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—Lo sé, y también lo sabe la Señora de la Noche. Me pregunto qué hiciste, Brightblade, para que te odie de ese modo. En fin, ¿quién sabe lo que pasa por la cabeza de un hechicero? Espera aquí mientras informo a los demás adonde vamos.

No fue una caminata larga. Tampoco lo fue el juicio.

Por lo visto, Ariakan había ordenado que estuvieran esperándolos porque, en el momento que llegaron, un caballero del estado mayor del mandatario los reconoció y los sacó de la extensa aunque ordenada multitud de oficiales, correos y ayudantes que aguardaban a ser atendidos por lord Ariakan.

El caballero los condujo al interior de una gran tienda sobre la que ondeaba el estandarte de Ariakan: un lirio de la muerte enlazado con una espada, sobre campo negro. El mandatario estaba sentado a una mesa pequeña de madera negra que le habían regalado sus hombres en el aniversario de la fundación de la orden de caballería. La mesa viajaba con Ariakan, siempre iba entre su equipaje. Esta noche, la mayor parte de la reluciente superficie negra estaba tapada con mapas enrollados que habían sido pulcramente atados y apartados a un lado. En el centro de la tienda, delante de Ariakan, había una caja enorme llena de arena y rocas que habían sido dispuestas de manera que representara el campo de batalla.

La Caja de Batalla era una idea de Ariakan, de la que se sentía muy orgulloso. La arena y las rocas podían alisarse y luego volver a darles la forma de cualquier tipo de terreno. Unas piedras grandes representaban las montañas Vingaard. Palanthas —los edificios hechos con oro y rodeados por una muralla hecha de guijarros— estaba localizada en la esquina occidental de la caja, cerca de un parche de lapislázuli triturado que representaba la bahía de Branchala. En el paso entre las montañas había una Torre del Sumo Sacerdote diminuta, tallada en jade blanco. Diminutos caballeros hechos de plata fundida aparecían colocados en la Torre del Sumo Sacerdote, junto con unos cuantos dragones plateados y dorados.

Los Caballeros de Takhisis, hechos de brillante obsidiana, tenían rodeada la torre. Dragones de zafiro se posaban en las rocas, todas las cabezas vueltas en una dirección: la torre. La disposición de la batalla ya había sido determinada y cada garra tenía sus instrucciones. Steel vio el estandarte de su unidad, llevado por un diminuto caballero montado a lomos de un pequeño dragón azul.

—Caballero guerrero Brightblade —dijo una voz profunda, severa—. Adelante.

Era la voz de Ariakan. El subcomandante Trevalin y Steel avanzaron, los dos hombres eran conscientes de las miradas que les dirigían los que se arremolinaban fuera de la tienda.

Ariakan estaba sentado solo a la mesa, y escribía en un libro grande encuadernado en piel; eran las crónicas de sus batallas, en las que trabajaba cuando tenía un momento disponible. Steel estaba lo bastante cerca como para ver en las páginas las marcas, claras y precisas, que reproducían la disposición de las tropas representada en la Caja de Batalla.

—Se presenta el subcomandante Trevalin con el prisionero tal como fue ordenado, milord.

Ariakan acabó de hacer un trazo, hizo una breve pausa para revisar su trabajo, y luego —llamando con una seña a un ayudante— apartó el libro abierto a un lado. El ayudante esparció arena en la página para secar la tinta y se llevó el libro.

El Gran Señor de la Noche, comandante y fundador de los Caballeros de Takhisis, volvió su atención a Steel.

Ariakan rondaba los cincuenta y se encontraba en la plenitud de la vida. Un hombre alto, fuerte, bien proporcionado, todavía era un guerrero fuerte y capaz que se mantenía en forma con justas y torneos. Había sido un joven atractivo, y ahora, en la madurez, con su afilada nariz aguileña y sus negros ojos penetrantes le recordaba a uno un halcón marino. Era una imagen muy apropiada, ya que, supuestamente, su madre era Zeboim, diosa del mar e hija de Takhisis.

Su cabello, aunque plateado en las sienes, era negro y espeso. Lo llevaba largo, peinado hacia atrás y atado en la nuca con una tira de cuero trenzada, negra y plateada. Su rostro, pulcramente rasurado, tenía la piel morena y curtida. Era inteligente, y podía resultar encantador cuando se lo proponía. Gozaba del respeto de quienes lo servían, y tenía fama de ser justo y objetivo, y también tan frío y misterioso como las profundas aguas del océano. Estaba dedicado en cuerpo y alma a la reina Takhisis, y esperaba igual devoción de aquellos que le eran leales.

Miró fijamente a Steel, a quien había metido en la caballería cuando era un chico de doce años, y, aunque en sus ojos había tristeza, no había piedad ni compasión. Lo contrario habría sorprendido a Steel, y probablemente su comandante lo habría decepcionado.

—El acusado, el caballero guerrero Brightblade, se encuentra ante nosotros. ¿Dónde está el acusador?

La hechicera vestida de gris, que había estado de acuerdo en enviar a Steel en la fallida misión, salió de entre la multitud.

—Yo soy la acusadora, milord —dijo la Señora de la Noche, que no miró a Steel.

Él, por su parte, mantuvo la mirada prendida en Ariakan, orgullosamente.

—Subcomandante Trevalin —continuó el mandatario—, agradezco tus servicios. Has entregado al prisionero según lo ordenado. Ahora puedes regresar con tu garra.

Trevalin saludó pero no se marchó enseguida.

—Milord, antes de irme, pido permiso para decir unas palabras en favor del prisionero. La Visión me insta a hacerlo.

Ariakan enarcó las cejas y asintió con la cabeza. La Visión estaba ante todo, y no se la invocaba a la ligera.

—Procede, subcomandante.

—Gracias, milord. Que mis palabras se hagan constar. Steel Brightblade es uno de los mejores soldados que he tenido el privilegio de mandar. Su valentía y su destreza son intachables. Su lealtad a la Visión es inquebrantable. Estos atributos han quedado demostrados en batalla repetidas veces y ahora no deberían ser puestos en duda. —Al decir esto, Trevalin dirigió una mirada funesta a la Señora de la Noche—. La muerte del caballero guerrero Brightblade no sólo sería una gran pérdida para todos nosotros, milord. Sería un perjuicio para la Visión.

—Gracias, subcomandante Trevalin —dijo Ariakan con voz fría y desapasionada—. Tomaremos en cuenta tus palabras. Puedes retirarte.

Trevalin saludó, inclinó la cabeza, y, antes de marcharse, susurró unas palabras de ánimo a Steel.

El caballero, que sostenía firmemente la espada de su padre con las dos manos, asintió en señal de agradecimiento, pero no dijo nada. Trevalin salió de la tienda, sacudiendo la cabeza. Ariakan hizo un ademán a Steel.

—Acércate con tu espada, caballero guerrero. —El joven hizo lo que le pedía y se aproximó a la mesa.

»Saca la espada de la vaina —continuó Ariakan—, y ponía delante de mí.

Steel obedeció. Sacó el arma de la desgastada funda y la colocó, volviéndola a lo largo, delante de su señor. La espada ya no brillaba, sino que parecía gris y deslustrada, como eclipsada por la oscura presencia de Ariakan.

Steel retrocedió cinco pasos y se quedó erguido, inmóvil, con las manos a los costados y la mirada fija al frente. Ariakan se volvió hacia la hechicera gris.

—Expón tus cargos contra este caballero, Señora de la Noche.

En tono estridente, Lillith relató cómo Steel se había ofrecido voluntario para llevar los cadáveres de los Caballeros de Solamnia para entregárselos a su padre, con quien tenía una deuda de honor, admitió la hechicera. Ariakan miró fijamente a Steel y demostró su aprobación con una leve inclinación de cabeza. El mandatario conocía la historia del joven, sabía que debía su libertad y posiblemente la vida a Caramon Majere. La deuda estaba ahora saldada.

La Señora de la Noche siguió diciendo que Steel también se había hecho cargo del joven mago, Palin Majere, que había aceptado la palabra de honor del mago de que no escaparía, y que se había comprometido a ocupar el lugar del prisionero en su sentencia de muerte si éste escapaba.