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Inspiró una bocanada de aire caliente y húmedo y habló en voz alta, adoptando el acento del profundo Sur, que no era el suyo pero que había pertenecido a una persona que él había conocido -no durante mucho tiempo, pero a fondo.

– Muéstranos el camino a casa, Tommy -dijo.

Pronunció las palabras con tono cadencioso. Al cabo de más de cincuenta años, todavía le sonaban con la misma música campechana y risueña, al igual que antaño, a través del intercomunicador metálico del bombardero, el acento sureño que derrotaba incluso al estrépito procedente de los motores y del fuego antiaéreo.

Respondió en voz alta, como había hecho tantas veces.

– No os preocupéis, soy capaz de hallar la base con los ojos vendados.

Negó con la cabeza. «Salvo la última vez», se dijo. Entonces todos sus conocimientos y habilidad a la hora de interpretar los radiofaros, utilizar el método de estimación y señalar las estrellas con un octante no habían servido para nada. Oyó de nuevo la voz: «Muéstranos el camino a casa, Tommy.»

«Lo siento -dijo a los fantasmas-. En lugar de conduciros de regreso a casa, os conduje a la muerte.»

Bebió otro trago de cerveza y apoyó el frío cristal de la botella en su frente. Con la otra mano se dispuso a sacar del bolsillo de la camisa una página que había arrancado del New York Times de esa mañana. Pero apenas sus dedos rozaron el papel, se detuvo, diciéndose que no necesitaba volver a leerlo. Recordaba los titulares: célebre educador muere a los 77 años; fue un personaje influyente entre los presidentes demócratas.

«Ahora soy la última persona que estuvo allí que sabe lo que ocurrió en realidad», se dijo.

Emitió un suspiro profundo. De pronto recordó una conversación con su nieto mayor, cuando el chico tenía once años y había acudido a él sosteniendo una fotografía. Era una de las pocas que el anciano tenía en aquel entonces de sí mismo cuando joven, no mucho mayor que su nieto. Se le vía sentado junto a un hornillo de hierro, enfrascado en la lectura. Al fondo se veía una litera de madera. De un improvisado tendedero colgaban prendas de ropa. Sobre la mesa, junto a él, había una vela apagada. Estaba muy delgado, casi cadavérico, y llevaba el pelo muy corto. Sus labios esbozaban una pequeña sonrisa, como si lo que estaba leyendo le resultara cómico.

– ¿Cuándo te sacaron esta fotografía, abuelo? -le había preguntado su nieto.

– Durante la guerra, cuando era soldado.

– ¿Qué hiciste?

– Iba a bordo de un bombardero. Al menos durante un tiempo. Luego fui un prisionero en espera de que terminara la guerra.

– Si fuiste soldado, ¿mataste a alguien, abuelo?

– Bueno, yo ayudaba a lanzar las bombas. Es probable que ellas hayan matado a personas.

– ¿Pero no lo sabes?

– No. No lo sé con certeza.

Lo cual, desde luego, era mentira.

«¿Mataste a alguien, abuelo?», pensó el anciano.

Y en esos momentos respondió con sinceridad para sus adentros: «Sí, maté a un hombre, aunque no con una bomba lanzada desde el aire. Pero es una larga historia.»

Palpó a través del tejido de su camisa la esquela que guardaba en el bolsillo.

«Y ahora puedo contarla», pensó.

Volvió a alzar la vista al cielo y suspiró. Luego se afanó en localizar la estrecha ensenada que conducía a Whale Harbor. Conocía de memoria todas las boyas de navegación y cada faro que tachonaba la costa de Florida. Conocía las corrientes locales y las mareas, sentía cómo se deslizaba el bote y sabía si éste se desviaba aunque fuera mínimamente de su rumbo. Lo condujo a través de la oscuridad, navegando con lentitud y seguridad, con la confianza de un hombre que entra de noche en su propia casa.

1

El sueño recurrente del navegante

Acababa de despertar del sueño cuando el túnel que arrancaba debajo del barracón 109 se derrumbó. Estaba a punto de amanecer, y a partir de la medianoche había llovido, a ratos con fuerza. Era el mismo sueño de siempre, un sueño acerca de lo que le había ocurrido dos años antes, casi tan real como la realidad misma.

En el sueño, él no vio el convoy.

En el sueño, él no propuso dar la vuelta y atacar.

En el sueño, no cayeron abatidos por el fuego enemigo.

Y en el sueño, nadie murió.

Raymund Thomas Hart, un joven delgaducho, de carácter apacible y aspecto poco atractivo, el tercero en su familia después de su padre y su abuelo que llevaba el nombre de ese santo con esta curiosa grafía, yacía en su estrecho camastro en la oscuridad. Sentía su cuello bañado en sudor, aunque la atmósfera nocturna conservaba los restos del frío invernal. En los breves momentos antes de que los puntales de madera instalados dos metros y medio por debajo de la superficie cedieran debido al peso de la tierra empapada por la lluvia y el aire saturado de los silbatos y gritos de los guardias, Tommy escuchó la densa respiración y los ronquidos de los hombres que ocupaban las literas a su alrededor. Aparte de él, había siete personas en la habitación. Los individualizaba por los sonidos que emitían por las noches. Uno solía hablar en sueños, impartiendo órdenes a los miembros de la tripulación, los cuales habían muerto hacía tiempo; otro gemía y a veces sollozaba. Un tercero padecía asma y pasaba la noche resollando cuando el aire estaba muy húmedo. Tommy Hart sintió un escalofrío y se cubrió hasta el cuello con la delgada manta gris.

Repasó todos los detalles habituales del sueño, como si estuvieran proyectándolos en la oscuridad. En el sueño, volaban en absoluto silencio, sin que se percibiera el sonido de los motores, ni el ruido del viento, deslizándose a través del aire como si se tratase de un líquido transparente y dulce, hasta que oyó la voz típicamente tejana del capitán por el intercomunicador: «Maldita sea, chicos, no hay nada contra lo que merezca la pena disparar. Indícanos el rumbo a casa, Tommy.»

En el sueño, examinaba sus mapas y cartas, su octante y su calibrador, interpretaba el indicador de la dirección del viento y veía, como una gran línea de tinta roja trazada sobre la superficie de las olas azules del Mediterráneo, la ruta de regreso a casa. Y a puerto seguro.

Tommy Hart volvió a estremecerse.

Era de noche y tenía los ojos abiertos, pero contempló el sol reflejado en las nubes bajo sus párpados. Durante unos instantes deseó que hubiera una forma de convertir el sueño en realidad, y luego la realidad en un sueño, así de fácil y agradable. No parecía un deseo disparatado. «Sigue los pasos indicados -pensó-. Rellena todos los formularios militares por triplicado. Navega a través de la burocracia del ejército. Saluda con energía y haz que el comandante firme la solicitud. Solicitud de traslado, señor: del sueño a la realidad. De la realidad al sueño.»

En cambio, después de oír las órdenes del capitán, Tommy había avanzado arrastrándose hacia el cono de plexiglás del morro del B-25 para echar un último vistazo y para tratar de divisar alguna señal de referencia en la costa de Sicilia, para cerciorarse de la situación de la nave. Volaban a poca altura, a menos de doscientos pies sobre el océano, fuera del alcance de los radares alemanes, y avanzaban a más de cuatrocientos kilómetros por hora. Debería haber sido una experiencia tremendamente excitante, seis jóvenes a bordo de un bólido en una carretera vecinal llena de curvas, tras dejar atrás sus inhibiciones junto con el caucho de los neumáticos. Pero no era así. Era arriesgado, como patinar con cautela sobre un lago cubierto de una capa de hielo delgada y quebradiza.

Tommy se introdujo en el cono, junto al visor de bombardeo y donde estaban montadas las dos ametralladoras del calibre cincuenta. Durante unos momentos, Tommy tuvo la impresión de volar solo, suspendido sobre el vibrante azul de las olas, surcando el aire, aislado del resto del mundo. Oteó el horizonte, buscando algo que le resultara familiar, algo que sirviera de referencia en el mapa para hallar la ruta de regreso a la base. Buena parte de la navegación se realizaba mediante el método de estimación.