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Y llegamos por fin a la atracción estelar, al momento que todos ustedes estaban esperando, al punto de inflexión de todo esto, la bisagra de tan malogrado romance, el porqué: la cama. He aquí el escenario donde incidió el metafórico cuchillo que sesgó en dos pedazos la manzana de su relación, uno fresco, incluso dulce, y el restante lleno de podredumbre. Esta marca de tiza señala dónde se detuvieron en seco los pies de Artemisa, incapaces de proseguir hilvanando pasos. ¿Por qué? Pues porque sus ojos se encontraban clavados en la traición, en ese desagradable espectáculo que siempre descubren los protagonistas de las películas cuando llegan antes de la hora convenida, en el abigarrado galimatías de miembros y desnudez que ocupaba la cama y que sólo supo devolverle una mirada boba. Observen, amigos, el revoltijo de sábanas, la vileza que late en cada doblez, los inconfundibles pliegues del pecado, la almohada exiliada del lecho, inútil en la vorágine del deseo. Sí, damas y caballeros, todo despedía un irritante aire de confabulación y Artemisa se volvió sobre sus pasos como un autómata, sin saber bien qué buscaba pero encontrando un pesado cenicero de cristal que se le vino a la mano y voló en las eléctricas alas de la furia hasta estrellarse contra la pared con un confuso exabrupto, a catorce centímetros exactos de la arrobada cabeza de Alejandro, sobre el póster de Star Wars.

Ah, la infidelidad… Un momento de flaqueza que puede estar pagándose toda la vida. Pero, con sinceridad, ¿quién puede resistirse a ella? ¿Quién puede esgrimir la bandera del amor, algo tan abstracto, ante la exploración de nuevas geometrías, algo tan rotundamente concreto? Algunos caballeros se sonríen; ellos sabrán por qué.

Acérquense. Presten atención ahora a este singular objeto conocido por el inocuo nombre de teléfono. Si meditan un poco, coincidirán conmigo en que es un trasto que se ha hecho demasiado poderoso en los últimos tiempos, hasta el punto de que su timbre, en cualquiera de sus modalidades, puede mantener en vilo la vida entera de su usuario. Todos sabemos que la mayor parte de los cambios periódicos de nuestra existencia llegan a través de este simpático aparatito que preside el salón con su mutismo sibilino. Nuestros sueños se cumplen o se hacen pedazos al descolgar un auricular. Fue, cómo no, el encargado de rescatar a Alejandro de su letargo. Imaginen por un momento su erizado timbre desmantelando la paz del penumbroso salón. Imaginen acto seguido a un Alejandro renacido e imaginen también todo lo que puede cruzar por la mente de un hombre desesperado en los cuatro pasos de nada que tarda en llegar al auricular. ¿Acaso alguien puede reprocharle el meteórico hilvanado de escenas que desfilaron por su cabeza amparadas en el misterio de la llamada? En ese invernadero que es la imaginación, donde todas las flores huelen a esperanza, antes de que su mano verdadera logre alcanzar el teléfono, una mano más rápida ya ha descolgado el auricular, dando paso a la compungida voz de Artemisa perdonando su desliz, diciendo no sé qué sobre la tolerancia, diciendo esto y lo otro, pero diciendo sobre todo que en realidad llama desde la cabina de abajo y que si quiere sube y él asiente entre lágrimas de agradecimiento y dice sí, sí, sí, y una vez la tiene delante se arrastra a sus pies, y dice que está arrepentido y dice que lo siente en el alma y dice que la ama más que a nada y deja que sus dedos expresen todo eso que quiere decirle y no cabe en palabras sobre su añorada piel y su deseo se estrella como una ola caliente sobre los sedosos arrecifes que la hacen mujer y se casa con ella y tienen tres hijos y un perro y un plan de pensiones y en ese momento, a un paso de la jubilación, la mano que de verdad cuenta, mano de nieve, mano negra, descuelga el auricular y su felicidad se hace pedazos contra la voz de su madre. Los padres, joder. Los padres nos dan la vida y se reservan el privilegio de intervenir en los momentos más inoportunos… Y desde el centro de un apestoso apartamento donde se dedica a cultivar los gérmenes que serán las enfermedades del futuro, con el corazón a punto de tirar la toalla y el alma como un vertedero de sueños incumplidos, con el estómago polvoriento, pensando en Artemisa arrojándole ceniceros, mirando el futuro como quien mira uno de esos aterradores potros de tortura, deseando que cese el gorgoteo de esa voz maternal que le pone al día de lo poco que pasa en un pueblo de donde se fugó hace ya casi tres meses y sintiendo cómo nada de todo esto importa una mierda en esta ciudad enorme y fría en la que trata de demostrar que él también cuenta en la compleja trama de la existencia, le dice que está estupendamente, que ha conocido a una chica fantástica que encima le quiere, que come muy bien, que lamentablemente, aunque tiene un millón de cosas a la vista, aún no se ha concretado nada y este mes tendrán que mandarle también el dinero del alquiler, que aunque no les llame muy a menudo les echa terriblemente de menos, a papá también, sí, y que no está en absoluto arrepentido de haberse venido a Sevilla a pesar de que ahora podría estar trabajando en el taller del tío Joaquín y luchando con sus manos grasientas por vencer el recato de la hija de alguna de sus amigas del curso de repostería con la que se dirigiría a una boda inexorable.

Observen también la pizarrita que había tenido la precaución de colocar sobre el teléfono, donde se encuentra cuidadosamente anotado, por si llegaba a darse una emergencia como la que se produjo, todo cuanto debía recitar a su madre.

Y llegamos al último tramo de nuestro recorrido. Formen un círculo a mi alrededor. Esta obra todavía no está completa; pueden considerarla una primicia, un detalle del museo para con ustedes. He aquí la mesa, una mesa de cocina, coja y grasienta, salvada de la vulgaridad porque sobre ella, en estos papeles garabateados que pueden ver, Alejandro confeccionó su poema póstumo. Sí, el mismo que tienen impreso al dorso del folleto. No lo insulten, amigos, valorándolo con baremos críticos; piensen tan sólo en el inmenso dolor que se esconde tras ese puñado de versos rudimentarios… Esto es el resultado de una mano temblorosa y un corazón roto que ya había decidido que la vida no era una inversión rentable y sin embargo tuvo los arrestos necesarios para respaldar su huida con unas líneas, una carta donde pretendía explicar a Artemisa y puede que a él mismo muchas cosas, todo lo que había sentido a su lado y todo lo que a su lado había dejado de sentir, ese tipo de cosas, en definitiva, que nunca se dicen cuando todo marcha bien; un intento encomiable que las lágrimas y su torpeza expresiva redujeron a un deslavazado poema, un lamento rabioso y agrio por todo y por todos que desgraciadamente no pudo encontrar un soporte más digno. Piensen que incluso Hamlet confesó carecer de arte para medir sus gemidos en su poema a Ofelia.

Y he aquí la silla, una silla de cocina, coja y grasienta, de la que Alejandro se sirvió para colgarse de la lámpara. ¿Deduzco por el murmullo generalizado que a mi audiencia el suicidio le resulta una decisión demasiado drástica? Tal vez. ¿Qué puedo decirles? Hay personas que saben adaptarse y otras no… El suicidio es algo muy serio, e irreversible, pero los que llegan hasta él lo hacen en una carrera desesperada y confusa; por lo general uno no se sienta a estudiar los pros y los contras de colgarse de la lámpara, simplemente lo hace. Piensen que en un momento así la vida no tiene visos de ofrecer nada mejor, que uno no puede evitar dejarse vencer por un tiovivo de imágenes despiadadas, que no puede imaginarse más que sin fuerzas para amar ni suerte para ser amado, pasando por la vida como pidiendo disculpas, infectado de melancolía, agonizando al fin en una pensión destartalada, expirando sin gracia ante algún indeseable fiel que le sostiene la mano, quizá un borracho greñoso o una puta fofa que acabó por cogerle cariño. Y suicidarse por amor es el te quiero más sincero que existe. O la mayor estupidez que puede hacer un hombre, dependiendo del talante de la mujer a la que vaya dedicado tal acto, que de todo hay.