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Patricia se sentó más derecha, porque todo el mundo la miraba o evitaba hacerlo.

– No sé qué podría decir ni qué utilidad tendría.

– Prueba a decir que tú animaste a Dud.

Walt volvió a levantarse mientras el que había hablado se acercaba.

– Monty, creíamos que no vendrías.

– He estado bebiendo con algunos de mis compañeros poetas. ¿Por eso habéis estado aprovechando para decir cualquier cosa que quisierais sobre Dud?

– No creo que lo hayamos estado haciendo.

– Casi haces una rima. Ten cuidado o terminarás siendo poeta.

– Discúlpame -dijo Valeria antes de que Monty hubiera terminado-. ¿Puedo preguntarte cómo crees que Patricia animó a tu hijo?

– Tú y todos. Y tú, Vince. Me sorprende. Empezaste como un verdadero liverpuliano y después te empeñaste en hacer una película sobre ese criminal, como si la gente no supiera que todos lo somos.

– No la habría hecho sin Dudley, ya sabes.

– Eso es lo que estoy diciendo. Podrías haber intentado que escribiese algo sano, pero hiciste que fuese peor.

– No creo que nadie de aquí pueda afirmar que haya hecho tal cosa -objetó Valeria.

– ¿Ya os habéis olvidado de Shell Garridge? Creía que era compañera vuestra.

– Yo no dije que ella fuese responsable, si me permites, de lo que él era.

– Ni yo tampoco. Nunca. Ahora andan diciendo por ahí que quizá la mató a ella también. Matar a alguien es horrible, pero ¿cómo podría él haberle hecho algo así a alguien como ella si hubiera sabido lo que estaba haciendo? Si de verdad lo hizo, es que de verdad tenía la mente retorcida.

Patricia estaba pensando que sí la tenía por la experiencia que había vivido, pero intentaba que sus recuerdos no afloraran cuando Monty dijo:

– Sigo pensando que su madre tiene la misma culpa que él.

– No -dijo Valeria, sin quitarle los ojos de encima.

– Ella lo mató, ¿no? Se mataron ambos. Creo que porque no podía soportar la culpabilidad. Solía tomar drogas, quizá ese sea el motivo. Una pena, no digo que no, pero ojalá le hubiese dejado buscar ayuda.

– A menos que fuera Dudley -propuso Patricia.

Monty dejó que ella sintiera su mirada fija antes de decir:

– No estoy tan seguro de que él matara a nadie.

– ¿Estás sugiriendo que se ha inventado lo que le hizo? -preguntó Valeria-. ¿O también la estás culpando de lo ocurrido?

– Estoy segura de que no -dijo Patricia-. De todas formas la policía no tiene dudas con respecto a Dudley. Consiguieron sacar las fechas del ordenador.

Aquello iba dirigido a Monty, quien endureció la mirada.

– No necesito que me lo digas. Y eso no prueba mucho. Él nunca escribió nada sobre Shell Garridge, seguro. Fue su madre. Se lo escondió a todos, incluso a él.

Se preguntaba si había algo sincero que pudiera decir para que dejara de sentir que le habían robado a su hijo, cuando Monty se giró a Vincent.

– Apuesto a que tú creerás lo que más dinero te aporte. Por lo menos ya no tengo que volver a trabajar con vosotros.

Vincent tenía toda la atención de la mesa cuando abrió los ojos con tanta energía que sus gafas se le cayeron hasta la nariz.

– Me voy a beber con gente de verdad -anunció Monty-. Si alguien quiere venir conmigo, adelante.

Cuando terminó de observar la incomodidad general, se marchó hacia la salida con una dignidad estudiada y salió hacia el muelle. Entonces Walt ya se había aclarado la garganta.

– Supongo que podemos entender cómo se siente, aunque no estemos de acuerdo con todo lo que ha dicho. Pero seguid haciendo lo que mejor se os da, Vincent y Patricia. Espero que los demás también lo sigan haciendo.

– ¿Y qué se supone que es eso?

– Os diré lo que podría ser. He estado hablando sobre algunas ideas con una editorial de Londres y la que más les gustó fue un libro sobre ti.

– ¿Sobre qué? -quiso saber Patricia inmediatamente.

– Sobre todos tus encuentros con Dudley Smith. Estamos de acuerdo en que nadie que aún viva podría saber tanto sobre él. Podrías entrevistar a gente si quieres, pero es tu historia. Lo único es que quieren el libro lo antes posible, mientras es noticia.

Patricia permaneció en silencio el tiempo suficiente para sugerir que estaba considerando la propuesta.

– Gracias Walt, pero esto no es para mí. No quiero escribir, quiero sobrevivir.

– ¿No puedes hacer ambas cosas? ¿No ayudaría la una a la otra? Si no es por ti, no es por nadie.

– No tendrías tiempo, ¿verdad, Patricia? -intervino Valeria-. Tu otro trabajo te mantendrá bastante ocupada. Acaba de ser nombrada corresponsal de Merseyside para Chica Norteña -informó a los comensales con orgullo.

– ¿No es esa la revista para la que trabajas ahora? -preguntó Vincent.

– La mía es Noroeste. Patricia se ha independizado.

– Eso parece -dijo Walt.

Patricia no sabía si debía tomarse eso como una crítica.

– Hablaré contigo para la película, Vincent. Pero eso va a ser todo.

La suya no fue la única cara en la que apareció algo de compasión, aunque Walt estaba claramente decepcionado.

– Gracias por todo, de verdad, Walt -dijo, echando la silla hacia atrás-. Buenas noches a todos. Creo que mejor lo dejo.

– ¿Quieres que vaya contigo? -preguntó Valeria.

– No hace falta, gracias.

De verdad no hacía falta, pero su madre se lo tomó como una petición. Alcanzó a Patricia en la columnata de fuera del restaurante, a lo largo de la cual el agua del muelle Albert parecía haber tomado prestado el pesado aletargamiento de una nublada noche de septiembre.

– ¿Te apetece hablar? -preguntó Valeria.

– No especialmente. Solo estoy pensando.

Tenía la mente ocupada. Estaba recordando cómo Dudley la había llevado por aquella ruta después de la sesión de audición. ¿Le habría hecho algún daño si Vincent no lo hubiese llamado? No había necesidad de preocuparse: lo había evitado. Esperó más allá del muelle Albert a que el semáforo verde le arrebatara la luz a su contrario rojo y después cruzó los seis carriles desiertos de la carretera, dudando en el exterior de la estación de James Street.

– ¿Caminamos hasta la siguiente?

– Lo que te venga mejor, Patricia.

Siguió aquel camino para dejar atrás a Dudley, pero no era el recuerdo lo que quería eliminar. Caminó por Castle Street, pasó el ayuntamiento sin apenas fijarse en el esqueleto y las sombras de su vestido metálico. El eco de sus pasos las acompañó a ella y a su madre hacia el otro lado del cuadrángulo y las calles que había más allá de aquel, por la escalera mecánica que llevaba a las desiertas barreras de los billetes y por ambas escaleras que llevaban a más profundidad que la propia calle. Al oír unos pasos corriendo tras ella por las escaleras mecánicas hacia abajo, Patricia se dijo a sí misma que no se encontraba en ninguna historia sobre Moorfields.

– No mires -murmuró-. No te molestes en mirar.

No solo le hablaba a su madre, quien iba un poco rezagada y subió otro escalón. Le abría paso al corredor, claro. No tenía que proteger a Patricia. El joven pasó de largo entre ellas con las orejas siseando y bombardeadas por los auriculares antes de que Patricia pudiera estar segura de la leyenda de su camiseta. Tuvo que volver a mirarlo cuando llegó al andén porque se había entretenido en el pasaje alicatado de blanco. Tenía escrito sobre el escuálido pecho: «Devuélvannos al señor Matagrama».

¿Por qué estaba espiándolas a ella y a su madre después de haberlas adelantado? Supuso que porque aún no había llegado su tren y no porque tuviera la intención de empujarlas debajo, pero no podía deshacerse de la idea de que quizá pudiera estar imaginándose algo parecido en memoria de su aparente héroe. Sintió la primera brisa fresca del día en la cara cuando el tren se aproximó. Se quedó mirando el eslogan antes de encontrar su mirada.