– Si usted fuera duro de entendederas -suspira-, si le faltara lógica, si careciese de ilustración… Nada de eso le impide darse cuenta del foso donde está y el horrible destino que le aguarda. Su actitud es una insolencia infecunda. ¿No le han satisfecho las respuestas de los teólogos?
Hernández se frota la garganta porque le fatiga el tono susurrado, pero hace un desmedido esfuerzo para comunicarse con Francisco y persuadirlo aunque más no fuere que por el miedo a la muerte.
Francisco lo escucha con atención. Este sacerdote le desea el bien, por supuesto, y ha tomado el riesgo de hundirse en su mazmorra para brindarle ayuda. Es afectuoso y transparente. Su presencia y su voz cuchicheada operan como un bálsamo. Es obvio que se esmera por llegar a su corazón, pero no consigue salir de su propia piel. Hernández mira, habla y piensa a Francisco sin ponerse en el lugar de Francisco. Con dulzura y ansiedad (que ocultan la intransigencia de su objetivo), sólo implora que Francisco deje de ser quien es.
– ¿No lo ciega el orgullo? -pregunta Hernández cautelosamente.
– ¿Orgullo?… -repite el inapropiado vocablo-. No: es algo más valioso. Diría que me sostiene una ambigua dignidad.
El jesuita replica que la dignidad no lo llevaría a ser tan cruel consigo mismo y con su familia: sólo el orgullo produce tanta cerrazón de la mente. A Francisco no le asombra semejante argumento y pregunta por su familia, ya que el jesuita la ha mencionado. Hernández se turba y le recuerda que tiene prohibido suministrar información. Francisco dice entonces: «Hablábamos de la crueldad…»
¿Por dónde abordado? El clérigo se desespera y le dice que aún puede salvarse.
– Sólo el alma -Francisco completa la oración.
– Si no se arrepiente -evoca las leyes del Santo Oficio- lo quemarán vivo; si se arrepiente antes de que lean la sentencia, lo quemarán muerto.
– Me matarán igual.
– Son inescrutable s los caminos del Señor…
Ambos hombres se miran en la tenue luz del pabilo: los ojos brillan. El sacerdote no ha sido explícito, pero insinúa evitar la ejecución. Le está ofreciendo la vida a cambio de modificar su creencia. En su fibra íntima, a este bondadoso calificador del Santo Oficio no le importa que él siga viviendo -piensa Francisco- sino que modifique su fe. Le ofrece la vida como un soborno.
El silencio, la quietud y tensa expectativa magnetizan el estrecho calabozo. Comienza a doler el frío húmedo. Hernández recoge una manta abollada a los pies del lecho y la extiende sobre la espalda de Francisco, luego se aprieta la capucha de su hábito en torno al cuello. Francisco se estremece con el gesto paternal; sólo puede retribuirle con su franqueza hiriente. Farfulla, en un tono de gratitud, un reproche:
– Es violencia moral exigir el cambio de fe. Un hombre es más alto que otro, más inteligente que otro, más sensible que otro, pero todos somos iguales en el derecho de pensar y creer. Si mis convicciones son un crimen contra Dios, sólo a Él corresponde juzgado. El Santo Oficio usurpa a Dios y comete atrocidades en su nombre. Para mantener su poder basado en el terror prefiere que yo finja un cambio de creencia -hace una larga pausa, después enarbola la flagrante contradicción-. El Evangelio dice «amarás a tu enemigo»… ¿Por qué no me aman? ¿Es más fácil amar a quienes se someten?
Andrés Hernández junta las manos.
– ¡Por favor! -ruega-. ¡Apártese de su mal sueño! ¡Salga de la confusión! Cristo lo ama, retorne a sus brazos. Por favor…
– Cristo no es la Inquisición, sino lo opuesto. Yo estoy más cerca de Cristo que usted, padre.
A Hernández le saltan las lágrimas.
– ¿Cómo va a estar cerca de Cristo si lo niega?
– Cristo humano conmueve: es la víctima, el cordero, el amor, la belleza, Cristo Dios en cambio, para mí, para quienes somos objeto de persecución e injusticia, es el emblema de un poder voraz que exige delatar hermanos, abandonar la familia, traicionar a los padres, quemar las propias ideas. Cristo humano pereció a manos de la misma máquina que pondrá fin a mis días. A esa máquina ustedes llaman Cristo Dios.
El jesuita se persigna, reza y pide que le sean perdonadas estas blasfemias. «No sabe lo que dice», parafrasea al Evangelio. Francisco también pide disculpas para formular otro pensamiento. Hernández endereza el torso y aleja el mentón, como si estuviese por recibir un puñetazo.
– ¿No está relacionada mi condena a muerte -dice- con la poca confianza que ustedes depositan en su propia fe?
– Es absurdo… Por favor, por piedad, por el cielo… -implora el jesuita-. No se cierre a la luz, a la vida.
Francisco mantiene una calma sobrenatural y desmigaja sus ideas lentamente. Le repite que no combate a la Iglesia (ya dijo que ama al cristianismo porque ha desparramado la Sagrada Escritura y ha acercado millones de seres al Dios único). Combate por su libertad de conciencia. No tiene la culpa de que su libertad sea tomada como una impugnación.
Andrés Hernández se seca las mejillas y oprime el crucifijo con ambas manos.
– No quiero que lo lleven a la hoguera. Usted es mi hermano -exclama-. Le he escuchado decir de memoria las Bienaventuranzas con emoción cristiana. Su obstinación, aunque la atiza el diablo, implica coraje. Una persona como usted no debería morir.
Francisco levanta sus manos llagadas, calientes, y las apoya sobre las que oprimen al crucifijo.
– No soy yo -la ironía es triste- quien condena.
– Su testarudez lo condena.
– El Santo Oficio, padre, el Santo Oficio, y en nombre de la cruz, de la Iglesia y de Dios. En nombre de todos ellos. El Santo Oficio, ni siquiera para condenar a muerte, asume su responsabilidad. Pretende tener las manos limpias, hipócritamente, como Poncio Pilatos.
Hernández se arrodilla frente al reo, le oprime los hombros y lo sacude levemente.
– Se lo pido de rodillas. Me humillo para hacerlo despertar. ¿Qué más necesita para volver al redil?
Francisco cierra los párpados para frenar sus propias lágrimas. ¿Cómo hacerle entender que está más despierto que nunca? El sollozo se abre como un manantial avergonzado. Ambos han llegado al límite de sus fuerzas, pero sus pensamientos no logran confluir. Ambos sienten un desborde de cariño: admiran la respectiva perseverancia. Se despiden con un gesto que casi es un abrazo. El resplandor del ventanuco se intensifica, testigo de un hecho inverosímil.
137
Con los párpados enrojecidos el jesuita Andrés Hernández informa al Tribunal sobre su fracaso y ruega misericordia por el reo. Mañozca insiste en que ese hombre ha perdido la razón, lo cual no modifica la sentencia: será quemado vivo en el próximo Auto de Fe.
Empieza entonces una carrera entre el aparato inquisisitorial y su víctima. Encerrado, desarmado y debilitado, Francisco apela a un último recurso para burlarles el espectáculo de su ejecución. ¿Qué se propone aún ese hombre lastimado y solitario? Ya no vienen a su celda los negros Pablo y Simón ni el nuevo alcaide: sólo interesa como carne para masacrar en público. Le proveen la colación reglamentaria y de vez en cuando retiran la bacina. Nada más. Es una ruina despreciable que vendrán a buscar para la humillación culminante. "Pero se llevarán una sorpresa -masculla Francisco-. ¿Cuánto tarda la preparación de un Auto de Fe?, ¿tres, cuatro, cinco meses? Es el lapso que necesito.» Recibe las pequeñas bolsas con alimentos y sólo guarda el papel, la harina y el agua. Al papel lo recorta amorosamente para formar hojas de cuaderno; con la harina y el agua prepara el engrudo que adhiere los trozos sobrantes para hacer más hojas. En estos meses se dedicará a escribir. Y no comerá. El Santo Oficio sabrá que no puede todo: es terrible pero no omnipotente. La carrera consiste en morir antes de que lo maten.
Y comienza el ayuno más severo del que se tiene memoria. Ayudará a Dios a despegar su alma de la materia antes de que lo lleven al fuego. No les dará el gusto de un eventual arrepentimiento (falso, impuesto por el terror), ni gemirá por las quemaduras. Tiene que ganarle de mano a los verdugos. Su pulso se acelera con la loca expectativa de llegar a tiempo en esta competencia final. La desventaja de Francisco, sin embargo, reside en desconocer la fecha del Auto. Su ayuno, por consiguiente, debe ser severo, eficaz. Durante los primeros cuatro días le acosan le los conocidos malestares de ayuno anteriores: mareos, retortijones, desaparecen los ruidos del intestino, se esfuman sus dolores, navega hacia otra dimensión. El pequeño cuchillo que antes fue clavo, y la pluma que antes fue hueso de pollo, lo acompañan en su labor cotidiana. Durante muchas horas fabrica los materiales de su escribanía y durante otras tantas redacta sus pensamientos. Después los esconde.
La prolongada abstinencia consume la ya magra contextura de Francisco. Puede mantenerse menos tiempo de pie y reduce las horas de trabajo. Lo arropa una suave debilidad. Su decaimiento físico es la contrapartida de su vigor espiritual. La cercanía de la meta sopla clarinadas de victoria. Día que pasa es día ganado. Cuando vengan a leerle la sentencia y ponerle el sambenito infamante para llevarlo al altar del sacrificio no encontrarán más que sus insensibles restos.
El alcaide descubre un poco tarde la impresionante jugada y corre a descargar su culpa ante los jueces. Teme con razón que le apliquen un fuerte castigo. Arguye que el prisionero recibía sus alimentos regularmente y que había dejado de reclamar audiencias. No había nada que justificase un control especial. ¿Cómo podía sospechar su ardid? ¿Cómo iba a pensar que un judío confeso sería capaz de someterse a una privación semejante, sólo registrada en la historia de los santos? Cuando entró en su mazmorra -dice- encontró un esqueleto forrado por piel fina como seda. Yacía tendido en la cama, casi muerto. Le habló y gritó, pero no oía. Le puso la mano en el pecho y, aliviado, reconoció que aún respiraba. Lo dio vuelta y descubrió que su piel estaba rota en varias partes y sustituida por úlceras.
El Tribunal escucha el nervioso informe y exige al alcaide que calcule el tiempo de ayuno. El compungido funcionario suma con los dedos, le parece estar equivocado, suma nuevamente y, en tono vacilante, dice:
– Alrededor de ochenta días [50].
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Flota entre los tules de la semiconciencia. La boca reseca apenas articula su negativa a comer. Está cerca de su objetivo, sabe que va a ganar. Le ofrecen pasteles, frutas, guiso, leche, chocolate. El médico ordena moverlo delicadamente para que las zonas escaradas queden al aire y cicatricen. Hasta el jesuita Andrés Hernández y el franciscano Alonso Briceño son mandados a persuadirlo de que interrumpa su ayuno.
[50] En la relación del año 1639 que los tres inquisidores elevaron a la Suprema informaron textualmente: «…habiendo pasado el reo una larga enfermedad, de que estuvo en lo último de su vida, por un ayuno que hizo de ochenta días, en los cuales pasando muchos sin comer, cuando lo hacía eran unas mazamorras de harina y agua, con que se debilitó de manera que no se podía rodar en la cama, quedándole sólo los huesos y el pellejo, y éste muy llagado.»