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Pasó al recibidor y reparó en que allí seguía su fotografía con los niños. Se preguntó cuántas divorciadas conservaban a la vista de todo el mundo una fotografía de veinticinco por treinta de su ex. Y cuántas insistían en que este conservara una llave de la casa. Incluso disponían todavía de alguna inversión conjunta, que él administraba por ambos.

El silencio quedó roto por el sonido de una llave en la cerradura de la puerta principal.

Un segundo después, la puerta se abrió y Rachel entró en la casa.

– ¿Algún problema con los niños? -preguntó.

– Ninguno.

Paul se fijó en la chaqueta negra ceñida en la cintura y en la falda ajustada por encima de la rodilla. Unas piernas largas y esbeltas conducían hasta los zapatos de tacón bajo. El cabello castaño rojizo caía escalonado hasta los hombros, que apenas llegaba a rozar. De cada uno de los lóbulos pendía un ojo de tigre verde bordeado en plata, a juego con sus ojos. Parecía cansada.

– Siento no haber llegado al cambio de nombre -dijo-, pero tu numerito con Marcus Nettles retrasó las cosas en el tribunal de legalización.

– Es un hijo de puta sexista.

– Eres jueza, Rachel, no la salvadora del mundo. ¿No puedes ser un poquito más diplomática?

Ella arrojó el bolso y las llaves sobre una mesilla. Su mirada era dura como el mármol. Paul ya conocía esa expresión.

– ¿Y qué pretendes que haga? Ese gordo hijo de perra empieza a soltar billetes de cien sobre mi mesa mientras me dice que me folien. Se merecía pasar unas cuantas horas entre rejas.

– ¿Es necesario que te pruebes constantemente?

– No eres mi guardián, Paul.

– Pues alguien tendrá que serlo. Tienes una elección a la vuelta de la esquina. Y dos oponentes muy fuertes, y esta es tu primera legislatura. Nettles ya está hablando de soltarle una pasta a los dos. Lo que, todo sea dicho, puede permitirse. No te conviene esa clase de problemas.

– Que le den a Nettles.

En la anterior ocasión Paul se había encargado de la obtención de fondos, de la publicidad y de cortejar a la gente necesaria para lograr la aprobación, atraer a la prensa y asegurar votos. Se preguntó quién se haría cargo esa vez de la campaña. La organización no era el punto fuerte de Rachel. De momento no le había pedido ayuda, y tampoco lo esperaba.

– Puedes perder, ¿lo sabes?

– No necesito una lección de política.

– ¿Y qué necesitas, Rachel?

– Nada que a ti te interese. Estamos divorciados, ¿lo recuerdas?

Paul se acordó de las palabras de su ex suegro.

– ¿Y tú? Ya llevamos tres años separados. ¿Te has visto con alguien en todo este tiempo?

– Eso tampoco es de tu incumbencia.

– Puede que no, pero parece que yo soy el único a quien le importa.

Rachel se acercó a él.

– ¿Qué se supone que significa eso?

– La Reina de Hielo. Así es como te llaman en los juzgados.

– Hago mi trabajo. La última vez que el Daily Report publicó estadísticas, yo estaba la primera, por delante de todos los jueces del condado.

– ¿Eso es lo único que te importa, la velocidad con que sacas adelante los casos?

– Los jueces no pueden permitirse tener amigos. O te acusan de parcial o te odian por no serlo. Prefiero ser la Reina de Hielo.

Era tarde y Paul no tenía ganas de discutir. Pasó a su lado en su camino hacia la puerta de la calle.

– Un día podrías necesitar un amigo. De ser tú, yo no quemaría todos los puentes.

Abrió la puerta.

– Tú no eres yo -dijo ella.

– Gracias a Dios.

Y se marchó.

7

Nordeste de Italia

Miércoles, 7 de mayo, 1:34

Su uniforme oscuro, guantes de cuero negro y zapatillas como el carbón se fundían con la noche. Incluso el pelo muy corto y teñido de castaño, las cejas del mismo tono y la piel bronceada lo ayudaban, pues las dos semanas que acababa de pasar en el norte de África habían oscurecido su rostro nórdico.

A su alrededor se elevaban unos picos descarnados, un anfiteatro mellado apenas distinguible contra el cielo tenebroso. La luna llena flotaba al este. Un frío primaveral se aferraba al aire fresco, vivo, diferente. Las montañas devolvían el eco retumbante de un trueno lejano.

Hojas y pajas amortiguaban cada uno de sus pasos, y el sotomonte bajo los árboles enjutos era ralo. La luz de la luna se filtraba entre el follaje y resaltaba una senda iridiscente. Eligió sus pasos cuidadosamente y resistió las ganas de usar la pequeña linterna. Su mirada aguzada estaba constantemente alerta.

La localidad de Pont Saint Martin se encontraba diez kilómetros hacia el sur. El único camino hacia el norte era una serpenteante carretera de dos carriles que, tras cuarenta kilómetros, llegaba hasta la frontera austríaca, y más allá hasta Innsbruck. El bmw que había alquilado el día anterior en el aeropuerto de Venecia esperaba un kilómetro más atrás, entre los árboles. Después de terminar con sus asuntos planeaba conducir hacia el norte, hasta Innsbruck, donde al día siguiente, a las ocho y treinta y cinco de la mañana, un vuelo de Austrian Airlines lo llevaría a San Petersburgo. Allí lo esperaban nuevos negocios.

Lo rodeaba el silencio. No había campanas de iglesia tañendo, ni coches que recorrieran rugiendo la autostrada. Solo venerables robles, abetos y alerces que salpicaban las laderas montañosas. Los helechos, musgos y flores silvestres alfombraban las oscuras cavidades. No resultaba difícil entender por qué Da Vinci había incluido los Dolomitas como fondo de su Mona Lisa.

El bosque llegó a su fin. Ante él se extendía una pradera herbosa de lirios anaranjados. El château, al que se llegaba por un camino empedrado que terminaba en forma de herradura, se erigía al otro extremo. El edificio tenía dos plantas y sus muros de ladrillo rojo estaban decorados con grandes losas grises en forma de rombo. Recordaba las piedras de su visita anterior, hacía dos meses. Eran sin duda obra de albañiles que habían aprendido el oficio de sus padres y abuelos.

En ninguna de las aproximadamente cuarenta ventanas abuhardilladas vio luz alguna. La puerta principal, de roble, también estaba a oscuras. No había verjas, ni perros, ni guardias. Tampoco alarmas. Solo una apartada hacienda rural en los Alpes italianos, propiedad de un solitario industrial que llevaba semirretirado casi una década.

El visitante sabía que Pietro Caproni, el dueño del château, dormía en la segunda planta, en una serie de estancias que conformaban la suite principal. Caproni vivía solo, si se exceptuaba a los tres miembros del servicio que acudían diariamente allí desde Pont Saint Martin. Pero aquella noche tenía visita. El Mercedes de color crema estacionado en el exterior probablemente siguiera caliente a causa del viaje desde Venecia. Su invitada era una de tantas trabajadoras de alto nivel que en ocasiones acudían a pasar la noche o el fin de semana, y que a cambio de su trabajo recibían una buena suma de un hombre que podía permitirse el precio del placer. La subrepticia excursión de aquella noche se había hecho coincidir con la visita de la mujer, de la que esperaba que fuera distracción suficiente como para cubrir una entrada y una salida rápidas.

La grava crujía a cada paso que daba. Cruzó el camino de entrada y rodeó el château hasta alcanzar la esquina nordeste. Un jardín elegante conducía hacía una veranda de piedra. Hierro forjado italiano separaba las mesas y sillas de la hierba. Un juego de puertas francesas daba a la casa, pero ambos picaportes estaban cerrados con llave. El visitante giró el brazo derecho: un estilete se liberó de su funda y se deslizó por el antebrazo, hasta que la empuñadura de jade estuvo firmemente sujeta en su palma enguantada. La vaina de cuero era de su propia invención, y había sido diseñada especialmente para poder disponer rápidamente del arma.