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—Era hijo de un Rey y al nacer él su madre ya tenía los cabellos blancos —recordó Joáo Abade—. Nació por un milagro, si se llaman también milagros los del Diablo. Ella había hecho pacto para que Roberto pudiera nacer. ¿No es ése el comienzo? —No —dijo el Enano, con una seguridad que provenía de toda una vida contando esa historia que ya no se acordaba cuándo ni dónde había aprendido y que él había llevado y traído por los pueblos, referido cientos, miles de veces, alargándola, acortándola, embelleciéndola, entristeciéndola, alegrándola, dramatizándola, de acuerdo al estado de ánimo del cambiante auditorio. Ni Joáo Abade podía enseñarle a él el comienzo—. Su madre era estéril y vieja y tuvo que hacer pacto para que Roberto naciera, sí. Pero no era hijo de Rey sino de Duque.

—Del Duque de Normandía —admitió Joáo Abade—. Cuéntala de una vez. —¿Lloró? —oyó, como venida del otro mundo, la voz que tanto conocía, esa voz siempre asustada, y a la vez curiosa, chismosa, entrometida—. ¿Oyendo la historia de Roberto el Diablo?

Sí, había llorado. En algún momento, tal vez cuando las grandes matanzas e iniquidades,

cuando, poseído, empujado, dominado por el espíritu de destrucción, fuerza invisible que no podía resistir, Roberto hundía la faca en los vientres de las mujeres embarazadas o degollaba a los recién nacidos («Lo que quiere decir que era sureño, no nordestino», precisaba el Enano) y empalaba a los campesinos y prendía fuego a las cabañas donde dormían las familias, él había advertido que el Comandante de la Calle tenía brillo en los ojos, un espejeo en las mejillas, temblor en la barbilla y ese subir y bajar de su pecho. Desconcertado, atemorizado, el Enano se calló —¿cuál podía ser su error, su olvido? — y miró ansioso a Catarina, esa figurilla tan escuálida que parecía no ocupar espacio en el reducto de la calle del Niño Jesús, donde Joáo Abade lo había llevado. Catarina le indicó con un gesto que siguiera. Pero Joáo Abade no lo dejó:

—¿Era su culpa lo que hacía? —dijo, transformado—. ¿Era su culpa cometer tantas crueldades? ¿Podía hacer otra cosa? ¿No estaba pagando la deuda de su madre? ¿A quién debía cobrarle el Padre esas maldades? ¿A él o a la Duquesa? —Clavó los ojos en el Enano, con una angustia terrible —: Responde, responde.

—No sé, no sé —tembló el Enano—. No está en el cuento. No es mi culpa, no me hagas nada, sólo soy el que cuenta la historia.

—No te va a hacer nada —susurró la mujer que parecía espíritu—. Sigue contando, sigue.

Él había seguido contando, viendo cómo Catarina le secaba los ojos a Joáo Abade con el ruedo de su falda, cómo se acuclillaba a sus pies y le pasaba las manos por las piernas y apoyaba su cabeza en sus rodillas, para hacerlo sentir acompañado. No había vuelto a llorar, ni a moverse, ni a interrumpirlo hasta ese final que, a veces, ocurría con la muerte de Roberto el Santo convertido en piadoso ermitaño, y, a veces, con Roberto calzándose la corona que mereció al descubrirse que era hijo de Ricardo de Normandía, uno de los Doce Pares de Francia. Recordaba que al terminar esa tarde —¿o esa noche? — Joáo Abade le había agradecido la historia. Pero ¿cuándo, en qué momento fue aquello? ¿Antes de que llegaran los soldados, cuando la existencia era tranquila y Belo Monte parecía el sitio para pasar la vida? ¿O cuando la vida se volvió muerte, hambre, ruina, miedo?

—¿Cuándo fue, Jurema? —preguntó, ansioso, sin saber por qué era tan impostergable situar aquello exactamente en el tiempo—. Miope, miope, ¿fue al principio o al final de la función?

—¿Qué tiene? —oyó que decía una de las Sardelinhas. —Fiebre —contestó Jurema, abrazándolo. —¿Cuándo fue? —dijo el Enano—. ¿Cuándo fue?

—Está delirando —oyó que decía el miope y sintió que le tocaba la frente, lo acariñaba en el pelo y en la espalda.

Lo oyó estornudar, dos, tres veces, como siempre que algo lo sorprendía, divertía o asustaba. Ahora sí podía estornudar. Pero no lo había hecho la noche que huían, esa noche en la que un estornudo le habría costado la vida. Lo imaginó en una función de pueblo, estornudando veinte, cincuenta, cien veces, como la Barbuda se tiraba los pedos en el número de los payasos, con registros y tonalidades altas, bajas, largas, cortas, y le dieron también ganas de reírse, como el público que asistía al espectáculo. Pero no tuvo fuerzas.

—Se ha dormido —oyó que decía Jurema, acomodándole la cabeza entre sus piernas—. Mañana estará bien.

No estaba dormido. Desde el fondo de esa ambigua realidad de fuego y hielo que era su cuerpo encogido en la oscuridad de la gruta, siguió oyendo todavía el relato de Antonio el Fogueteiro, reproduciendo, viendo ese fin del mundo que él ya había anticipado, conocido, sin necesidad de que ese resucitado de entre los carbones y los cadáveres se lo relatara. Y pese a lo mal que se sentía, a los escalofríos, a lo lejos que le parecía estar de quienes hablaban a su lado, en la noche del sertón bahiano, en ese mundo ya sin Canudos y sin yagunzos, y que pronto estaría también sin soldados cuando los que habían cumplido su misión acabaran de irse, y esas tierras volvieran a su orgullosa y miserable soledad de siempre, el Enano se había interesado, impresionado, asombrado con lo que Antonio el Fogueteiro refería.

—Se puede decir que resucitaste —oyó a Honorio, el Vilanova que hablaba tan rara vez

que cuando lo hacía parecía su hermano.

—Se puede —repuso el Fogueteiro—. Pero no estaba muerto. Ni siquiera herido de bala. No sé, tampoco eso sé. No tenía sangre en el cuerpo. Quizá me cayó una piedra en la cabeza. Pero nada me dolía, tampoco.

—Te desmayaste —dijo Antonio Vilanova—. Como se desmayaba la gente, en Belo Monte. Te creyeron muerto y eso te salvó.

—Eso me salvó —repitió el Fogueteiro—. Pero no sólo eso. Porque cuando desperté y me vi en medio de los muertos, también vi que los ateos iban rematando a los tumbados con las bayonetas o a balazos si se movían. Pasaron a mi lado, muchos, y ninguno se agachó a comprobar si estaba muerto.

—O sea que estuviste todo un día haciéndote el muerto —dijo Antonio Vilanova. —Sintiéndolos pasar, rematar a los vivos, acuchillar a los prisioneros, dinamitar las paredes —dijo el Fogueteiro—. Pero eso no era lo peor. Lo peor eran los perros, las ratas, los urubús. Se comían a los muertos. Los oía escarbar, morder, picotear. Los animales no se engañan. Saben quién está muerto y quién no está. Los urubús, las ratas, no se comen a los vivos. Mi miedo eran los perros. Ése fue el milagro: también me dejaron en paz.

—Tuviste suerte —dijo Antonio Vilanova—. ¿Y ahora, qué vas a hacer? —Volver a Mirandela —dijo el Fogueteiro—. Allá nací, allá me crié, allá aprendí a hacer cohetes. No sé, tal vez. ¿Y ustedes?

—Iremos lejos de aquí —dijo el ex–comerciante—. A Assaré, tal vez. De allá vinimos, allá comenzamos esta vida, huyendo, como ahora, de la peste. De otra peste. Quizá volvamos a terminar todo donde comenzó. ¿Qué otra cosa podemos hacer? —Seguramente —dijo Antonio el Fogueteiro.

Ni cuando le dicen que corra el puesto de mando del General Artur Osear, si quiere echar un vistazo a la cabeza del Consejero antes que el Teniente Pinto Souza se la lleve a Bahía, deja el Coronel Geraldo Macedo, jefe del Batallón de Voluntarios de la Policía Bahiana, de pensar en aquello que lo obsesiona desde el fin de la guerra: ¿Quién lo ha visto? ¿Dónde está? Pero, como todos los jefes de Brigada, Regimiento y Batallón (a los oficiales de menos grado no se les concede ese privilegio) va a contemplar lo que queda de ese hombre que ha matado y hecho morir a tanta gente y al que, sin embargo, según todos los testimonios, nunca nadie vio coger personalmente un fusil ni una faca. No ve gran cosa, por lo demás, porque han metido la cabeza en una bolsa de yeso debido a su descomposición: sólo unas matas de pelo grisáceas. Apenas hace acto de presencia en la barraca del General Osear, a diferencia de otros oficiales que se quedan allí, felicitándose por el fin de la guerra y haciendo planes para el futuro ahora que regresan a sus ciudades y a sus familias. El Coronel Macedo posa un instante sus ojos sobre esa maraña de pelos, se retira sin hacer el menor comentario, y vuelve a internarse en el humeante amontonamiento de ruinas y cadáveres.