz. Y esa marcha bamboleante e insegura que dejaron los tormentos. Quería comentarle el triste final de fray Lucas y, sobre todo, discutir la brutal operación que había presenciado. ¿La hubiese recomendado?, ¿hubiese usado la misma técnica?

Lo encontró en el hospital, efectivamente. Le alivió observarlo junto a un enfermo, examinando su tórax con intensa concentración. Era un viejito prematuro. Quería abrazarlo, decirle que lo quería mucho y anhelaba recoger toda su sapiencia, toda su bondad. Permaneció de pie a su lado hasta que él advirtió su presencia. Se sonrieron, cambiaron unas palmadas en los brazos y fueron a un aparte. Francisco le contó su reciente experiencia amarga.

– ¿Hubieras indicado la amputación, papá?

– No sé -rascó su cabellera-. ¿No dice Hipócrates Primun non noscere?

– ¿No lo hubiera matado el proceso gangrenoso, de todas formas?

– Primun non noscere… Por tu descripción, Francisco, el superior ya estaba muy débil. No podía soportar una ingesta de aguardiente y menos que le amputaran una pierna. Advirtió que su padre también estaba débil. ¿Era comparable su aspecto enfermizo con la agonía del superior?

– Pero había que ayudado -insistió Francisco-. Algo había que hacer.

Don Diego plegó la comisura de sus párpados.

– El buen médico debe reconocer sus limitaciones. Cuidado con los éxitos imposibles, porque los paga el enfermo. A veces, lo único que cabe hacer, porque algo hay que hacer, es ayudado a bien morir.

– No me parece un buen consejo, papá.

– Yo opinaba lo mismo a tus años.

El hospital era un edificio oscuro, con ventanas estrechas y polvorientas. Sus paredes habían sido levantadas con adobe y calicanto. El techo se reducía a un entramado de cañas largas unidas mediante hojas de palmera. Constaba de tres salas donde se alineaban jergones y esteras. Podía albergar muchos enfermos, especialmente heridos. El Callao era el puerto principal del Virreinato y recibía tripulaciones agotadas. También abundaban las víctimas de peleas protagonizadas por mercaderes, negros, hidalgos y algún noble. Cuando desembarcaban los restos de un naufragio, ni el vestíbulo quedaba libre: se acostaban dos o tres pacientes en cada jergón y se cubría con paja el pasillo para los restantes. Esas jornadas eran agotadoras y exigían el concurso de frailes y monjas para brindar consuelo, distribuir raciones y sacar los cadáveres. Aquí Francisco adquirió su formación práctica.

El envejecido Diego Núñez da Silva se acuclilló ante un hombre de mediana edad que tenía el rostro desfigurado por una quemadura. Lo examinó de cerca, prolijamente.

– Está mejor.

El hombre sonrió agradecido.

– Le aplicaré otra capa de ungüento -miró hacia su bandeja con varios cazos llenos de sustancias verdes, amarillas, rojas y marfileñas. Eligió la última. Parecía cebolla. La depositó suavemente sobre las llagas húmedas.

– ¿Es cebolla? -cuchicheó Francisco.

– ¡Ahá!

– ¿No se curaría más rápido espontáneamente? -guiñó.

– En este caso gana la cebolla. ¿Te cuento? -se incorporó con ayuda de su hijo y marchó hacia otro enfermo-: Ambrosio Paré fue cirujano de guerra. Lo llamaron para atender a un quemado grave. Corrió a buscar los ungüentos de rutina. En el camino tropezó con una de las prostitutas que marchaban tras los ejércitos. Ella dijo que las quemaduras se curan mejor con cebolla picada. Paré, abierto a toda información, ensayó el método…

Se interrumpió; estaba agitado; inspiró hondo cuatro o cinco veces; prosiguió.

– El resultado fue satisfactorio. Pero aquí viene lo interesante para ti -levantó el dedo índice-. Otro hombre habría dicho «la cebolla cura todas las quemaduras». Él, en cambio, antes de afirmar semejante cosa, se preguntó, igual que tú ahora: «¿No se habría curado la herida con mayor rapidez sin la cebolla?» Ahí tienes al médico verdadero: se hace preguntas, investiga siempre. ¿Qué hizo, entonces? Probar otra vez. ¿Cómo? Pues cuando se le presentó un soldado con el rostro quemado bilateralmente, le aplicó cebolla en una mejilla y a la opuesta dejó sin tocar. Comprobó que la tratada curó más rápido. Yo hice lo mismo hace unos años.

Se sentó junto a otro herido. Necesitaba descansar; mientras recuperaba el aliento, contempló al paciente que volaba de fiebre. Un barbero bizco y greñudo le aplicaba paños mojados en la cabeza, el pecho y los muslos. Un disparo de arcabuz le desgarró el brazo izquierdo. Las balas tienen el tamaño de una nuez y producen heridas grandes y deshilachadas. Don Diego quitó el paño. Apareció el cráter bermellón con un reborde azulino; ampollas doradas estaban a punto de romperse; pequeñas lombrices danzaban en el interior de la herida. Con una pinza fue extrayéndolas una por una y las arrojó al brasero. El paciente emitía sonidos inconexos; su delirio febril había aumentado.

– Debería cauterizar con aceite de saúco hirviendo -reprochó el barbero.

Don Diego negó con la cabeza. Examinó los cazos de su bandeja y eligió yema de huevo seca, que espolvoreó en el centro del boquete. Después roció con aceite de rosas y trementina.

– Esto es mejor.

El barbero gruñó, disconforme.

– Siga con los paños frescos. Y trate de hacerle beber mucha agua. Dentro de un rato vendré con el nitrato de plata para hacerle una topicación.

Fueron hacia la botica en busca del producto. Cuando estuvieron lejos del barbero, reconoció que ese herido evolucionaba mal. Pero no usaría el aceite de saúco abrasante. Entraron en la botica y pidió nitrato de plata. El boticario era un hombre calvo de barba en abanico; usaba mandil de herrero. Dijo que se sentaran y esperasen. Estaba preparando un frasco de teriaca [28]. Se habían terminado sus reservas en el Callao y también en Lima. Había emergencia.

– Apúrese, entonces -ironizó don Diego.

Francisco se acomodó en un banco y aflojó su espalda. Inhaló el escándalo de olores que vociferan en una botica y se sintió repentinamente feliz. Su padre, aunque desgastado, parecía haber recuperado algo de fuerza y humor. Ocurría cuando funcionaba como médico, evocaba a Paré y Vesalio (aún no reconocidos por la Universidad, pero tolerados por la Inquisición) o se burlaba de la teriaca.

– Es una mistificación estúpida -dijo.

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[28] Antídoto universal que entonces se usaba contra los envenenamientos. La pólvora era considerada venenosa: se suministraba teriaca, por eso, a los heridos por armas de fuego.