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Y yo no pensaba cruzarme de brazos mientras él hacía el trabajo sucio. Estaba dispuesto a echarle una mano. Cogí mi agenda y busqué el número de Sara, la mejor amiga de Artemisa, una chica que desde el momento de ser presentados andaba acosándome abiertamente, quizá porque en el fondo eran rivales desde la infancia, como sucedía en el cine, y cuyo teléfono yo había tenido el olfato de apuntar en cuanto tuve oportunidad. Y en menos de una hora Sara y un servidor, todavía con la armadura puesta, sin mediar más palabras que las necesarias para escoger la protección y discutir la postura, nos restregábamos el uno contra el otro entre las sábanas buscando cosas diferentes, jadeando con la ridícula desmesura a que obliga el pecado sin saber que en ese mismo instante Artemisa era informada por el barman del Insomnio de mi gesta, se conmovía, se veía de pronto a sí misma como un acertijo resuelto, incluso lloraba en los servicios, salía del local, cruzaba las calles y subía en aquellos momentos las escaleras de mi casa, cosas de la vida, para decirme que había cometido una tontería, que había estado ciega, que por fin se había dado cuenta de que me quería.

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Adelante, damas y caballeros. Bienvenidos al Museo de Arte Contemporáneo dedicado a la Fallida Relación Sentimental de Artemisa Peñalver y Alejandro Alcina. Pasen. Pasen y vean. Lamentamos enormemente qué hayan tenido que subir a pie hasta aquí, pero es algo que yo hago todos los días y créanme, revitaliza. Hoy en día, sometidos a férreos horarios que por lo general nos mantienen durante horas sentados como galeotes ante la pantalla de algún ordenador, cualquier oportunidad es buena para desempolvar los músculos, no me digan que no. Además, es un contratiempo que pronto será solucionado. A pesar del desinterés que la compañía de reparaciones parece dedicar a nuestro ascensor, la viuda del 5° está a punto de completar su curso de bricolaje y corren rumores de que piensa estrenar sus herramientas viéndoselas con las entrañas del entrañable aparato.

Pero adelante, adelante… No se apelotonen en el recibidor y pasen a la cocina, primera parada de este emocionante recorrido por el amor y el odio de una pareja de nuestro tiempo. Prepárense para disfrutar de un itinerario por sentimientos encontrados, por dudas y situaciones que con toda seguridad avivarán el fuego de su memoria e incluso les arrancarán alguna lágrima melancólica, porque ya saben que el amor y todo lo que dicha palabra acarrea tiene el don de lo universal. Respiren profundamente este aire maloliente y pegajoso en el que Alejandro consumió sus últimos días, sientan la trabajosa fluidez con que pasa por sus gargantas, como un chicle o una declaración de amor. Imagínenle encerrado aquí con las persianas echadas, olvidado de todo, del mundo de fuera, de su vida, incluso de sí mismo, con la única ocupación de pasear por la casa y tirarse horas mirando las musarañas, mientras en su cabeza comenzaba a tomar forma la fatídica decisión.

Observen ahora el fregadero, con su pila de platos respectiva, nuevo testimonio de la dejadez que acosaba a nuestro protagonista. Se contabilizan exactamente veintidós platos, siete de ellos hondos, diez normales y cinco de postre, ocho tazas de café, una ensaladera, dos sartenes, seis cuchillos, cuatro tenedores y nueve cucharillas; observen también la gota que se estrella en un compás de cuatro por cuatro sobre la taza que corona el monolito de enseres, así como que el 70% de los restos de comida aún no se han estabilizado en una posición definitiva y se limitan a flotar en las albercas formadas por la confusión de cacharros, mientras el 30% restante se ha adherido con tenacidad de percebe. Los detalles pueden verlos en el monitor: tres fideos se han hecho fuertes a cinco centímetros del borde ondulado de un plato sopero, un corpúsculo de tomate se ha estabilizado en el centro justo de un plato de postre, también herido por un vestigio de flan; una amarillenta telaraña de huevo aguarda al estropajo en uno de los flancos de la ensaladera y las sartenes muestran sus superficies empedradas de ajos negruzcos y mucosidades de aceite. Pueden acercarse todo lo que quieran. Los estudiosos han descubierto cierta poesía derivada del azaroso contraste de formas y volúmenes. Observen, por ejemplo, cómo el ceje de este vaso contribuye a la armonía del conjunto o cómo el rojo febril de esta mancha de tomate contrarresta el tísico amarillo de la mácula de huevo vecina en tan sutil universo de colores. Consideren que todo esto es obra de un hombre, con sus refinamientos y bajezas, y es de él de quien habla. Y yo les pregunto: ¿por qué las personas tratan de reconocerse emborronando cuartillas de un diario cuando les bastaría examinar su fregado con atención? Detrás de cada gran hombre late siempre un fregadero que exhibe sus miserias. Sí, señor Wang, puede hacer todas las fotos que quiera.

Dejen que les hable ahora del alma de los objetos. Está demostrado que el uso cotidiano confiere a los objetos inanimados una pequeña ánima que sólo llega a expirar por completo en la soledad de los desvanes, desvinculados ya del afecto de sus usuarios. Concéntrense, amigos, y perciban en estos humildes utensilios la impronta de Artemisa y Alejandro, esa impronta que resistirá frente a cualquier lavavajillas, por muy espectacular que éste sea. Sobre estos platos se han dicho muchas cursilerías, esta ensaladera fue testigo de los nervios y meteduras de pata de la primera cita, y en estas tazas hubo una vez un café que fue bebido a sorbos lentos por unos labios que después se abalanzarían unos sobre otros presos del deseo, pues ya saben que para que exista la tragedia debe darse antes algo similar a la felicidad, y créanme si les digo que antes de la tormenta la vida era hermosa y parecía existir únicamente para que ellos la consumieran.

Pasemos ahora al salón. La desolación que sumía a Alejandro vuelve a reiterarse sobre el enlosado, anegado de gruesas pelusas negras. Mírenlas y no me digan que Alejandro no dedicó sus días a trasquilar ovejas, ovejas negras, por supuesto… Ejem, tal vez la broma pierda su gracia al traducirse al japonés. A nosotros tampoco nos parece divertido usar el pene de tigre macerado como afrodisíaco. Países distintos, humores distintos, supongo… Sigamos. He aquí el sofá, acolchada balsa donde Alejandro pasó la mayor parte de su naufragio sentimental, donde se removió durante no se sabe bien cuánto tiempo con los pormenores de su romance con Artemisa grabados en su cabeza como partidas perdidas en la mente de un ajedrecista, incapaz de remontar el muro del abatimiento y tender pensamientos hacia el futuro. Pónganse en su lugar. Imagínenle desconcertado ante la paradoja de sentir cómo se va muriendo mientras en el entramado de órganos y sistemas en que queda convertido todos siguen en su puesto, impartiendo la rutina de la vida, indiferentes a los acontecimientos acaecidos a la intemperie. No obstante, Alejandro sabe que se está entregando mansamente a la autodestrucción, que no puede continuar mucho tiempo más en unas condiciones tan infrahumanas. Pero, ¿dónde está la salida del laberinto? Es más, ¿le interesa tanto lo de fuera como para buscarla con el correspondiente ahínco? Volver a ingresar en la vida le atemoriza, amigos. De repente, caminar entre los demás le exige la misma fuerza de voluntad que necesitan los enanos o los disminuidos. Se siente sin fuerzas, en definitiva, para llevar a cabo cualquier ocupación que no sea la de compadecerse de sí mismo en un dulce abandono psicosomático, como un desperdicio más, escuchando una y otra vez el enérgico pasodoble que en medio de la noche interpretaron los tacones de Artemisa y los peldaños de la escalera en su huida indignada.