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Marcos cerró el acceso. El eremita extendió su brazo en círculo: se ubicó en la cabecera y nos invitó a tomar asiento. Las sillas estaban provistas de abultados almohadones. Marcos depositó a la vista de todos un mazo de naipes.

– Podemos empezar -dijo.

– Los naipes permanecerán ahí toda la noche -, aclaró el forastero-. Es preferible que nos acusen por jugar ilegalmente que por festejar la Pascua de los Panes Ázimos.

– No nos descubrirán -tranquilizó Ureta-. Este sitio es inexpugnable.

Dolores hurgó bajo la mesa y extrajo una fuente de plata. Era pesada por el metal y también por los elementos cuidadosamente distribuidos en su superficie. Contenía planchas de pan ázimo, un trozo de cordero asado que asomaba un hueso, conjuntos de hierbas, un huevo duro y un diminuto perol con papilla de color canela.

Marcos extrajo cazuelas y tazones de barro que distribuyó a cada uno.

– Me los entregaron ayer -notificó-. Son nuevitos como corresponde.

– Y estarán debidamente rotos para la próxima Pascua -rió Dolores.

– Así debe ser -murmuró el extraño mientras acomodaba las láminas de pan cenceño.

Marcos apoyó sus manos sobre el borde de la mesa y se dirigió a cada uno de los presentes con gravedad.

– Hermanos: nos reúne esta noche el Séder de Pésaj [37]. Hemos sido esclavos en Egipto y el Señor, con su mano fuerte, nos condujo a la libertad. Los siglos de despotismo fueron compensados con la renovación del Pacto, el obsequio de la Ley y el ingreso a la Tierra Prometida. Hoy -hizo una pausa, ensombreció su tono- somos esclavos del Santo Oficio y el faraón se ha encarnado en los inquisidores. Nos agobia algo peor que la construcción de las pirámides: nos agobia su desprecio y su odio. Nuestros antepasados sufrían abusos y castigos, pero podían mostrarse tal como eran. En cambio nosotros debemos ocultar hasta nuestros sentimientos.

Tendió las manos hacia el forastero.

– Alegra nuestra celebración el rabí Gonzalo de Rivas. Es un erudito que ha peregrinado a Tierra Santa y visita las porciones dispersas de Israel. Bienvenido a nuestra casa y a nuestra ciudad, rabí. Usted nos honra y enaltece.

Contemplé a Juan Bautista Ureta con obsesión: resultaba inverosímil tenerlo ahí, con su hábito de mercedario, participando de una ceremonia judía.

El forastero acarició los rizos de su barba y paseó sus ojos húmedos por nuestros rostros.

– Toda fiesta necesita un tiempo de preparación -dijo-. Marcos se ha encargado de la vajilla de barro nueva y Dolores ha horneado las matzot [38], ha encendido y bendecido las velas. Cada uno de ustedes ha arreglado sus asuntos para poder concurrir y yo he conseguido ajustar mi itinerario para que las dos semanas de mi permanencia en Santiago coincidieran con el Séder.

Abrió la botija de vino y vertió sobre los tazones.

– Creo que ahora está todo listo para empezar -levantó su mirada tierna y pareció advertir que necesitábamos más esclarecimiento; repitió la caricia de su barba-. Hermanos: ésta es la festividad viviente más antigua de la humanidad. Muchas otras fiestas han desaparecido, muchas nacieron después. La celebración de Pésaj y el desarrollo de este Séder tienen tres mil años. Es notable que un acontecimiento tan lejano se centre en una aspiración tan anhelada como difíciclass="underline" la libertad. Difícil y anhelada. Porque hoy, en 1626, no decimos que hace milenios unos antepasados que no conocemos y cuyos restos ya son menos que polvo padecieron la esclavitud en un remoto país: decimos nosotros fuimos esclavos y nosotros experimentamos el paso turbulento de la opresión a la libertad. La experiencia no ha terminado: se renueva, porque ahora, bajo otras vestiduras, prosigue la esclavitud y con renovada esperanza debemos soñar con nuestra libertad. Aquel extraordinario suceso nos vigoriza y muestra que en las situaciones más desesperadas siempre late la perspectiva de una solución.

Miró la bandeja.

– Aquí se exponen varios símbolos: las matzot recuerdan el pan de la miseria que prepararon nuestros antepasados sobre las calcinantes piedras del desierto. El trozo de cordero al animal que se sacrificó para la última y decisiva plaga, y cuya sangre preservó la vida de nuestros primogénitos. Las hierbas amargas nos hacen sentir el sabor que impregna la vida de los oprimidos. La papilla de manzanas, vino, nueces y canela evoca la arcilla que amasaron en Egipto nuestros abuelos -extendió el índice-. Por último, el huevo duro: simboliza el rodar de la vida y la resistencia del pueblo judío (mientras más se lo cuece, más se endurece); pero también es un elemento de luto: comemos huevos después de enterrar a un ser querido y ahora lo hacemos por los egipcios que murieron ahogados en el mar Rojo; indirectamente, han sido protagonistas de nuestra epopeya. Los judíos, de esta forma, recordamos que no se debe odiar ni a nuestros enemigos: todos los hombres son resplandores de Dios.

Señaló el tazón central, un cáliz lleno de vino hasta el borde.

– De esa copa beberá el profeta Elías, que es nuestro simbólico invitado. Un carro de fuego lo trasladó al cielo, y ahora, en carro de bruma, se desplaza hasta las cuevas y sótanos donde los judíos celebramos el Séder.

Se acomodó en los almohadones de la silla.

– Nos sentamos como príncipes: en esta noche especial somos hombres libres -sonrió-. La mesa está pronta, blanca y luminosa como un altar. Beberemos vino y compartiremos el pan cenceño. Luego disfrutaremos la comida que nos preparó Dolores.

El rabí Gonzalo de Rivas se puso de pie y nosotros lo imitamos respetuosamente. Levantó su tazón de vino y lo bendijo. Bebió un sorbo y nos ofreció el tazón. Cada uno lo recibió con ambas manos. Después recogió un puñado de legumbres, lo sazonó en un plato hondo con agua salada y lo distribuyó. Partió en dos una plancha de matzá, devolvió una mitad a la bandeja y puso entre sus almohadones la otra.

– Evoca la angustia del oprimido, que debe privarse de la comida y guardar para más tarde. Es también la sublime enseñanza de que debemos partir el pan y compartido.

Introdujo las manos bajo la rutilante bandeja cargada de matzot y demás símbolos: la levantó hasta la altura de sus ojos. Dijo con voz sonora:

– He aquí el pan de la miseria que comieron nuestros antepasados en Egipto. El que tiene hambre que venga y coma, quienquiera que necesite, que venga a festejar Pésaj. Ahora estamos aquí, que el año próximo estemos en la tierra de Israel. Ahora somos esclavos, que el año próximo seamos hombres libres.

Depositó la bandeja y se dirigió a Dolores y Marcos, que lo miraban embelesados.

– Sé que los niños no pueden participar. Es peligroso. En Roma y Amsterdam, donde las comunidades judías gozan de algunos derechos, los niños son los principales protagonistas. La ceremonia comienza con la formulación de cuatro preguntas, a cargo del más pequeño. Ellos dan pie a la lectura de la Hagadá [39]. Las cuatro preguntas, en esta ocasión, podrían ser dichas por Dolores… La invito, hija, a pronunciarlas.

Dolores se ruborizó y leyó temblorosamente.

– «¿Por qué esta noche es distinta de las otras noches? Uno: todas las noches comemos pan fermentado o ázimo, pero esta noche solamente el ázimo. Dos: todas las noches comemos diversas verduras, pero esta noche solamente hierbas amargas. Tres: todas las noches no sazonamos la comida ni una sola vez y esta noche dos veces. Cuatro: todas las noches comemos sentados o reclinados, pero esta noche comemos todos reclinados.»

– Estas ingenuas preguntas -sonrió el rabí-, basadas en la novedad que percibía un niño, nos invitan a responder con sinceridad. Se podría decir que ejercitamos la memoria para que el suceso grandioso que marca el nacimiento de nuestro pueblo tenga fuerza de actualidad: fuimos y somos esclavos, ganamos y ganaremos la libertad. Desde hace tres mil años, en esta noche, se narra y asume la formidable epopeya.

Abrió la Biblia.

– No tenemos Hagadá. La supliremos leyendo partes del Éxodo.

Su voz se abovedó y, trazando emotivas inflexiones, presentificó los días heroicos. La conocida secuencia adquirió carnadura y nos estremeció volver a oír sobre la dureza del faraón, las temibles plagas, el sacrificio del cordero y, finalmente, la multitudinaria partida.

Bebió vino e hizo circular el tazón nuevamente. Después levantó otra plancha de pan ázimo, la quebró y distribuyó. Terminaba la parte solemne.

– Hemos compartido el pan y el vino -explicó-. Así lo hacían ya nuestros antepasados en la tierra de Israel, así lo hacen todas las comunidades judías del mundo en esta noche. Así lo hicieron Jesús y sus discípulos cuando celebraban el Séder como nosotros ahora. La Última Cena fue un íntimo Séder, como el nuestro. Jesús presidía la mesa convertida en altar, como lo hago yo. Igual que yo, dio a beber vino y comer el pan ázimo. Pero esto no puede ni siquiera insinuarse ante los nuevos faraones… Ahora los invito a ponernos de pie. Saborearemos el cordero de la misma forma que nuestros abuelos en el desierto: parados.

– Alguna vez se sentaban -bromeó Juan Bautista Ureta.

– y alguna vez también consiguieron levadura para el pan -replicó-. Pero evocamos simbólicamente ciertos instantes significativos.

– Discúlpeme, rabí -se excusó Ureta.

– El judaísmo acepta bromas, no se preocupe la insolencia es parte de nuestra dinámica.

El clima respondía a la descripción que papá me hizo. La evocación no era excesivamente ceremoniosa. No había ornamentos, no se aturdían los sentidos con el espectáculo de colores, sonidos y aromas. Predominaba la calidez de hogar, el contacto humano, la conversación y los manjares. El conductor del oficio no era un pontífice temible que relampaguea en las alturas, sino un padre afectuoso o apenas un hermano mayor, alguien cuyo saber lo transforma en generosa fuente, no en autoridad represora. El encanto de esta celebración residía en su potente sencillez.

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[37] Séder: ceremonia mediante la cual se evoca y celebra la liberación de la esclavitud en Egipto.

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[38] Panes ázimos o cenceños.

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[39] Narración del Éxodo.