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— ¡O sea que mis órdenes no se obedecen! ¡O sea que, en lugar de buscar al bandido, permiten que la gente se ponga a pelear! ¿No he dicho que eviten las peleas? Pero sus órdenes se han respetado a la letra. Patrullas de policías bahianos han estado recorriendo Canudos hasta que el comando las hizo retirar, para que entraran en acción los zapadores. El incidente ha surgido, justamente, con una de esas patrullas que buscaban el cadáver de Joáo Abade, tres bahianos que, siguiendo la barrera del cementerio y las Iglesias, fueron hasta esa depresión que debió ser alguna vez un arroyo o brazo de río y que es uno de los puntos donde se hallan concentrados los prisioneros, esos pocos centenares de personas que son ahora casi exclusivamente niños y mujeres, porque los hombres que había entre ellos ya fueron pasados a faca por la cuadrilla del Alférez Maranháo, de quien se dice que se ha ofrecido como voluntario para esa misión porque los yagunzos emboscaron hace unos meses a su compañía, dejándolo con ocho hombres válidos de cincuenta que eran. Los policías bahianos se acercaron a preguntar a los prisioneros si sabían algo de Joáo Abade y en eso uno de ellos reconoció, en una prisionera, a una pariente del pueblo de Mirangaba. Al verlo abrazar a una yagunza, el Alférez Maranháo comenzó a insultarlo y a decir, señalándolo, que ahí estaba la prueba de cómo los policías del Cazabandidos, pese a llevar uniforme republicano, eran traidores de alma. Y cuando el policía trató de protestar, el Alférez, en un arrebato de cólera, lo tumbó al suelo de un puñetazo. Él y sus dos compañeros fueron corridos por los gauchos de la cuadrilla, que desde lejos los llamaban «¡yagunzos!». Han vuelto al campamento temblando de cólera, y alborotado a sus compañeros que, desde hace una hora, murmuran y quieren ir a tomarse el desquite de esos insultos. Era lo que el Coronel Geraldo Macedo esperaba: un incidente, igual a veinte o treinta otros, ocurridos por lo mismo y casi con las mismas palabras.

Pero, esta vez, a diferencia de todas las otras veces, en que calma a sus hombres y, a lo más, presenta una queja al General Barboza, jefe de la Primera Columna a la que está adscrito el Batallón de Voluntarios de la Policía Bahiana, o al propio Comandante de las

Fuerzas Expedicionarias, General Artur Osear, si considera el asunto muy serio, Geraldo Macedo siente un burbujeo curioso, sintomático, uno de aquellos pálpitos a los que debe la vida y los galones.

—Ese Maranháo no es un tipo que merezca respeto —comenta, lamiéndose con rapidez el diente de oro—. Pasarse las noches despescuezando prisioneros no se puede decir que sea oficio de soldado, sino más bien de carnicero. ¿No les parece?

Sus oficiales quedan quietos, se miran entre ellos y, mientras habla y se lame el diente dorado, el Coronel Macedo nota la sorpresa, la curiosidad, la satisfacción en las caras del Capitán Souza, del Capitán Jerónimo, del Capitán Tejada y del Teniente Soares. —Así que no creo que un carnicero gaucho se pueda dar el lujo de maltratar a mis hombres, ni de llamarnos traidores a la República —añade—. Su obligación es respetarnos. ¿No es verdad?

Sus oficiales no se mueven. Sabe que hay en ellos sentimientos encontrados, alegría por lo que sus palabras dejan suponer y cierta inquietud.

—Espérenme aquí, nadie dé un paso fuera del campamento —dice, echándose a andar. Y como sus subordinados protestan al mismo tiempo y exigen acompañarlo, los contiene secamente —: Es una orden. Voy a arreglar este problema solo.

No sabe qué va a hacer, cuando sale del campamento, seguido, apoyado, admirado por los trescientos hombres, cuyas miradas siente a la espalda como una presión cálida; pero va a hacer algo, porque ha sentido rabia. No es un hombre rabioso, no lo fue ni siquiera de joven, a esa edad en que todos son rabiosos, y más bien ha tenido fama de no inmutarse sino en raras ocasiones. La frialdad le ha salvado la vida muchas veces. Pero ahora tiene rabia, un cosquilleo en el vientre que es como el chasquido de la mecha que antecede al estallido de una carga de pólvora. ¿Tiene rabia porque ese cortador de pescuezos lo llamó Cazabandidos y traidores a la República a los voluntarios bahianos, por que abusó de sus policías? Ésa es la gota que colma el vaso. Camina despacio, mirando los cascajos la tierra agrietada, sordo a las explosiones que demuelen Canudos, ciego a las sombras de los urubús que trazan círculos sobre su cabeza y, entretanto, sus manos, en un movimiento autónomo, veloz y eficiente como en sus buenos tiempos, pues los años han ajado algo su piel y encorvado un poco su espalda, pero no embotado sus reflejos ni la agilidad de sus dedos, saca el revólver de la cartuchera, lo abre, verifica si hay seis proyectiles en los seis orificios del tambor, y lo vuelve a su funda. La gota que colma el vaso. Porque ésta, que iba a ser la mejor experiencia de su vida, la coronación de esa arriesgada carrera hacia la respetabilidad, ha resultado, más bien, una serie de desilusiones y disgustos. En vez de ser reconocido y bien tratado, como jefe de un Batallón que representa a Bahía en esta guerra, ha sido discriminado, humillado y ofendido, en su persona y en sus hombres y ni siquiera le han dado la oportunidad de mostrar lo que vale. Su única proeza ha sido hasta ahora demostrar paciencia. Un fracaso esta campaña, al menos para él. Ni se da cuenta de los soldados que se cruzan en su camino y lo saludan.

Cuando llega a la depresión del terreno donde están los prisioneros, divisa, fumando, mirándolo venir, al Alférez Maranháo, rodeado de un grupo de soldados con esos pantalones bombachos que usan los regimientos gauchos. El Alférez tiene un físico nada imponente, una cara que no delata ese instinto cuchillero al que da rienda suelta en las noches: bajito, delgado, de piel clara, pelos rubios, bigotitos bien recortados y unos ojos azulinos que, de entrada, parecen angelicales. Mientras va hacia él, sin apurarse, sin que una contracción o sombra indique en su cara de rasgos indios pronunciados qué pretende hacer —algo que ni siquiera él sabe — el Coronel Geraldo Macedo comprueba que los gauchos que rodean al Alférez son ocho, que ninguno carga fusil —los tienen alineados en dos pirámides, junto a una barraca — y sí, en cambio, cuchillos a la cintura, igual que Maranháo, quien, además, lleva cartuchera y pistola. El Coronel atraviesa la superficie apretada, aplastada, de espectros femeninos. En cuclillas, tumbadas, sentadas, reclinadas unas contra otras igual que los fusiles de los soldados, la vida parece refugiada únicamente en los ojos que lo miran pasar, de las mujeres prisioneras. Tienen niños en brazos, faldas, atados a la espalda o tendidos a su lado en el suelo. Cuando está a un par de metros, el Alférez Maranháo arroja el cigarrillo y se pone en posición de firmes. —Dos cosas, Alférez —dice el Coronel Macedo, tan cerca de él que el aire de sus

palabras debe soplarle al sureño en la cara como un vientecito tibio—. La primera: averigüe entre las prisioneras dónde murió Joáo Abade, o, si no murió, qué ha sido de él. —Ya han sido interrogadas, Excelencia —dice el Alférez Maranháo, con docilidad—. Por un teniente de su Batallón. Y luego por tres policías, a los que tuve que reprender por insolentes. Supongo que le han informado. Ninguna sabe nada de Joáo Abade. —Probemos de nuevo, a ver si tenemos más suerte —dice con el mismo tono Geraldo Macedo: neutro, impersonal, contenido, sin rastro de animosidad—. Quiero que las interrogue en persona.

Sus ojitos pequeños, oscuros, con patas de gallo en las esquinas, no se apartan de los ojos claros, sorprendidos, desconfiados, del joven oficial; no estañean, no se mueven a derecha ni a izquierda. El Coronel Macedo sabe, porque se lo dicen sus oídos o su intuición, que los ocho soldados de su derecha, se han puesto rígidos y que los ojos de todas las mujeres están letárgicamente posados en él.