Выбрать главу

El hermano Martín gustaba someterse a una flagelación sistemática quincenal, además de las que se propinaba en los interregnos. Cuando terminaban las completas el convento se recogía en el silencio, se encerraba en su celda a rezar. Progresivamente su cuerpo y su alma se dividía en muchos pedazos, todos vivos y ardientes. Los ojos enrojecidos del mulato se convertían en botones extasiados, sus músculos en cuerdas tensas. Desnudaba su torso, corría hacia el muro la parihuela que usaba de lecho y servía en el convento para trasladar los cadáveres y descolgaba una cadena con ganchos de acero. Su mente pasaba a ser varios personajes. La penumbra, el aislamiento y los torbellinos interiores producían una fragmentación fantástica. Su brazo empuñaba la cadena y se transformaba en su padre. El brazo castigaba con rabia al engendro que pretendía ser un hijo. Le gritaba: «¡perro mulato!». Descargaba con ira sobre los hombros oscuros su decepción profunda. En vez de un descendiente blanco le apareció esta cucaracha. «¡Negro ridículo! ¡Idiota! ¡Asqueroso!» Las injurias fortalecían el brazo. Martín era Martín (doblegado y sufriente), pero al mismo tiempo era su padre (maravilloso y resentido). Sus hombros pertenecían a un réprobo, su brazo a un noble. De su boca salían los insultos y la sonrisa del poder. Por varios minutos funcionaba como el gentilhombre Juan de Porres a quien el rey de España había distinguido con misiones en las Indias.

También se convertía en el rudo negrero que cazaba piezas humanas en el África y les impedía la fuga aplastando sus espaldas con zurras. Como ésta. Tenía que destruir el peligroso amor por la libertad y pisotear los ímpetus de rebeldía. Martín captaba esos rescoldos en su interior. Había que apagados a vergazo limpio. «¡Toma, negro desobediente! ¡Aguántate ésta negro bandido!» Era un monstruo que debía lamer las sandalias de quienes estaban arriba. Su espalda se abría en tajos; las gotas de sangre salpicaban las paredes.

Cuando el brazo robusto de su padre y de los negreros conseguía tumbarlo, cesaba la paliza. Martín jadeaba en el suelo. Los salvajes que habitaban su sangre quedaron heridos o muertos, como él. Pero su espíritu se sentía aliviado. Tras recobrar aliento en unos minutos, se agarraba de la mesa o la parihuela y trepaba sobre sus rodillas hasta incorporarse. Colgaba la cadena y cubría sus hombros lastimados con una sarga gruesa. Salía al patio. El aire fresco de la noche le regalaba una caricia. Junto al aljibe las ranas hacían vibrar castañuelas. Martín se arrastraba entre las tinieblas hacia la sala capitular. Podía hacer el camino con los ojos cerrados. Abría la puerta, sigilosamente: no despertaría a los frailes, que estaban lejos. Se arrodillaba ante la imagen de Cristo y descansaba, meditaba.

En su mente se ordenaban trabajosamente los fragmentos en ignición. Su brazo podía ser el de los soldados que flagelaron la divina piel. Imitar a Jesús es bueno y purificador. lmitatio Christi: actuar con impotencia, dejarse maltratar. Llenaba su alma con el ejemplo supremo de Nuestro Señor y retornaba lentamente a su celda. Sus ojos en trance volvían a refulgir. Arrancaba la tela de sus hombros y hacía saltar los coágulos. Empuñaba la cadena, reiniciaba la disciplina. A los insultos anteriores solía añadir, con dolor intensísimo, «¡Bastardo hijo de puta!». De pronto Martín era su madre. Caía de rodillas. La cadena se enrollaba en su cuello; luego giraba en el aire y de nuevo laceraba los hombros. La negra panameña que fue arrastrada por el gentilhombre y parió un mulato gritaba ahogada: «¡misericordia, Señor!, ¡misericordia!». Tuvo el privilegio de ser fecundada por un elegido del Rey y largó al mundo un feto de tinta. Martín también era su raza: los negros cazados en tierras remotas y atados como animales, sometidos al hambre, la sed y luego hundidos en las bodegas irrespirables de los barcos. Allí morían, entre los excrementos y las lombrices que se pegoteaban a sus heridas. Y entonces se los arrojaba al mar. Sus cadáveres formaron un tapiz submarino entre África y las Indias. Martín gritaba «¡misericordia, Señor!, ¡misericordia!» desde su desamparo abismal. No había un fray Bartolomé de Las Casas que pleitease por ellos. Ni siquiera un hombre milagroso como Francisco Solano les dedicó un sermón. Bajo la lluvia de cadenazos era Cristo y Cristo era una multitud de negros desvalidos, y la multitud de negros giraba mareada en la celda clamando piedad. Tanto dolor tenía que rozar, aunque más no fuera, un peldaño del trono celeste.

El brazo severo se debilitaba. Sin aire y sin fuerza, se abandonaba boca abajo sobre la parihuela: era un cadáver como los que se transportan sobre los duros travesaños. Se adormecía por unas horas.

La flagelación sistemática, empero, incluía cada tanto una tercera etapa. Cuando la misteriosa luminosidad se fijaba a su ventanuco -como esa noche lo hizo en el de Francisco-, una aguja le atravesaba el entrecejo. Descendía del vehículo fúnebre y recogía unas varas de membrillo. Se asomaba a la puerta para verificar la ausencia de curiosos. La atmósfera ya estaba fría y los contornos parecían revestidos por un musgo de escarcha. Recorría los vericuetos familiares del convento rumbo al muro. Por una de sus fallas hacía pasar al indio que había contratado. Era un hombre bajo, de espaldas anchas y rostro taciturno. Pertenecía a la otra multitud despreciada. Martín, un siervo del Señor, le ofrecía el símbolo de un desquite. Quien representaba a los extranjeros, al Rey y a Jesucristo (en ese orden ascendente), permitiría ser castigado por quien representaba a los nativos, el Inca destronado y la idolatría extirpada. Un inferior indio recordaría al superior clérigo que no debe vanagloriarse, y que el ofendido puede ofender. Se miraban fugazmente. Parecían cubiertos por una película de estaño. En ceremonia cargada de un significado atroz, procedía a entregarle las varas de membrillo como un general derrotado rinde su espada. El indio recibía el arma en silencio, rígido como una imagen de iglesia. Martín se desnudaba el torso y levantaba un brazo. Era la señal. Entonces el indio se convertía en el representante de millones.

Francisco se revolcaba en su celda, irritado por la secuencia de azotes. Los silbidos violentos zumbaban cerca. Y sus nervios se retorcían al oír los quejidos. Se paró, dio vueltas en torno a las paredes húmedas, pateó una rata con tanta ira que la aplastó en las cañas del techo. Su chillido convulsionó a las demás. Francisco salió corriendo. Los bloques negros de plantas y muros le impidieron llegar en un instante al improvisado cadalso. Martín yacía de bruces sobre la tierra. El indio seguía descargando los golpes con regularidad. Francisco lo empujó violentamente y casi lo derribó.

– ¡Basta!

El indio se asustó; retrocedió unos pasos. Francisco le hizo soltar las varas y ordenó que se fuera. Tras una corta vacilación se esfumó por la grieta del muro.

Martín, entre los vahos de la semiconciencia, farfullaba automáticamente:

– Más, más…

– Soy yo, Francisco.

Interrumpió la retahíla. No lo conectaba con el indio. Se esforzó en unirlos. Despertaba de un pesado sueño. Giró la cabeza. De pronto se avergonzó.

– Cúbreme -dijo.

Le tendió el sucio hábito sobre la espalda florecida de sangre.

Después pidió que lo ayudase a ponerse de pie. Sus miembros se doblaban como hojas de lechuga. Francisco lo cargó sobre su espalda. A medida que lo aproximaba a su celda el mulato recuperaba las energías. Empezó a caminar. Abrió la puerta, trepó a su lecho fúnebre y se tendió boca abajo.

– Gracias.

Francisco le alcanzó una jarra de agua.

– Y perdóname -agregó-. No tenía derecho a ofenderte.

– Ya te he perdonado.

– Yo tenía bien merecida esta flagelación.

Pocas horas más tarde el hermano Martín apareció con entusiasmo en el hospital. Su rostro no traslucía los desmesurados ejercicios nocturnos. Era un lirio despojado de mácula [29].

89

– ¿Te has dado cuenta, Francisco -dijo su padre-, de que me las arreglo para permanecer menos tiempo en el hospital?

– Solamente cuando estoy yo, supongo.

– Supones bien -se acomodó el sambenito que el viento del mar empujaba hacia un hombro.

– Estas caminatas benefician tu salud.

Don Diego sonrió melancólicamente.

– Recuerdo de salud, querrás decir -corrigió.

– Estás mejor que cuando vine.

– Sólo en apariencia. No sirve engañarse. Mis bronquios han envejecido demasiado.

– Mientras permanezca en el Callao, haremos este paseo por la playa todos los días. Te pondrás fuerte, papá. Cuando estuvieron suficientemente lejos de espías y delatores, Francisco entró a saco:

– En la Universidad encontré un libro importante -hacía rato que ardía por compartir su turbación.

– ¿Sí? -los ojos endrinos del padre se iluminaron. ¿Cuál?

– El Scrutinio Scripturarum.

– Ah -volvió a ensombrecerse.

– ¿Lo conoces?

– Sí, por supuesto.

– ¿Sabes que me parece falso? -aventuró un calificativo.

Su padre cerró los ojos. ¿Le había entrado arena? Empezó a restregarse.

– Sentémonos aquí -propuso aparentando dispersión.

– ¿Has escuchado? -reclamó Francisco.

– Que te pareció falso, dijiste… -tendió el sambenito como una alfombra. Sus articulaciones dolían.

– Saulo, el judío que defiende la ley de Moisés -contó exaltado-, se deja ganar como un idiota. Desde la primera página está condenado a perder. Sólo habla para que el joven Pablo le salte encima y lo refute.

– Tendrá más razón Pablo -lo consoló.

– Pablo tampoco me convence. No escucha -Francisco se enardecía-. No es un diálogo. Todo está escrito para demostrar que la Iglesia es gloriosa y la sinagoga un anacronismo.

– La Iglesia valora mucho esta obra. Se ha distribuido por doquier.

– Porque le rinde pleitesía -se llevó la mano a la boca al advertir la temeridad de sus palabras; trató de corregirlas-. No la defiende con las armas de la verdad, papá.

Don Diego intuyó que su hijo se deslizaba hacia una pendiente.

– ¿Cuáles son las armas de la verdad? -su respiración también se agitaba.

Francisco miró hacia atrás, hacia el acantilado ocre con salteadas guedejas verdes y hacia el Norte y el Sur de la playa vacía. Nadie lo escuchaba: podía seguir abriendo sus dudas, su fastidio y rebelión.

вернуться

[29] El barbero, enfermero, sirviente, mulato y bastardo Martín de Porres fue propuesto para su beatificación por el papa Clemente IX. La causa, sin embargo, fue detenida en el procedimiento vaticano durante una centuria. En 1763 fue proclamada la heroicidad de sus virtudes por un decreto apostólico. Pero su aprobación recién tuvo lugar en 1936 por el papa Gregario XVI, quien avanzó más aún, y lo reconoció Bienaventurado. El papa Juan XXIII, en mayo de 1962 -sobre las vísperas del Concilio Vaticano II- en una emotiva ceremonia, elevó al hermano San Martín de Porres a la veneración de loa altares. Es el primer santo negro de América.