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El atacado lanzó un bramido y, bajo su negro atavío, todo su ser se retorció en espasmos de agonía.

Caramon oyó el alarido de su gemelo y Crysania, al advertir cómo se contraía el rostro del hombretón, reanudó sus protestas. Pero él, aunque un sudor gélido bañaba su frente, movió la cabeza negativamente y siguió atenazando a su presa.

La víctima de los engendros vivientes volvió a vociferar. El guerrero se estremeció y la Hija Venerable sintió una prometedora relajación de su zarpa. Depositó presta el disco de platino en el suelo para, ya libres sus brazos, propinarle una lluvia de golpes, mas en cuanto se separó del talismán la luz de éste se apagó por completo y se sumieron en la negrura. De manera súbita, alguien tiró de Caramon, arrastrándolo hacia un lugar ignoto. Sus enloquecidas quejas se entremezclaron con las de su hermano.

Acelerado su palpito hasta lo indescriptible, con la mente hecha un torbellino, Crysania intentó incorporarse al mismo tiempo que registraba el suelo en busca del Medallón.

Sintió la proximidad de un rostro y, convencida de que era el gladiador, la dama alzó la mirada. No era él, sino una cabeza que flotaba suspendida a pocos centímetros.

—¡No! —se desesperó, incapaz de moverse. Aquel ente absorbía la vida de sus miembros, de su corazón. Unas manos descarnadas apretaron sus brazos para atraerla, unos labios exangües se entreabrieron, sedientos de calor.

—Paladine —quiso rezar, mas la letal criatura había insensibilizado su espíritu.

Oyó, en una confusa lontananza, que una voz entonaba un salmo en el lenguaje de la magia. Estalló la luz a su alrededor, y la cabeza que la acechaba se desvaneció entre aterradores jadeos. Una vez se disolvieron las garras que la paralizaban, la sacerdotisa olfateó los efluvios acres del azufre y comenzó a vislumbrar la causa del prodigio.

Shirak —susurró un ser vivo, en un acento inconfundible. En el mismo instante, sucedió a la explosión un leve destello que bastaba para difuminar las sombras más densas.

—¡Raistlin! —se regocijó Crysania.

Apoyándose en sus palmas y rodillas, bamboleante, la mujer culebreó a través de la chamuscada roca hacia el mago, que yacía boca arriba y respiraba pesadamente. Blandía el Bastón de Mago, de cuya bola de cristal irradiaba un tenue centelleo que recortaba las garras reptilianas de su engarce.

—Raistlin, ¿te encuentras mejor?

Arrodillóse a su lado a fin de examinar su anguloso y pálido semblante. El aludido alzó los párpados y asintió en un mudo ademán antes de estirar la mano y, abrazándola, acariciar su sedoso cabello azabache. La extraña calidez de su cuerpo, los latidos de su sangre, conjuraron el frío que entumecía a la sacerdotisa.

—No tengas miedo —la consoló al notar sus temblores—. No nos harán ningún daño ahora que me han reconocido. ¿Estás herida?

La dama no pudo articular ni una palabra; se limitó a negar con un significativo gesto y cerró los ojos, abandonada a su benéfico contacto. Cuando, reconfortada, se dejaba acunar por los flexibles dedos que ensortijaban su melena, una palpable tensión en el cuerpo del hechicero rompió el embrujo.

En una actitud que denotaba disgusto, Raistlin la agarró por los hombros y la apartó.

—Relátame lo ocurrido —le urgió, aún débil.

—Me desperté aquí —repuso ella, si bien tuvo un ligero desfallecimiento al revivir la experiencia y también a causa de las sensaciones que le inspiraba la proximidad del mago—. Oí gritar a Caramon —prosiguió, al ver la impaciencia reflejada en los rasgos de su interlocutor—. Cuando acudió a su llamada…

—¿Mi hermano se halla en esta sala? —la interrumpió Raistlin, con los ojos desorbitados—. Ignoraba que el encantamiento le hubiese transportado con nosotros. Me sorprende que haya resistido el viaje. ¿O quizá no? —agregó al distinguir el contorno del hombretón desplomado en el suelo—. ¿Qué le ha pasado?

—Mi hechizo le dejó ciego —declaró Crysania, ruborizándose—. No era tal mi intención, pero no podía permitir que te matase en aquel tétrico laboratorio del Templo de Istar, unos minutos antes de que sobreviniera el Cataclismo.

—¡Tus poderes han nublado su visión! —exclamó el nigromante, perplejo—. ¡El mismo Paladine le ha infligido un castigo a través de tus oraciones! Resulta irónico.

Prorrumpió en carcajadas, que resonaron en la hueca piedra y, al hacerlo, sumieron a la sacerdotisa en un terror nuevo, desconocido. Sin embargo, pronto las risas sofocaron a quien las profería. Se llevó el mago las manos a la garganta, en un esfuerzo denodado por respirar.

Crysania observó, inerme, los espasmos de Raistlin, hasta que se normalizaron sus inhalaciones.

—Continúa —le dijo éste, ya más sereno aunque ostensiblemente irritado consigo mismo.

—Deseaba comprobar la causa de sus alaridos —explicó la dama, retomando el hilo de su historia—, mas las tinieblas me impedían actuar. Entonces me acordé del Medallón de Platino y, bajo su luz, lo descubrí en un rincón apartado. Constaté su ceguera, y al rato oteé el entorno y reparé en tu figura inerte. Tratamos ambos de despertarte, sin resultado. Caramon me rogó que le describiera la habitación y, al espiar las sombras, se me aparecieron esos repugnantes engendros que… —Un involuntario estremecimiento selló sus labios.

—No te detengas —le instó Raistlin.

—En presencia de los espectros los resplandores del talismán comenzaron a amortiguarse —murmuró la dama tras un corto intervalo—, y sus cuerpos translúcidos cerraron filas en un implacable avance. Incapaz de rechazar su ataque, te llamé. Usé el nombre de Fistandantilus, lo que provocó una tregua expectante. En aquel momento —su pavor se trocó en cólera—, Caramon me arrojó al suelo, musitando algo sobre la necesidad de que las criaturas te vieran tal como existes en su plano de negrura. Cuando la luz de Paladine cesó de alumbrarte, se abalanzaron al unísono…

Enterró el rostro entre las manos al rememorar los bramidos del mago, y enmudeció.

—¿Eso dijo mi gemelo? —intervino Raistlin con su peculiar tono de voz.

La sacerdotisa salió de su aislamiento para contemplarlo, desconcertada por el tono, mezcla de admiración y pasmo, que había empleado.

—Sí —corroboró fríamente—. ¿Por qué?

—Porque ha salvado nuestras vidas —apuntó el nigromante, de nuevo cáustico—. No imaginaba que a un botarate como él pudieran ocurrírsele ideas tan atinadas. Deberías prolongar su ceguera, puesto que le despeja el cerebro.

Intentó sonreír, pero la tentativa degeneró en una tos que casi lo asfixió. Crysania dio un paso al frente, resuelta a ayudarle. Refrenó su impulso una mirada imperativa del mago, remiso a aceptar el concurso de nadie, pese al flagelo de dolor que le consumía. Arqueó la espalda para ocultarse de ella, hasta que se hubo mitigado el ataque y pudo incorporarse, recobrando en apariencia la compostura.

Su debilitamiento se hacía patente en los labios manchados de sangre, en la crispación de sus manos y en su resuello, rápido y entrecortado. Cuando parecía recuperado, un acceso aún más virulento que los anteriores dio con sus huesos en la desnuda roca.

—En una ocasión afirmaste que los dioses no podían sanarte —aventuró la sacerdotisa—. Pero no tardarás en morir, Raistlin, y me gustaría hacer algo para aliviar tu dolencia. Dime solamente qué necesitas; si está a mi alcance, obedeceré tus instrucciones.

No osó tocarlo; durante un breve lapso reinó en la cámara un silencio sepulcral que no alteraban sino las penosas exhalaciones del hechicero. Al fin, agotadas casi sus energías, el postrado le hizo a la dama una señal para que se acercara. Ella se inclinó sobre su cuerpo y Raistlin rozó su pómulo, invitándola a aplicar el oído a sus labios. Su aliento era cálido, tanto que la sacerdotisa se estremeció al sentirlo en su piel.