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El caballero se ruborizó al oírle mencionar su cargo, algo poco frecuente; pero dejó que prosiguiera sin importunarle.

—No pertenezco a tu Orden, gracias a los dioses —reanudó su charla el corpulento humano—. Tengo el suficiente sentido común para correr cuando presiento el fracaso y ahora, más que intuirlo, lo admito como un hecho palpable. —Se mesó el cabello, exhaló un suspiro y concluyó—: No espero que lo entiendas, es demasiado complejo, pero te garantizo que el kender y yo podemos volver a casa mediante la magia.

—¿No será la de tu hermano? —le interrumpió Garic, fruncido el ceño y con una sombría expresión en sus facciones.

—De ningún modo —protestó el hombretón, al parecer ofendido—. Aquí se acaba mi relación con el nigromante. Él ha de vivir su propia vida y yo, al fin me doy cuenta, soy libre de elegir mi destino. Id a Pax Tharkas —encomendó al guardián, apoyada la mano en su hombro— y, junto a Michael, ayudad a sus moradores a sobrevivir durante el invierno.

—Pero…

—Es una orden, caballero —se cuadró el general.

—Sí, señor.

El joven desvió la faz y se secó las lágrimas con el dorso de la mano.

Caramon, desaparecido su enfado, rodeó con el brazo a su hombre de confianza y, atrayéndole hacia él, le deseó:

—Que Paladine oriente tus pasos, Garic. Y también los vuestros —extendió su bendición a los otros.

—¿Paladine? —repitió el guardián, atónito—. ¿El dios que nos volvió la espalda?

—No pierdas nunca la fe —le reconvino el guerrero, a la vez que se ponía en pie con una mueca impregnada de abatimiento—. Aunque no puedas creer en las antiguas divinidades, haz un hueco en tu corazón donde albergar lo mejor que hay en ti. Escucha tu propia voz, ya que reniegas de la suya, por encima del Código y la Medida, y más tarde o más temprano comprobarás que ambas se funden en una sola.

—Lo haré —murmuró Garic—. Que tus dioses, aquellos que te inspiran tan bellas palabras, te acompañen en tu camino.

—Siempre han velado por mí —dijo Caramon sonriendo—, durante toda mi existencia. Mi problema es que he sido demasiado obcecado para percatarme. Vamos, no perdáis un segundo más. Desapareced.

Uno tras otro, se despidió de los caballeros. No quiso violentarlos, así que fingió ignorar sus viriles intentos de camuflar su llanto, pese a que, también él, se conmovió frente a aquellas muestras de tristeza, una tristeza que compartió hasta tal punto que él mismo habría prorrumpido en sollozos.

Con cautela, los soldados abrieron la puerta y se asomaron al corredor. Estaba vacío, salvo por los cadáveres. Los dewar se habían esfumado, mas el general, experto en las tácticas de guerra, sabía que la tregua sólo duraría hasta que se hubieran reorganizado o, quizá, hasta que llegaran refuerzos. Mejor pertrechados, los enanos oscuros atacarían la sala y matarían a sus adversarios humanos.

Blandiendo su espada, Garic precedió a los dos centinelas pasillo adelante. El kender les había impartido confusas instrucciones sobre cómo alcanzar los sótanos de la fortaleza mágica e incluso se había ofrecido a trazar un mapa, una iniciativa que Caramon desestimó arguyendo falta de tiempo, y el joven caballero proyectaba seguir tales directrices.

Cuando los últimos ecos de sus zancadas se perdieron en la distancia, el hombretón y el kender se alejaron en sentido opuesto. No obstante antes de iniciar la marcha, Tas arrancó su cuchillo del inerte cuerpo de Argat.

—En una ocasión dijiste que mi arma sólo servía para cazar conejos —acusó a su amigo mientras, orgulloso, limpiaba la sangre de la hoja y afianzaba ésta en su cinto.

—No menciones a esos animales —le atajó el guerrero con un acento tan extraño, tan seco, que el hombrecillo le miró y quedó paralizado al notar la mortal lividez que desteñía sus normalmente encarnados pómulos.

16

El Portal

Aquél era su gran momento, el que estaba predestinado a vivir desde que naciera. Por él había soportado el dolor, las humillaciones, la angustia; para poder saborearlo, había estudiado, luchado, y matado. Era su fin último, el que justificaba todos los medios.

No se precipitó, dejó que el poder se enseñorease de su espíritu, de sus órganos, que le cercase y elevase. Ningún sonido, ningún objeto, nada en el mundo existía salvo el Portal y la magia.

Sin embargo, aunque estaba exultante, no descuidó su tarea. Sus ojos examinaron el acceso, todos sus detalles por insignificantes que fueran. No era necesaria tanta concentración, lo había visto un millar de veces en sueños y en sus largos períodos de duermevela. Además, los sortilegios que habían de abrirlo eran sencillos. Lo único que debía hacer era propiciar mediante la frase correcta a cada uno de los cinco dragones que lo custodiaban, elaborar un orden adecuado. En cuanto pronunciase sus hechizos y la sacerdotisa suplicase a Paladine que mantuviera franca la entrada, podrían traspasarla.

La hoja se cerraría luego tras ellos, y se enfrentaría al mayor desafío que jamás pudo imaginar.

Esta idea le excitaba. Los acelerados latidos de su corazón proporcionaban un ritmo inaudito a su sangre, palpitaban en sus sienes y en su garganta. Miró a Crysania para indicarle, mediante un gesto de asentimiento, que había llegado la hora.

La dama, arrebolada la faz y con el éxtasis de sus plegarias reflejado en el brillante lustre de sus pupilas, ocupó su lugar bajo el dintel mismo del Portal, frente a Raistlin. Requería tal movimiento que depositara en él una confianza absoluta, inalterable. Un simple error en la cadencia de una sílaba, una pausa a destiempo al recitar los versículos, un desliz en la inflexión o un gesto inapropiado significaría el fracaso, entrañaría un fatal desenlace para ella y, también, para el nigromante.

De ese modo habían pretendido proteger la puerta los antiguos magos, guardarla de incursiones, ya que ellos, en su necedad, no habían sabido sellarla. En efecto, un practicante de las artes oscuras que hubiera cometido las infames acciones en las que, no les cabía la menor duda, debía incurrir antes de arribar a este punto, y un clérigo de Paladine —puro en su fe y en su alma— no podían aliarse nunca. Al menos, a ellos se les antojó una suposición irrisoria que criaturas tan opuestas se apoyasen implícitamente en este ni en ningún otro empeño.

Había ocurrido en una ocasión cuando, vinculados por el falso embrujo de uno y la pérdida de le del otro, Fistandantilus y Denubis se presentaron en el linde del más allá. Las precauciones de los hechiceros no habían producido entonces el fruto deseado y, por lo que podía deducirse, pronto volverían a frustrarse sus esperanzas. A pesar de su sapiencia, no habían sido capaces de prever que un sentimiento como el amor, un amor impío y prohibido, obraría el milagro de unir a dos humanos antagónicos.

Mientras se situaba en el marco del Portal, Crysania contempló a Raistlin por última vez en aquel plano de existencia y le dedicó una sonrisa. El nigromante respondió a su saludo, al tiempo que se formaban en su mente las palabras del primer sortilegio.

La sacerdotisa extendió los brazos. Su vista no recogía ya la imagen del mago sino que, a través de él, se extraviaba en busca del reino intangible que habitaba su divinidad. Había escuchado las exigencias del Príncipe de los Sacerdotes, conocía su falta, la arrogancia que le había llevado a reclamar lo que debería haber suplicado con humildad.

En aquel instante, comprendió por qué los dioses, en su justa ira, habían dictaminado la destrucción de Krynn. Una voz en sus entrañas le decía que Paladine respondería a sus preces, que no permanecería indiferente como cuando profiriera sus imperiosas órdenes el dignatario de Istar. Aquél era el momento de mayor gloria de Raistlin, y también el suyo.

Al igual que Huma, el Gran Caballero, había superado sus pruebas, el fuego, la oscuridad, la muerte y la sangre. Ahora se sentía en plenas facultades.