Выбрать главу

Se hizo el silencio, hasta que alguien propuso:

—Existe un medio de cerciorarse.

—Es peligroso. Está débil, podríamos matarle.

—¡Tenemos que saberlo! Es preferible que él perezca a que nosotros defraudemos a Su Oscura Majestad.

—Sí. Su muerte podría explicarse, su vida quizá no.

Un dolor lacerante penetró las esferas donde su desmayo le había sumido, como témpanos de hielo que traspasaran su cerebro. Raistlin se debatió en las brumas del cansancio, de la enfermedad, para recobrar unos instantes el conocimiento.

Abrió los ojos, y el pánico estuvo a punto de asfixiarlo cuando atisbo dos lívidas cabezas que flotaban frente a él, acechándolo a través de unas cuencas oculares que únicamente reflejaban vastas tinieblas. Tenían las manos sobre su pecho, y el contacto de aquellos gélidos dedos desgarraba su espíritu.

Al escrutar aquellos portentosos alvéolos, el mago supo qué pretendían y le asaltó un súbito terror.

—¡No! —se rebeló sin resuello—. No volveré a vivir esa experiencia.

—Has de hacerlo, no existe otra manera de averiguar la verdad —sentenció, imperturbable, uno de los espectros.

Frente a semejante ultraje, el hechicero se encolerizó. Tras ensayar una maldición, intentó levantar los brazos del suelo a fin de arrancar los fantasmales miembros de su túnica. Fue inútil. Sus músculos rehusaron obedecer, tan sólo consiguió estirar un dedo.

La rabia, la angustia y un sentimiento de honda frustración excitaron su necesidad de gritar; pero nadie oyó su alarido, ni siquiera él mismo. Las garras apretaron su torso, cual acerados puñales, y se zambulló no en la penumbra, sino en los recuerdos.

No se recortaba ningún ventanal en la sala de estudio donde los siete aprendices de hechicería trabajaban aquella mañana. No se admitía el paso de los rayos solares ni tampoco de los haces de las dos lunas, la de plata y la encarnada, Solinari y Lunitari. En cuanto al tercer satélite, el negro, al igual que en el resto de Krynn se sentía su presencia sin verla.

Iluminaban la estancia una serie de velas de cera encajadas en pedestales argénteos que, a su vez, descansaban en las mesas. De este modo, los soportes individuales podían utilizarse y transportarse según la conveniencia de cada aprendiz.

La sala de estudio era la única en el gran castillo de Fistandantilus que se alumbraba mediante candelas. En todas las restantes, unos globos de cristal alimentados por arte de encantamiento surcaban el aire, derramando unos fulgores mágicos capaces de mitigar la lóbrega penumbra que bañaba la fortaleza de modo permanente. Si no se empleaba tal sistema en la habitación consagrada a las prácticas de los novicios era, además de las razones prácticas expuestas, porque la luz de las bolas ígneas se apagaba en el momento de traspasar su umbral. ¿Cuál era el motivo de este fenómeno? Simplemente, que envolvía la estancia un hechizo constante de neutralización arcana, de efecto imperecedero. De ahí que se recurriera a procedimientos más primarios y se excluyera cualquier influencia de los astros, tanto del sol como de la luna, susceptible de alterar las peculiares condiciones del estudio.

Seis de los aprendices estaban sentados codo con codo en torno a una mesa, parloteando unos mientras los otros se concentraban en su quehacer. El séptimo se hallaba solo, apartado, en un escritorio situado en el extremo opuesto. De vez en cuando un miembro del grupo alzaba la cabeza y lanzaba una inquieta mirada al que permanecía aislado para, en el acto, volver a bajarla, pues, quienquiera que fuese el espía, el singular personaje le escrutaba en una actitud retadora.

Al séptimo novicio le divertía la situación, incluso tenía una leve sonrisa en los labios. Raistlin no había gozado de muchos entretenimientos durante los meses que llevaba alojado en el castillo de Fistandantilus, ni le había resultado fácil adaptarse. No había tenido ninguna dificultad para mantener el engaño y evitar que el archimago adivinase su auténtica identidad; le bastó con no invocar sus poderes y comportarse como aquellos ignorantes que se afanaban en complacer a su superior a fin de ganarse su confianza, de ascender al rango de acólito personal.

El disimulo era a Raistlin lo que la sangre a las venas, algo indisociable. Incluso gozaba de aquellos juegos competitivos que le enfrentaban a sus supuestos compañeros, limitándose a superarlos sin excesivos alardes, con el único objeto de ponerlos nerviosos y pillarlos desprevenidos. También disfrutaba en sus intercambios con Fistandantilus. Notaba que el archimago lo espiaba, y sabía cuáles eran sus pensamientos: «¿Quién es este aprendiz? ¿De dónde procede ese poder que arde en sus entrañas, y que no consigo definir?».

En ocasiones descubría al maestro examinando su rostro, ávido de respuestas. Sin duda, sus rasgos se le antojaban familiares, y este hecho no hacía sino aumentar su suspicacia.

No obstante, y pese al placer que hallaba en tales escaramuzas, Raistlin no podía evitar que sus cabalas le transportasen, con más frecuencia de la deseable, a un tiempo en el que sólo conoció la desdicha. Por un capricho de su memoria, siempre que se complacía en su astucia venía a nublar su momentánea exaltación el recuerdo de su adolescencia, la época más ingrata de toda su vida.

Ya en la escuela de artes arcanas, los estudiantes con los que compartió sus primeros balbuceos le impusieron el apodo de «el Taimado». No inspiraba afecto, ni menos aún confianza, incluso su tutor recelaba de su talante evasivo. Así, el futuro hechicero tuvo una juventud solitaria, amarga. Si bien era cierto que Caramon cuidaba de él, su amor era tan paternal y asfixiante que aceptaba mejor la inquina de los otros muchachos.

Ahora, aunque desdeñaba a aquellos necios por su servilismo frente a su traicionero superior que, al final, mataría sin contemplaciones al elegido, y aunque se divertía provocándolos y poniéndolos en ridículo, en ocasiones sentía un doloroso aguijón, en la soledad de la noche, cuando les oía reír juntos en la alcoba vecina.

En uno de aquellos accesos de despecho se dijo, disgustado, que tales nimiedades estaban por debajo de su categoría y de sus propósitos. Debía concentrarse, conservar intactas sus fuerzas, si quería obtener el éxito. Se repitió hoy sus amonestaciones, consciente de que dentro de unos minutos Fistandantilus elegiría a su acólito particular.

«Vosotros seis abandonaréis el castillo —pensó el mago—. Saldréis de aquí inflamados de resentimiento y desprecio, nunca sabréis que uno de vosotros me debe la vida».

La puerta de la sala de estudio se abrió con un áspero chirriar, propagando espasmos de alarma en el grupo de figuras ataviadas de negro que se reunían en torno a la mesa. Raistlin los contempló impávido, esbozada en sus labios una aviesa sonrisa que era un perfecto reflejo de la mueca exhibida por el ceniciento rostro que, altivo, se recortaba en el umbral.

La mirada centellante del archimago paseó de hito en hito entre los seis jóvenes, tan irresistible que éstos, uno tras otro, palidecieron y bajaron las encapuchadas cabezas a la vez que sus dedos jugueteaban con los ingredientes de sus hechizos o bien se retorcían encrespadas a causa del nerviosismo.

Concluido su examen, Fistandantilus posó los ojos en el séptimo aprendiz, el más adusto, que se mantenía al margen de los otros. Raistlin alzó la vista y le devolvió el escrutinio mientras su sonrisa, perdida su ambigüedad, se tornaba abiertamente burlona. Ni siquiera parpadeó, y tal actitud movió al maestro a enarcar las cejas. Irritado, cerró la puerta con violencia en medio de las muestras de sobresalto de los acólitos, a quienes la brusca interrupción del silencio había dejado sin resuello.

El nigromante avanzó hacia el centro de la estancia, con paso lento e inseguro. Se apoyaba en un bastón, y sus viejos huesos crujieron cuando se acomodó en una silla. Ojeó de nuevo al sexteto de aprendices que permanecían sentados frente a él y, al reparar en sus cuerpos jóvenes, sanos, alzó una de sus marchitas manos para asir el colgante que pendía de una pesada cadena alrededor de su cuello. Era una alhaja de extraño aspecto, consistente en un rubí de forma ovalada y engarzado en una lisa montura de plata.