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Félix J. Palma

La hormiga que quiso ser astronauta

© 2001 Félix J. Palma

© 2009 Juan Bonilla por la introducción

Introducción

Juan Bonilla

La primera novela de Félix J. Palma tenía, en su primera edición, un defecto aun antes de comenzar a leerla: venía después de su primer libro de relatos, El vigilante de la salamandra, y como suele suceder entre nosotros, cuando alguien publica un muy buen primer libro de cuentos parece exigírsele que dé el paso a la novela, y que la novela que escriba deje en pañales a Fortunata y Jacinta. Cuando el pobre cuentista publique su primera novela y se vea que pueden respirar tranquilas Fortunata y Jacinta, caerá sobre él el plomo de una convicción que era previa: ah, no es tan novelista como cuentista.

Vaya manera de empezar un prólogo, me dirán. Sí, no hemos venido aquí a hacer publicidad. He aceptado escribir este prólogo por dos razones: la primera, porque la novela, releída ahora, me sigue pareciendo lo que me pareció cuando la leí. La segunda: porque Palma es amigo desde hace ya demasiados años.

Basta internarse en las páginas de la novela para percatarse de que el dominio de la prosa de Palma es tan brillante como en sus relatos. Se demora en detalles cuando cree necesario rascar en ellos para traer a colación imágenes deslumbrantes. Y a pesar de ese demorarse en los detalles, su pulso firme de narrador sabe que nos ponemos a contar cosas para contarlas: perdón por la tautología, pero lo primero es lo primero. No se balancea el prosista en su facilidad para la página bella, que diría el insoportable Azorín, no se conforma con pintar cromos: Palma quiere contar historias, y que lo haga dándole una importancia extraordinaria al estilo no significa que no sepa cómo construir historias, personajes, que abducen al lector.

La novela que viene a continuación padeció incluso de la excesiva timidez del propio autor, que quiso clasificarla como novela juvenil. Tendría sus razones. Desde luego sus protagonistas son jóvenes, pero nada hay en ella que pudiera merecer que se colocase en las estanterías donde arrebatan hoy crepúsculos y amaneceres de vampiros pesadísimos. Palma dibuja el sinsentido, el absurdo, el milagro del amor con un humor que nos hará reír a carcajadas, en una novela que apenas se esfuerza en correr, dar brincos alegres de un capítulo a otro, tomarse a broma una de las cosas más serias de este mundo. Y tiene momentos impagables. Mis preferidos son el momento en que el protagonista decide armarse caballero, y ese genial comienzo de capítulo en el que el narrador hace de guía futuro que enseña a unos turistas el lugar del crimen.

Después de esta novela Palma se consolidó como autor de relatos, y probó suerte de nuevo con el género largo obteniendo recientemente un imponente resultado: El mapa del tiempo. Antes había ganado el premio Berenguer con Las corrientes oceánicas. Permítanme detenerme un momento en esta novela, porque es curiosa. Aunque termina en el mundo tan poético y absurdo de las sectas absurdas y poéticas, su comienzo es estremecedor, una prueba de la hondura que puede alcanzar la prosa de Palma. Puede que sea una novela fallida, no lo sé, pero sus cien primeras páginas son antológicas. Puede que en algunos tramos eso mismo le pase a La hormiga…, que sea antológica a veces, y otras se destense, como es habitual en las primeras novelas. Pero no quiere ello decir que deba leerse como una especie de mero documento histórico, por ser la primera novela de un autor tan personal como Palma. Quien no lea por mero placer, no tiene mucho que hacer aquí.

Lírica y disparatada, La hormiga… es un catálogo de mujeres, desde luego, y también un retrato de la impotencia: la impotencia de elegir. Este imponente homenaje al amor -aunque se salde paradójicamente con la evidencia de que el amor es un invento que, como los martillos, pueden servir para colgar cuadros en las paredes o para descalabrar a alguien- proporciona, además de una lectura vertiginosa y muy divertida, la sensación impagable de estar ante un excelente narrador que se atreve, en épocas de telegramas más o menos cursis, a ser un auténtico estilista.

Nota del autor

El 29 de octubre de 1998, el astronauta español Pedro Duque vio cumplido el sueño de su vida. Ese día despegó junto al legendario John Glenn en el trasbordador Discovery de la NASA, en su misión STS-95 para un viaje espacial de 8 días, 22 horas y 4 minutos. El astronauta tenía derecho a llevarse algunos fetiches. Uno de los escogidos fue una hormiga conservada en ámbar, una Technomyrmex caritatis de treinta y cinco millones de años perteneciente a la colección del Museo de la Ciencia de Barcelona. El 29 de abril la hormiga astronauta regresó al museo de la mano de Pedro Duque, tal vez con la satisfacción de haber cumplido también un sueño.

Ésta no es la historia de esa hormiga.

Si de mí hubiera dependido no nacer, indudablemente no habría aceptado la existencia en condiciones tan irrisorias

Dostoievski

A caballo en el quicio del mundo un soñador jugaba al sí y al no.

Gerardo Diego

La ecuación Ax = b tiene solución si y sólo si r(A,b)=r(A)

Teorema de Rouché

15

Sepa vuestra merced, ante todo, que a mí me llaman Alejandro Alcina Fuentes, y que el 12 de abril de 1996 me levanté de la cama decidido a demostrar una hipótesis: había descubierto que la vida estaba hecha de tal manera que los actos más estrictamente lógicos acababan por resultar absurdos y me preguntaba si en caso de actuar de forma absurda la elástica membrana de la realidad voltearía mi gesto hacia la lógica.

Pero empecemos por el principio: para revelarme su verdadera naturaleza el mundo se sirvió de una vulgar cabina de teléfonos. La que se encuentra en los aledaños del río, para ser exactos, entre el kiosco de prensa y el último banco de la hilera que lo bordea, en el que yo me encontraba esa mañana, y no por casualidad. Durante la noche, algún desalmado había obstruido la ranura de monedas del teléfono con algo, probablemente un chicle, acondicionando la cabina para que se tragase servicialmente todas las monedas pero no diese llamada. Llegué a dicha conclusión tras presenciar los vanos intentos de algunos transeúntes. Una vez comprendí lo que ocurría, me arrellané en el banco y me dispuse a disfrutar del espectáculo, intuyendo un trasfondo irremediablemente metafísico bajo la compacta trivialidad de aquellas repeticiones malogradas, como si me encontrase de repente ante una maqueta del universo y sus dramas.

La cabina brillaba bajo el sol de la mañana como un espejismo, irresistiblemente libre, apartada del bullicio del tráfico, tentadora y ladina. Tan hermosa y seductora resultaba que no sólo atraía a los necesitados, sino que parecía sugerir llamadas espontáneas a todo el que pasaba por su lado, instándoles a sorprender con alguna dulzura inhabitual a quien nada espera al otro lado de la línea. Pero la cabina abortaba todos los intentos con la misma indiferencia despiadada. Durante horas, con breves intervalos de dos o tres minutos, vi morir desde mi banco los sueños del Hombre: contemplé al ejecutivo apurado abalanzándose sobre el teléfono libre con alivio, sintiéndose salvado por aquella cabina benditamente solitaria, y colgar el auricular con un gruñido que le restaba de golpe varios siglos de evolución; contemplé al adolescente acuciado por los amigos a realizar una llamada de amor, le observé reflexionar durante unos minutos, darse ánimos, creerse irresistible y acogerse con una sonrisa exultante al sólo se vive una vez, y le vi descolgar el teléfono con el pulso tembloroso para nada, sabiendo que nunca se sentiría tan decidido como en aquel momento y lamentando que por una cabina amañada se pueda perder tanto; contemplé a la señora que no tiene monedas y se ve obligada a pedir cambio en el kiosco, asistí a un par de tortuosos minutos para pescar el monedero que naufragaba en el bolso, para hacer malabarismos con las bolsas de la compra, para acercarse a la cabina perdiendo paquetes, fatigada y enojada para ver cómo la maldita moneda desaparecía sin más ante sus ojos, como una ilusión; contemple a la pareja que se despide ante la cabina, pues él tiene que hacer una llamada, y ella se va sola en una mañana que pide a gritos ser compartida, ignorando que podría disfrutar unas calles más en su compañía. Contemplé aquellos dramas sabiendo su final sin que sus protagonistas ni siquiera lo sospechasen, vi la ilusión con que se acercaban al teléfono inservible y supe que estaba mirando a través de los ojos de Dios, que así debía vernos él, levantando la tienda de campaña de nuestros pequeños sueños sin saber si mañana el viento será lo suficientemente poderoso como para derrumbarlos. Tres horas largas presenciando aquel patético espectáculo me llevaron a concluir que el mundo no parecía absurdo, sino que era absurdo. Que era absurdo adrede. Que ser absurdo y nada más que absurdo era su objetivo. Entonces supe que la armadura funcionaría.