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Ramsey Campbell

La historia secreta

Traducción: Inmaculada Pérez Burgos

Título originaclass="underline" Secret Story

Para Mat y Sharika, con cariño y especias

Agradecimientos

Como siempre, Jenny fue mi primera lectora y editora.

Ya que lo he pasado bien en algunos restaurantes de Liverpool durante el curso de esta novela, creo que sería justo recomendar algunos de mis favoritos, entre los cuales incluyo: el Sultan Palace (indio), el Maharajá (sur de India), el Jumbo City (chino), La Tasca y Don Pepe (españoles), el Alma de Cuba (sudamericano), el Olive Press (mediterráneo), el Istanbul (turco) y Zorba's (adivínelo). En nuestro lado del río nos gustan (entre otros), el Mezze (turco), el Magic Spices (indio), el Ming Vase (malasio y cantonés) y el Thai Rooms (tailandés y chino).

Tengo que darle las gracias especial y desconcertantemente también a mi amiga Margaret Murphy, la escritora de novela negra. En el lanzamiento del folleto sobre relatos cortos en Liverpool en el verano de 2004, leyó su contribución mientras yo hice lo que pude para divertir al público con el capítulo Gollum de esta novela. Imagínense mi sorpresa cuando su relato tenía virtualmente la misma narrativa que el segundo capítulo de LA HISTORIA SECRETA. Le escribí un correo electrónico al día siguiente y nos quedamos maravillados por la coincidencia.

1

– Dudley, hay algo que no te he dicho -dijo ella, y enseguida a él le invadió el pánico porque ella lo sabía.

2

Su primer error fue pensar que él estaba loco.

Cuando el tren salió de la estación, empezó a hablar en voz baja y apasionada. Estaban solos en el vagón que estaba más alejado del conductor, menos por dos botellas de cerveza que rodaban sobre su propio charco y se golpeaban una contra la otra como si intentaran acoplarse sobre el suelo sin barrer. Greta fingió alejarse de ellas en vez de hacerlo del joven que estaba agachado en su asiento. Se sentó cerca de las puertas del vagón siguiente y, mientras sacaba del bolso el último éxito galardonado de Dudley Smith, vio que él hablaba por el teléfono móvil.

– No sé lo que quieres -pudo oír-. Creí oírte decir que ya te había dado lo que me habías pedido. Si eso no es amor, no sé lo que es.

Cambió de posición y se colocó de espaldas a él por si acaso le incomodaba. Cuando el tren llegó a Birkenhead Park lo miró con disimulo, como si hubiese mirado a cualquiera en el andén. Se guardó el teléfono en su discreta y elegante chaqueta de traje y se quedó mirando hacia delante. Incluso desde aquella distancia, fue capaz de ver aquella extraña inteligencia en sus ojos color azul cielo de verano. Parecía maduro a pesar de sus pocos años. Tenía el pelo muy corto, la nariz recta, labios firmes y barbilla redondeada. Se giró antes de que la pillara mirando. Entonces, cuatro hombres con chándales subieron en estampida por el puente peatonal.

Se dirigieron hacia el vagón delantero. Respiró aliviada y deseó haber tenido la oportunidad de haber llamado la atención de aquel joven. Cuando el tren ganó velocidad, abrió su libro. Estaba ansiosa por saber qué ocurriría después, pero aún no había terminado el párrafo cuando escuchó un portazo. Los hombres se estaban subiendo al tren.

Se sintió atrapada en aquellos muros abandonados y llenos de alquitrán. Más adelante, en el túnel ya no se veían y se oyó el estruendo del tren cerrándose. El primero de los hombres abrió por completo la puerta que había entre los vagones y los cuatro avanzaron por el pasillo, pavoneándose. Había un sitio libre a su lado y tres más enfrente. La dejaron encajada antes de que pudiera haberse acercado al joven del teléfono.

El hombre que se puso a su lado levantó los pies bloqueándole el paso. Olía a sudor, a tabaco y a demasiada loción de afeitado; quizá porque también se la había echado por el grisáceo cuero cabelludo que llevaba rapado. El que estaba sentado enfrente de ella le dedicó una gran y húmeda sonrisa enseñando unos dientes amarillos y una mella ensangrentada bajo la nariz rota.

– ¿Estás sola, cariño?

– Debe estarlo -dijo el hombre del medio, escupiendo después en medio del pasillo-. Está leyendo un libro.

El hombre que había escupido se subió la manga de color morado y se rascó un tatuaje peludo en forma de calavera dentro de un corazón.

– ¿De qué va?

A Greta no le gustaba ser maleducada.

– De alguien de quien todo el mundo piensa que es normal -dijo-, pero que en realidad es un maestro del crimen.

Suena genial, pareció pensar el hombre de la boca ensangrentada.

– Déjanos leer algo.

El hombre abrió tanto la encuadernación que la hizo estremecer y señaló con el dedo. Ella le habría pedido que fuese amable, pero el hombre tatuado sacó una cajetilla de cigarrillos.

– No se puede fumar en el tren -dijo.

– Podemos hacer lo que nos dé la gana, cariño -dijo el hombre de las piernas levantadas-. Hay muchas cosas que la gente dice que no podemos hacer y al final resulta que sí.

– Y muchos de ellos ya no pueden decir nada más -dijo el hombre del tatuaje.

El hombre al que le faltaban dientes arrancó una hoja y la arrugó.

– Este gilipollas de tu libro es un inútil. No tiene coche y ni siquiera roba uno.

El tren se detuvo en Conway Park, donde las vías estaban al aire libre. Greta siempre se imaginaba que la estación se elevaba para ella.

– ¿Me pueden devolver ya mi libro, por favor? -dijo.

– Aún no he terminado de leer -dijo el hombre que había escupido.

– Ni yo tampoco -dijo el hombre del tatuaje.

No quería dejarles el libro, pero cuando el tren se puso en marcha, el que leía se lo tiró al de los pies levantados, quien lo dobló por la mitad y le quitó las pastas.

– Aquí tienes un poco para ti y el resto para mí.

Greta sintió como si le hubieran arrancado las entrañas, podía comprar otro ejemplar, había en todas partes, pero era como si le hubiesen arrancado una preciosa parte de sí misma y ya no hubiera remedio. Contuvo las lágrimas y miró a la cara al hombre del tatuaje, que sostenía un cigarrillo entre sus desdeñosos labios.

– El cartel dice que no se puede fumar -dijo lo suficientemente alto como para que la oyeran fuera del vagón-. Es peligroso.

– Nosotros también lo somos -dijo el hombre del escupitajo-. ¿Para qué gritas? Tu amigo se ha escondido. Y es mejor que se quede ahí.

Greta volvió la cabeza para mirar. El joven debía de estar fuera de la vista de aquella banda, si no se había bajado ya del tren. El golpetazo metálico de un encendedor le llamó la atención. El hombre del tatuaje se había encendido el cigarrillo con una página del libro y después se la tiró a las piernas.

– No haga eso -dijo, intentando sonar firme a la vez que frotaba el papel contra el suelo y lo pisaba-. Eso ha sido una estupidez.

– Nosotros decidimos quiénes son los que hacen las estupideces -dijo el hombre al que le faltaban dientes y le salía un hilo rojo de la comisura de la boca-, y tú has cometido una al haber dicho eso.

– No deberías haberlo hecho -le dijo el hombre del tatuaje, a la vez que prendía fuego a otra de las páginas y se la tiraba a la cara.

– Puedes gritar si quieres -dijo el hombre de las piernas levantadas.

– Nos gusta que griten -dijo el del escupitajo.

A Greta le escocían los ojos y le picaba la nariz por culpa del humo. Puso la hoja en llamas a un lado salpicando de chispas al hombre que estaba a su lado.

– Ten cuidado con lo que haces, cariño -dijo el hombre entre risas.

El tren estaba aminorando la marcha. ¿Se habría dado cuenta el conductor de que estaba en apuros? Quizá simplemente estaban llegando a la estación de Hamilton Square.