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Siempre que miraba hacia atrás en el tiempo me sobrevenía la misma sensación de impotencia, un ansia inevitable por rectificar cada desatino cometido que acababa por convertir la remembranza en un acto de puro sadismo. Me veía a mí mismo con una mezcla de afecto y repulsión, golpeado por las circunstancias, patéticamente feliz en los momentos de calma que precedían a las tormentas. Era como desentenderse de lo vivido, como si todo aquello fuese obra de otro y no mía, quizá de algún impostor que tenía por encargo sabotearme la existencia; y lo mas aterrador de todo era que aquel rechazo sistemático de episodios se prolongaba, implacable, hasta el presente, apenas frenando levemente dos o tres años antes de alcanzarme. Me pregunté, horrorizado, si un par de años hacia delante, renegaría de este momento, de este entramado de acciones y pensamientos que yo era ahora y del que creía enorgullecerme. ¿Era eso lo que llamaban encontrarse a sí mismo, ir repudiándose a través de los años, no estar satisfecho nunca con las propias acciones, ni tan siquiera al día siguiente de haberlas realizado, ni siquiera una hora después, un minuto, ni siquiera antes de realizarlas?

Si alguien decidiera, como si de perniciosos libros de caballería se tratase, quemar mi adolescencia en una pira, sólo me tomaría la molestia de salvar tres volúmenes, los correspondientes a los tres veranos consecutivos que pasé en compañía de Luke Skywalker; e incluso del último de ellos, también donaría a las llamas sus capítulos finales.

Siempre recordaré aquellos veranos, desde el 78 al 80, como los más felices de mi vida. Luke Skywalker se llamaba en realidad Wenceslao Flores, era de Vallecas, lo que para mí, impenitente rastreador de mapas, fue siempre una de esas islas mínimas que nadie se molestaba en localizar en ningún océano, y debía ser cuatro o cinco años mayor que yo. A partir del 78, su familia alquiló por julio y agosto el chalet contiguo al mío, sustituyendo a un matrimonio francés cargado de niños ruidosos sobre los que mi padre empezaba a plantearse seriamente la posibilidad de estrenar la escopeta de caza que le había regalado un cliente del banco. De esa forma, mi padre no incurrió en el asesinato y a mí se me permitió probar un poco de eso que llaman las mieles de la felicidad.

A pesar de que no se llamaba así, Wenceslao tenía el mismo pelo rubio y la misma mirada de perplejidad dulce de aquel granjero que soñaba con ser piloto espacial y, si bien su espada de luz distaba muchísimo de la del auténtico caballero jedi, al ver cómo solía enarbolarla con aquellos movimientos elegantes y medidos uno podía creer que realmente la Fuerza le acompañaba. Yo, por supuesto, aún no había osado internarme en el único cine del pueblo, e ignoraba que, mientras a mi alrededor la vida se desgranaba vana y ordenada, en una galaxia muy, muy lejana, las fuerzas del bien y del mal se disputaban el universo. Wenceslao, que había visto la película la semana antes de llegar al pueblo, fue narrándomela con una voz crepitante, partida por el entusiasmo de los recuerdos, a través del enrejado que unía nuestras casas, como en un confesionario. Y luego yo mismo pude comparar las imágenes de mi mente con las verdaderas, que nos iban llegando con exasperante lentitud a través de los cromos. Wenceslao, que tenía un tío americano, no tardó en hacerse con todo el merchandising posible de la película: cómics, gorras, postales, y sobre todo con un par de espadas de luz, las cuales convirtieron el jardín de casa, el verano entero, en una épica y cruenta batalla interestelar.

El verano de 1980, justo cuando se estrenó la continuación de Star Wars, Wenceslao se marchó definitivamente pero me dejó su espada, tal vez como única forma de frenar mis lágrimas, advirtiéndome que en cuestión de días otro jedi vendría a reclamarla. A partir de entonces, al otro lado de mi espada presta, empecé a encontrar los enemigos mas dispares: a veces mi padre, que nunca llegó a entender por qué luchábamos y me lanzaba mandobles desgarbados, pendiente de los resultados del Carrusel; a veces mi sobrina Sandra, que no tardaba en ponerse a lamer su arma con curiosidad; a veces mi abuela, que repelía mis ataques con inaudita destreza sentada en su butaca; por lo general un arbusto que tenía mi altura, a cuyas ramas flexibles solía atar la espada sobrante. Aquello era, naturalmente, de lo más aburrido. Estaba a punto de condenar las espadas al baúl de los recuerdos cuando empecé a notar cómo alguien estudiaba mis lances a través del vallado.

– No es difícil vencerá un arbusto -dijo una tarde, insolente, el espía desconocido cuando yo acababa de propinar el golpe de gracia a mi ficticio contrincante. Era un chaval de mi edad al que no había visto nunca, por lo tanto uno de esos extraños contra los que mi madre me había prevenido, pero un extraño que llevaba una camiseta de Star Wars.

– ¿Quieres probar tú? -pregunté señalando la espada que colgaba del desvencijado arbusto.

– Me llamo Javi -dijo el desconocido saltando la valla.

Era ligeramente más alto que yo, pero casi igual de delgado. Tenía cierto aire de intriga en la mirada y una boca airosa, donde zascandileaba una vinagreta como ensayo del primer pitillo. Se acercó al arbusto y tomó la espada de Wenceslao. La estudió durante unos segundos, maravillado, mientras yo hacía otro tanto con su camiseta. Luego sonrió maliciosamente y me lanzó una estocada que yo detuve a duras penas con la mía. Tras aquel súbito encuentro, las hojas volvieron a separarse, pero Javi y yo quedamos unidos para siempre.

Crecimos a la par, como plagiándonos el uno al otro. Recuerdo aquellos atardeceres en la playa, afanados en adivinarnos los puntos débiles mientras unos metros más allá, como una representación de nuestro futuro, los mayores, acuciados por los primeros picores de la virilidad, descubrían que había algo sumamente agradable en la compañía de las chicas, hasta entonces cruelmente excluidas de sus juegos. Javi y yo, cuando el cansancio nos tronchaba sobre la arena, los observábamos con una curiosidad lúdica, consciente de que pronto agotaríamos la infancia y quedaríamos terriblemente expuestos a la vida. A esa edad, los años son como escultores sedientos de prestigio, y sus cinceles nos atacan con pasión y rabia, sabiendo que será su trabajo el que, salvo algunos retoques insignificantes, perdure en el tiempo. Tanto da la promesa que sugieran nuestros rasgos infantiles, pues una vez caemos en manos de la pubertad, nuestro crecimiento se basa en una continuada improvisación, que sólo parece percibir el ojo experimentado de la abuela. De esa forma nos vamos haciendo, por dentro y por fuera, según nos vayamos rozando con la vida.

Con la llegada de las hormonas, Javi y yo enfundamos la espada y desenvainamos la daga, ansiosos por comprobar si, como decían, era más eficaz en el combate cuerpo a cuerpo.

Javi no tardó en hablarme de sus excelencias. Yo, desgraciadamente, tuve que confiar la mía al herrero para un nuevo temple y quedé rezagado. En los años venideros realizamos todas las locuras pertinentes: nos emborrachamos, nos matamos a pajas, nos bañamos desnudos en la playa, nos dejamos caer por alguna sex shop, fumamos algún que otro porro e hicimos todo eso que desde que el mundo es mundo están obligados a hacer los adolescentes.

Fue por aquel entonces cuando escribí esto en mi diario: Javi es mi mejor único amigo. En la infancia un amigo es alguien con quien jugar. Luego viene la adolescencia con sus imposiciones, y uno puede jugar al fútbol con veintidós tíos y no tener un solo amigo. Yo por lo menos tenía a Javi. Pero de todas formas, aunque charlábamos, nos divertíamos y aburríamos juntos y hacíamos todo eso que hacen los amigos, la nuestra no era una amistad ortodoxa. Era una amistad, por así decirlo, unidireccional.

Mientras Javi sabía de mi vida tanto o más que yo mismo, su vida era un misterio para mí. No era que Javi tuviese uno de esos pasados oscuros de las películas o fuese reservado o parco en palabras, no, Javi era libre. No como podemos serlo tú o yo, sino como sólo pueden serlo algunas personas, esas personas que parecen vivir como de puntillas, como si la vida para ellos no fuese un continuo descubrimiento, sino algo ya sabido hasta sus más mínimos detalles, y por tanto pueden adelantarse a ella, esquivar sus embestidas, saber sin necesidad de probarlo qué frutos son venenosos y cuáles no. Javi, tras zambullirse en la adolescencia, emergió convertido, o mejor dicho terminado, en una de esas personas especiales, que no son conscientes de serlo y objetivamente, supongo, no lo son. Javi era especial ante mis ojos, que eran los ojos de la admiración y son ahora, creo, los ojos de la más saludable de las envidias. Mientras que yo pisé todos, Javi atravesó la adolescencia sin caer en ninguno de sus cepos, ni siquiera se dejó coger por el acné. Nunca me confió sus enamoramientos, sus problemas, su malestar, se limitaba a ejercer de blanco del mío, ofreciéndome su consuelo u opinión siempre, mientras él se mantenía a salvo de tanta miseria, mirando la vida con ojos de entomólogo, instalado al parecer en un domingo perpetuo.