Выбрать главу

Pero una armadura no hace a un caballero; aún faltaba el toque final y conocía a la persona idónea para llevarlo a cabo. Cerca de casa, en dirección a los suburbios, había uno de esos bares de mala muerte con plantilla fija de parroquianos. Alguna vez que otra había recalado allí con Javi en busca de una borrachera barata y secreta, y sabía que en la puerta del local solía apostar su silla, quizá para entretener sus días de noche descifrando el tufo de sonidos y olores que era la transpiración de la ciudad, un ciego arisco y bravucón, amigo de las curdas y los cuplés. Me arrodillé solemnemente ante él y grité en sus narices la consigna aprendida de los zagales del barrio: ¡Ciego mamón, con tu mujer me lo hago yo sin que tú abandones el colchón! Como siempre ocurría, la respuesta fue instantánea. Con una apretada mueca de odio y una rapidez cegadora, el ciego fustigó el aire con su bastón de caña y yo recibí en mi hombro derecho, con la mayor dignidad posible, el esperado latigazo. Volví a repetir la consigna y el furioso bastón, enardecido por haber encontrado carne por vez primera, dejó su mordedura de serpiente en mi hombro izquierdo. Me retiré con una reverencia hacia aquel Arturo discapacitado y enfilé hacia casa, frotándome los moretones y preguntándome qué nombre adoptaría ahora que ya era oficialmente caballero.

A la mañana siguiente, el amanecer desveló un cielo huérfano de nubes, coloreado con ese azul uniforme y rotundo de los tests de embarazo. Me coloqué la armadura, y asomado a la ventana paseé una mirada afectuosa a lo largo del escenario azaroso e indiferente que iba a acoger mi gesta, y me pareció intuir en aquella mañana cualquiera un velado aire de expectación hacia el desenlace de mi empresa y un cierto servilismo inconsciente hacia mi recién adquirido grado de caballero. Y es que no hay nada como un drama romántico para hermanar a una ciudad. El equipo local jugaba en casa y hasta el vecino parece menos desagradable cuando él también mira el incierto marcador con ojos esperanzados y la boca llena de los mejores pasajes del catecismo. Pero al bajar a la calle, la ilusión se desvaneció. Los peatones no me rodearon alborozados, cantando y esgrimiendo pasos de baile por turnos como en un musical del viejo Hollywood, no. Yo y mis circunstancias, mi armadura hecha de mondas de amor y chatarra casera, la peligrosa gesta que me esperaba, no lograron despertar en la ajetreada concurrencia más que ligerísimas miradas de piadosa curiosidad. Me di ánimos pensando que era mejor así. No quería que las masas degradaran mi romántica empresa siguiéndola como si se tratase de una de esas cursilerías acartonadas que hacían sus nidos en las horas de máxima audiencia de los canales de televisión, te prometo que voy a cambiar Lola, que dejaré de salir con los amigos y te llevaré al cine, que nunca te hubiera puesto la mano encima de no ser por el vino, que he descubierto que eres lo más importante de mi vida, dame otra oportunidad, por la niña, etcétera, etcétera.

Mi itinerario no era otro que el que Artemisa y yo acostumbrábamos a hacer cualquier día, una equilibrada excursión turística por el amor y sus estrecheces que empezaba por lo general en algún parque, donde nos tendíamos al sol con alguna lectura o conversación. Hacia uno de aquellos parques dirigí mis pasos. Encontré el árbol a cuya sombra habían tenido lugar la mayoría de nuestras charlas y puse en marcha el invento. El reloj de mi cabeza, como un cangrejo, apuntaba hacia el pasado, y el ventilador desmantelaba el aire con eficacia, descubriendo los oscuros comentarios de Artemisa, que se precipitaban irremediablemente en mi grabadora, donde eran desbrozados de banalidades por los coladores. Excepto que me costó más de media hora convencer al vigilante del parque de que no había ninguna plaga de pulgones allí, pude realizar mi trabajo en paz. En el Corte Inglés, sección discos, siguiente punto del trayecto, me resultó más difícil pasar desapercibido. Todos creían que mi armadura era el reclamo publicitario del último álbum de Peter Gabriel. A media tarde recorrí sin demasiados incidentes las márgenes del río y al llegar la noche me encaminé al Insomnio. Richi, el barman, con el que la costumbre de empezar allí la noche me había llevado a labrar una de esas amistades superfluas y ridículamente cómplices, me sonrió al verme llegar y me invitó a un whisky. Artemisa y yo hemos roto, Richi, confesé nada más acodarme en la barra, pues para eso creó Dios a los barman y yo necesitaba decirlo en voz alta para comprobar que seguía sonando igual de mal. Vaya. Qué putada, dijo, penosamente consternado. Las chicas como Artemisa no abundan, ¿y por qué fue? En la vida hay dos normas que, aunque no están escritas en ningún código, todo el mundo sabe que deben acatarse: a los amigos hay que tratarles con respeto, y un buen whisky gratis nunca debe desperdiciarse. En un segundo quebranté las dos. Cuando quise darme cuenta, Richi me miraba atónito, con su risueño rostro empapado de whisky, y la copa de mi mano estaba vacía. Richi no se lo tomó demasiado mal, pero creo que no podré volver por el Insomnio durante mucho tiempo. Sobre todo después de provocar la estampida de sus clientes, tan temerosos de la radiactividad como cualquiera, cuando me puse a rociar con mi invento nuestra mesa de siempre. El viaje de regreso a casa fue aún peor. Ningún autobús aceptó llevarme y hube de volver a pie, declinando una y otra vez las insistentes ofertas de yuppies engominados que atraídos por las innovadoras perversiones que sugería mi armadura detenían su enorme coche ante mí.

Nada más llegar a casa puse la cinta en el radiocasette y pulsé play. Había llegado el momento de afrontar la verdad, de conocer la otra versión de los hechos. Contuve la respiración y afiné el oído, pero durante la hora que duró la cinta lo único que escuché fue el irritante puré de sonidos nativos de cada sitio donde había estado. ¿Dónde estaba la voz de Artemisa? ¿Dónde sus explicaciones? Apagué el aparato y me acerqué a la ventana, abatido. La armadura no había fallado, de eso estaba seguro, era lo suficientemente absurda para que funcionase. La explicación de Artemisa estaba en la cinta, de eso no había duda. El problema era que yo, como había sucedido en su momento, era incapaz de escucharla. Y dudaba que pudiese hacerlo algún día. Y es que hay mujeres y mujeres y hombres y hombres, y no basta con barajarlos y elegir una carta de cada mazo y creer que el resultado es una pareja. La cosa es mucho más compleja. Y estaba seguro de que en algún lugar existiría un hombre que comprendiese a Artemisa, como debía haber una mujer a la que yo comprendiese. Habría que seguir probando.

Recordé el tormento de la noche anterior, digno del martirologio, tratando de acallar el dolor de mi pecho con alcohol, una larga borrachera que me llevó al río, a cuyas aguas barnizadas de luces arrojé mil improperios, furioso con la vida toda, y preso de un horrible e indefinido deseo de venganza contra nada en particular que acabó por concretarse en el insignificante pero efectivo acto vandálico de obstruir con un paquete entero de chicles la primera cabina de teléfonos que vi. Sí, había habido mucho sufrimiento, y aún iba a haber mucho más, pero el dolor iría remitiendo poco a poco, día a día, como se apaga la voz de un bolero, hasta convertirse en una cicatriz que sólo escocería al pasársele la mano, en una experiencia pretérita de la que aprender algo. Al fin y al cabo, el tiempo lo curaba todo.