Выбрать главу

Cuando mi padre fue al sur de nuevo, me llevó con él. Sólo tenía una reunión, y de cariz informal, de modo que el largo viaje casi no merecía la pena, pero quería que viera el paisaje. Esta vez fuimos en tren mucho más lejos de Emona, y después tomamos un autobús hasta nuestro destino. A mi padre le gustaban los transportes públicos, siempre que podía utilizarlos. Ahora, cuando viajo, suelo pensar en él y cambio el coche de alquiler por el metro.

– Ya verás que Ragusa no es un lugar para ir en coche -dijo, mientras nos aferrábamos a la barra metálica que había tras el asiento del conductor-. Si te sientas en los asientos de más adelante, nunca te marearás.

Apreté la barra hasta que los nudillos se me pusieron blancos.

Daba la impresión de que volábamos entre las altas columnas de roca gris pálido que hacían las veces de montañas en esta nueva región.

– ¡Santo Dios! -exclamó mi padre después de un horrible salto al doblar una curva cerrada. Los demás pasajeros parecían de lo más tranquilos. Al otro lado del pasillo, una anciana vestida de negro hacía ganchillo, la cara enmarcada por el fleco de su pañoleta, que bailaba cuando el autobús traqueteaba-. Fíjate bien -dijo mi padre-. Vas a ver una de las vistas más espectaculares de esta costa.

Miré obediente por la ventanilla, fastidiada por recibir tantas instrucciones, pero sin perder detalle de las montañas y las aldeas de piedra que las coronaban. Justo antes del ocaso me vi recompensada por la visión de una mujer parada en la cuneta, tal vez a la espera de un autobús que fuera en dirección contraria. Era alta, vestida con una falda larga y pesada, coronada por un fabuloso tocado que semejaba una mariposa de organdí. Estaba sola entre las rocas, bañada por el sol poniente, y a su lado, en el suelo, había una cesta. Habría pensado que era una estatua, de no ser porque volvió su magnífica cabeza cuando pasamos.

Su rostro era un óvalo pálido, pero estaba demasiado lejos de mí para distinguir su expresión. Cuando la describí a mi padre, dijo que debía llevar la indumentaria tradicional de esta parte de Dalmacia.

– ¿Una toca grande, con alas a cada lado? Las he visto en fotos. Podría decirse que esa mujer es una especie de fantasma. Debe vivir en un pueblo muy pequeño. Supongo que ahora la mayoría de jóvenes irán en tejanos.

Yo tenía la cara pegada a la ventanilla. No aparecieron más fantasmas, pero no me perdí ni una sola perspectiva del milagro: Ragusa, muy abajo, una ciudad de marfil con un mar fundido iluminado por el sol, tejados más rojos que el cielo nocturno en el interior del imponente recinto medieval. La ciudad estaba aposentada sobre una amplia península redondeada, y sus murallas parecían inexpugnables a las tempestades y las invasiones, un gigante a orillas del Adriático. Al mismo tiempo, desde la imponente altura de la carretera, poseía una apariencia diminuta, como algo tallado a mano a escala y colocado en la base de las montañas.

La calle principal de Ragusa, cuando llegamos un par de horas más tarde, tenía el suelo de mármol, pulido por siglos de suelas de zapatos, así como salpicaduras de luz procedentes de las tiendas y palacios circundantes, de modo que relucía como la superficie de un gran canal. En el extremo de la calle que daba al puerto, a salvo en el corazón antiguo de la ciudad, nos derrumbamos en las sillas de un café y yo volví la cara hacia el viento, que olía a las olas que rompían y (algo extraño para mí, dado lo avanzado de la estación) a naranjas maduras. El mar y el cielo estaban casi oscuros. Barcos de pesca bailaban sobre una extensión de agua más embravecida al final del puerto. El viento me traía sonidos y perfumes marinos, y una suavidad nueva.

– Sí, el sur -dijo mi padre satisfecho, provisto de un vaso de whisky y un plato de sardinas sobre tostadas-. Pongamos que tienes tu barco amarrado aquí y hace una noche clara para navegar. Podrías guiarte por las estrellas e ir directamente a Venecia, a la costa de Albania o al Egeo.

– ¿Cuánto tardaríamos en llegar a Venecia?

Revolví mi té y la brisa se llevó el humo hacia el mar.

– Oh, una semana o más, supongo, en un barco medieval. -Me sonrió, relajado un momento-. Marco Polo nació en esta costa, y los venecianos la invadían con frecuencia.

En este momento estamos sentados en una especie de puerta al mundo.

– ¿Cuándo viniste aquí antes?

Sólo estaba empezando a creer en la vida anterior de mi padre, en su existencia previa a mí.

– He venido varias veces. Unas cuatro o cinco. La primera fue hace años, cuando aún estudiaba. El director de mi tesis me recomendó que visitara Ragusa desde Italia, sólo para ver esta maravilla, cuando yo estudiaba… Ya te dije que estudié italiano un verano en Florencia.

– Te refieres al profesor Rossi.

– Sí.

Mi padre me miró fijamente, y luego desvió la vista hacia su whisky.

Siguió un breve silencio, roto por el toldo del café, que aleteaba sobre nosotros debido a aquella brisa cálida impropia de la estación. Desde el interior del bar-restaurante llegaba una mezcla de voces de turistas, porcelana al ser depositada sobre las mesas, un saxo y un piano. Desde más allá se oía el chapoteo de los barcos en el puerto a oscuras. Mi padre habló por fin.

– Debería contarte algo más sobre él.

No me miró, pero creí percibir cierta ironía en su voz.

– Me gustaría -dije con cautela.

Bebió su whisky.

– Eres tozuda con lo de las historias, ¿eh?

Tú sí que eres tozudo, quise decir, pero me contuve. Me interesaba la historia más que discutir.

Mi padre suspiró.

– De acuerdo. Te contaré algo más sobre él mañana, a la luz del día, cuando no esté tan cansado y tengamos un poco de tiempo para pasear por las murallas. -Señaló con el vaso las almenas blanco-grisáceas iluminadas que se alzaban sobre el hotel-. Será un momento mejor para contar historias. Especialmente esa historia.

A media mañana estábamos sentados a treinta metros sobre el oleaje, que se estrellaba y lanzaba espuma alrededor de las gigantescas raíces de la ciudad. El cielo de noviembre era tan brillante como el de un día de verano. Mi padre se puso sus gafas de sol, consultó su reloj, dobló el folleto que hablaba de la arquitectura rojiza de abajo y dejó que un grupo de turistas alemanes se alejara hasta perderse de vista. Miré hacia el mar, al otro lado de una isla boscosa, hacia el lejano horizonte azul. De esa dirección habían llegado los barcos venecianos, trayendo guerra o comercio, con sus banderas rojas y doradas tremolando sin descanso bajo el mismo arco de cielo centelleante. Mientras esperaba a que mi padre hablara, sentí un estremecimiento de aprensión muy poco docto. Tal vez esos barcos que imaginaba en el horizonte no eran sólo parte de una exhibición abigarrada. ¿Por qué le costaba tanto a mi padre empezar?

4

Como ya te he dicho -empezó mi padre, después de carraspear una o dos veces-, el profesor Rossi era un gran estudioso y un verdadero amigo. No me gustaría que pensaras algo diferente. Sé que lo que dije antes de él puede llevarte a pensar que está… loco. Recordarás que me explicó algo muy difícil de creer, y yo me quedé asombrado, hasta llegué a dudar de él, aunque vi sinceridad y aceptación en su cara. Cuando terminó de hablar, me miró con aquellos ojos acerados. -¿Qué demonios quieres decir? Debí de tartamudear.