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Arrinconadas contra la pared observé también varias obras clásicas -Nabokov, Cortázar, Proust…- con las páginas tachonadas de asteriscos, flechas y subrayados. ¿Habría puesto en mi boca alguna de aquellas frases señaladas? Todos aquellos libritos ofrecían un aspecto sobado y amarillento, como las revistas pornográficas que rulan por los cuarteles. Me pregunté si la pasión de aquel sujeto por los clásicos no había degenerado hasta esos extremos que imposibilitan que el objeto de lectura pueda sostenerse con ambas manos a la vez.

También había un gran número de fotos, la mayoría mías, desperdigadas por la mesa. En algunas aparecía recorriendo las calles con la armadura puesta, seguido por una algarabía de niños, en otras aparecía paseando con Artemisa por algún parque o sentados en el río; en una salía dando tumbos de un fotomatón, en otra arrojaba un pendiente desde el puente de San Telmo bajo un amanecer indescriptible. Había una en la que Coral y yo caminábamos silenciosos hacia la estación de trenes, yo llevaba una enorme maleta y no caía un solo copo de nieve. Y otra en la que me encontraba acodado en la mugrienta barra de una de las tascas de los arrabales, hablando animadamente con un vaso de cerveza que tenía a mi derecha. Eso era cuanto quedaba de Javi, una cerveza sin tocar. Había una realmente hilarante en que se me veía saltando desgarbadamente ante la cámara de un humilde japonés que trataba de fotografiar un patio sevillano. En otra Sara, desagradablemente desnuda, el rostro ruboroso, los pechos colgándole como alforjas vacías, el manchón negro del pubis como una araña reventada a pisotones, se afanaba en esconder algo bajo mi cama, quizá un pendiente. Había una de la ventana del estudio de Blanca: la pintora se encontraba contemplando la calle con el pelo mojado y una camiseta lila al menos tres tallas más pequeña, yo me acercaba sigilosamente por detrás, desplegando los brazos como un murciélago torpón y espectral. En otra salía con una sonrisa radiante de una sala de la sede universitaria, había un cartel en la pared donde podía leerse: Oposiciones a oficiales de la Administración de Justicia y, a través de la puerta entornada, podía apreciarse la composición que formaban los tres magistrados: el que había ocupado el lugar central sostenía con dos dedos, como si se tratase de una rata repugnante, la cuartilla donde había ido anotando los pormenores de mi examen, uno de sus compañeros le acercaba la llama de un mechero, y el restante se revolcaba sobre la mesa, preso de un ataque de risa.

Allí se encontraba la etapa conclusa de mi vida, desguazada sobre la mesa, y por un segundo de desconcierto me pareció vislumbrar en aquella composición caprichosa, en aquella alteración de los acontecimientos, un sentido que no podía percibirse en la disposición original. Allí se encontraba reseñada la mayor parte de mi periplo desde que arribara a Sevilla. Todo lo que me había sucedido. Todo lo que realmente me había sucedido. Tomé el manuscrito. ¿Y allí? ¿De qué forma había sido transplantada mi vida a aquellas páginas? ¿Se contaba también allí la verdad o quizá algo menos espantoso?

No me atreví a abrirlo. Hice algunos amagos, y en todos ellos el pizzero se revolvió en el asiento como presa de extraños calambres, pero no lo abrí. No lo abrí porque no sabía qué podía encontrar ni qué quería encontrar. Leí el título de la cubierta: Siempre sin anchoas. Era un título de lo más desafortunado, desagradable incluso. Ni siquiera el autor parecía muy conforme con él, ya que entre paréntesis aclaraba que era un título provisional. Movido por un impulso repentino, cogí un lápiz que había en la mesa y taché aquel desatino. El pizzero me miró con cierta preocupación: una cosa era liberar la novela de la tara de aquel título y otra ofrecer alguna alternativa. Me sentí en la responsabilidad de hacerlo. Era el precio de mi atrevimiento. Aquélla era mi vida, ¿quién si no yo podía resumirla en una frase? Cualquier otro, pensé tras varios infructuosos minutos de mordisquearle el lápiz al pizzero. Por no marcharme de vacío, opté por escribir una frase que una vez me había dicho una amiga muy especial y que a pesar de no haber entendido había guardado con cariño en un rinconcito de mi memoria.

El pizzero estudió mi estrafalaria propuesta con ojo crítico, y yo aproveché para levantarme y abandonar el local, andando con paso tranquilo pero apresurado, temeroso de que me llamase por la espalda para preguntarme indignado qué carajo pretendía decir con aquella frase idiota. Pero no lo hizo. Una vez en la calle, a salvo ya, me volví con disimulo y eché un vistazo a través de la cristalera. El pizzero seguía tratando de extraer algún significado de aquello. Finalmente lo colocó sobre el montón -supongo que concluyó en que algún significado debía tener para mí, y ya que yo era el protagonista…-, introdujo un nuevo folio en la máquina y comenzó a escribir algo, tal vez un epílogo.

Me comí el último buñuelo, tiré el envoltorio en una papelera y eché a andar calle abajo. Hacía una mañana estupenda y aunque -a excepción de que a partir de ahora el pizzero me dejaría en paz- no tenía motivos para ser feliz, me sentía más feliz que nunca, sintonizado por vez primera con el mundo, consciente de ocupar por vez primera el lugar que me correspondía, justo por encima de las hormigas, justo por debajo de las estrellas, justo en el centro. Tenía toda la vida por delante para decidir qué hacer. Pero sobre todo tenía toda la mañana por delante. ¿Había algo que quería hacer por encima de todo? Lo había. Vaya que si lo había.

Entré en el primer videoclub que encontré y alquilé El imperio contraataca y El retorno del jedi. Luego me hice unas palomitas y me senté en aquel sofá azul y destartalado donde me habían ocurrido tantas cosas y donde muchas más me ocurrirían.

Y para qué negarlo, disfruté como un niño.

Sanlúcar, junio-agosto de 1996

Nota del editor

No me resisto a dar por concluida la edición de esta novela de Félix Palma sin añadir una nota de advertencia: hará bien el lector en recordar que esta obra fue escrita en 1996. Antes de El club de la lucha (1999) de David Fincher, con la que tiene en común el desdoblamiento del protagonista. Antes de Amélie (2001) de Jean-Pierre Jeunet, cuya protagonista va por la vida pintando de colores inventados su villa de París (y sus fotomatones), como el héroe de Palma hace con Sevilla (y sus fotomatones). Y antes de cualquiera de las películas de Michel Gondry, notablemente La ciencia del sueño (2006), cuyo personaje principal tiene diagnosticado el mismo mal de inmadurez que Alejandro y aplica el mismo remedio: una imaginación desbordante que rompe las barreras entre lo real y lo ilusorio.

Entonces, más que como una novela sobre la generación de Peter Panes que ahora frisa los cuarenta, mas que como una oportunidad de enamorarse (varias veces), más que como un relato emocionante e hilarante, más que como un reprocesamiento de material biográfico para diversión del respetable, quizá la mejor forma de definir esta novela sea justamente por esa capacidad de anticiparse a grandes fenómenos estéticos de la década siguiente…

Sí, los lectores sin duda lo han visto antes; pero Palma lo contó aquí primero.

Félix J. Palma

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