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—No soy de la Comisión, sino del Jornal de Noticias, de Bahía —dice el hombre. Es distinto a los funcionarios y al médico del batín blanco con los que ha venido. Joven, miope, con anteojos espesos. No toma notas con un lápiz sino con una pluma de ganso. Viste un pantalón descosido, una casaca blancuzca, una gorrita con visera y toda su ropa resulta postiza, equivocada, en su figura sin garbo. Sostiene un tablero en el que hay varias hojas de papel y moja la pluma de ganso en un tintero, prendido en la manga de su casaca, cuya tapa es un corcho de botella. Su aspecto es, casi, el de un espantapájaros.

—He viajado seiscientos kilómetros sólo para hacerle estas preguntas, Teniente Pires Ferreira —dice. Y estornuda.

Joáo Grande nació cerca del mar, en un ingenio del Reconcavo, cuyo dueño, el caballero Adalberto de Gumucio, era gran aficionado a los caballos. Se preciaba de tener los alazanes más briosos y las yeguas de tobillos más finos de Bahía y de haber logrado estos especímenes sin necesidad de sementales ingleses, mediante sabios apareamientos que él mismo vigilaba. Se preciaba menos (en público) de haber conseguido lo mismo

con los esclavos de la senzala, para no remover las aguas turbias de las disputas que esto le había traído con la Iglesia y con el propio Barón de Cañabrava, pero lo cierto era que con los esclavos había procedido ni más ni menos que con los caballos. Su proceder era dictado por el ojo y la inspiración. Consistía en seleccionar a las negritas más ágiles y mejor formadas y en amancebarlas con los negros que por su armonía de rasgos y nitidez de color él llamaba más puros. Las mejores parejas recibían alimentación especial y privilegios de trabajo a fin de que estuvieran en condiciones de fecundar muchas veces. El capellán, los misioneros y la jerarquía de Salvador habían amonestado repetidas veces al caballero por barajar de este modo a los negros, «haciéndolos vivir en bestialidad», pero, en vez de poner fin a esas prácticas, las reprimendas sólo las hicieron más discretas.

Joáo Grande fue el resultado de una de esas combinaciones que llevaba a cabo ese hacendado de gustos perfeccionistas. En su caso, sin duda, nació un magnífico producto. El niño tenía unos ojos muy vivos y unos dientes que, cuando reía, llenaban de luz su cara redonda, de color azulado parejo. Era rollizo, gracioso, juguetón, y su madre —una bella mujer que paría cada nueve meses — imaginó para él un futuro excepcional. No se equivocó. El caballero Gumucio se encariñó con él cuando aún gateaba y lo sacó de la senzala para llevarlo a la casagrande —construcción rectangular, de tejado de cuatro aguas, con columnas toscanas y barandales de madera desde los que se dominaban los cañaverales, la capilla neoclásica, la fábrica donde se molía la caña, el alambique y una avenida de palmeras imperiales — pensando que podía ser paje de sus hijas y, más tarde, mayordomo o conductor de carroza. No quería que se estropeara precozmente, como ocurría a menudo con los niños dedicados a la roza, el plante y la zafra. Pero quien se apropió de Joáo Grande fue la señorita Adelinha Isabel de Gumucio, hermana soltera del caballero, que vivía con él. Era delgadita, menuda, con una naricilla que parecía estar olisqueando los olores feos del mundo, y dedicaba el tiempo a tejer cofias, mantones, a bordar manteles, colchas y blusas o a preparar dulces, quehaceres para los que estaba dotada. Pero la mayoría de las veces, los bollos con crema, las tortas de almendra, los merengues con chocolate, los mazapanes esponjosos que hacían las delicias de sus sobrinos, de su cuñada y de su hermano ella ni los probaba. La señorita Adelinha quedó prendada de Joáo Grande desde el día que lo vio trepándose al depósito del agua. Asustada al ver a dos metros del suelo a un niño que apenas podía tenerse de pie, le ordenó que bajara, pero Joáo siguió subiendo la escalerilla. Cuando la señorita llamó a un criado, el niño ya había llegado al borde y caído al agua. Lo sacaron vomitando, con los ojos redondeados por el susto. Adelinha lo desnudó, lo arropó y lo tuvo en brazos hasta que se quedó dormido.

Poco después, la hermana del caballero Gumucio instaló a Joáo en su cuarto, en una de las cunas que habían usado sus sobrinas, y lo hizo dormir a su lado, como otras damas a sus mucamas de confianza y a sus perritos falderos. Joáo fue desde entonces un privilegiado. Adelinha lo tenía siempre enfundado en unos mamelucos azul marino, rojo sangre o amarillo oro que le cosía ella misma. La acompañaba cada tarde al promontorio desde el cual se veían las islas y el sol del crepúsculo, incendiándolas, y cuando hacía visitas y recorridos de beneficencia por los caseríos. Los domingos, iba con ella a la iglesia, llevándole el reclinatorio. La señorita le enseñó a sujetar las madejas para que ella escarmenara la lana, a cambiar los carretes del telar, a combinar los tintes y enhebrar las agujas, así como a servirle de amanuense en la cocina. Medían juntos el tiempo de las cocciones rezando en voz alta los credos y padrenuestros que las recetas prescribían. Ella en persona lo preparó para la primera comunión, comulgó con él y le hizo un chocolate opíparo para festejar el acontecimiento.

Pero, contrariamente a lo que hubiera debido ocurrir con un niño crecido entre paredes revestidas de papel pintado, mobiliario de Jacaranda forrado de damasco y sedas y armarios repletos de cristales, a la sombra de una mujer delicada y consagrado a actividades femeninas, Joáo Grande no se convirtió en un ser suave, doméstico, como les ocurría a los esclavos caseros. Fue desde niño descomunalmente fuerte, tanto que, pese a tener la edad de Joáo Meninho, el hijo de la cocinera, parecía llevarle varios años. Era brutal en sus juegos y la señorita solía decir, con pena: «No está hecho para la vida civilizada. Extraña el bosque». Porque el muchacho vivía al acecho de cualquier ocasión

para salir al campo a trotar. Una vez que cruzaban los cañaverales, al verlo mirar con codicia a los negros que medio desnudos y con machetes trabajaban entre las hojas verdes, la señorita le comentó: «Parece que los envidiaras». Él repuso: «Sí, ama, los envidio». Tiempo después, el caballero Gumucio, le hizo poner un brazalete de luto y lo mandó a las cuadras del ingenio para asistir al entierro de su madre. Joáo no sintió mayor emoción, pues la había visto muy poco. Estuvo vagamente incómodo a lo largo de la ceremonia, bajo una enramada de paja, y en el desfile al cementerio, rodeado de negras y negros que lo miraban sin disimular su envidia o su desprecio por sus bombachas, su blusa a listas y sus zapatones, que contrastaban tanto con sus camisolas de brin y sus pies descalzos. Nunca se mostró afectuoso con su ama, lo que había hecho pensar a la familia Gumucio que era, tal vez, uno de esos rústicos sin sentimientos, capaces de escupir en la mano que les daba de comer. Pero ni siquiera este antecedente les podía haber hecho sospechar que Joáo Grande fuera capaz de hacer lo que hizo. Ocurrió durante el viaje de la señorita Adelinha al Convento de la Encarnación, donde hacía retiro todos los años. Joáo Meninho conducía el coche tirado por dos caballos y Joáo Grande iba junto a él en el pescante. El viaje tomaba unas ocho horas; salían de la hacienda al amanecer para llegar al Convento a media tarde. Pero dos días después las monjas enviaron un propio a preguntar por qué la señorita Adelinha no había llegado en la fecha prevista. El caballero Gumucio dirigió las búsquedas de policías bahianos y de siervos de la hacienda, que, durante un mes, cruzaron la región en todas direcciones, interrogando a medio mundo. La ruta entre el Convento y la hacienda fue explorada minuciosamente sin encontrar el menor rastro del coche, sus ocupantes o los caballos. Parecía que, como en las historias fantásticas de los troveros, se hubieran elevado y desaparecido por los aires.

La verdad comenzó a saberse meses más tarde, cuando un Juez de Huérfanos de Salvador descubrió, en el coche de ocasión que había comprado a un mercader de la ciudad alta, disimulado con pintura, el anagrama de la familia Gumucio. El mercader confesó que había adquirido el coche en una aldea de cafusos, sabiendo que era robado, pero sin imaginar que los ladrones podían también ser asesinos. El propio Barón de Cañabrava ofreció un precio muy alto por las cabezas de Joáo Meninho y Joáo Grande y el caballero Gumucio imploró que fueran capturados vivos. Una partida de bandoleros, que operaba en los sertones, entregó a Joáo Meninho a la policía, a cambio de la recompensa. El hijo de la cocinera estaba irreconocible de sucio y greñudo cuando le dieron tormento para hacerlo hablar.