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Si Eldon Underwood todavía hubiera estado en el mundo, a buen seguro habría acompañado al pueblo a su hijo y su nieto mayor en busca de provisiones, encantado con la aventura de poder remar hasta allí. Su hijo se llamaba Alaric Eldon, algo que todos sabían, pero su esposa y sus hijos, algunos de sus empleados y la mayoría de los comerciantes lo llamaban A. E. Puesto que había nacido en Whitern Rise y había crecido al lado del río, a A. E. Underwood le había parecido lo más natural convertirse en constructor de embarcaciones. Había empezado como aprendiz en J. Rickees e Hijos de Eaton Fane, pero durante los últimos catorce años había tenido su propio pequeño astillero justo al lado del río desde Whitern Rise.

El bote que iban a llevar al pueblo no era uno de los mejores hechos por A. E., pero navegaba bien y cumplía su función. Era, no obstante, demasiado ancho para que pudiera pasar por la esclusa lateral, así que fueron remando por el canal hasta la entrada principal. Remar cuando normalmente habrían tenido que andar los divertía. Sin embargo, la madre de Aldous no se habría sentido nada feliz. Llevaban viviendo en el piso de arriba desde que el agua entró en la casa, y Marie Underwood, mirando hacia abajo desde el descansillo con ojos llenos de desesperación, no había dejado de preocuparse por los daños. Todas las habitaciones de abajo se hallaban inundadas; las alfombras, el mobiliario y el papel de pared se echarían a perder. A. E. era tan consciente de ello como cualquiera, pero era un hombre jovial que sabía hacer frente sin inmutarse a la mayor parte de las tribulaciones domésticas. Algunos habrían dicho que se lo podía permitir. Su astillero nunca había tenido más trabajo que durante los últimos cinco años, gracias a los generosos contratos gubernamentales para las pequeñas embarcaciones.

Hoy, la vista desde la puerta, por lo general una gran extensión de terreno comunitario conocida como el Coneygeare, no mostraba nada de tierra y se reducía a agua puntuada por embarcaciones similares a la suya. No podían pasar por alto la posibilidad de navegar por el Coneygeare.

– ¡Señor Knight! -gritó A. E. al ocupante de otra embarcación-. ¿No le parece que ya va siendo hora de que se cuide un poco de mis pastos?

El otro hombre rió.

– ¡Necesitaré un equipo de submarinismo, señor!

Su patrono torció el gesto.

– ¡No espere que sea yo quien le consienta todos los caprichos, caballero!

Y las dos embarcaciones pasaron la una junto a la otra sin excesivo buen humor.

Domingo:4

Desde la cumbrera del puente, Naia contempló el gran lago que cubría Withy Meadows a su izquierda, engullía el río ante ella y se extendía a través de todo el Coneygeare a su derecha. Era impensable, pues, adentrarse en los Meadows, donde había lugares en los que el agua llegaba tan arriba que los bancos habían quedado reducidos a tiras de madera flotante, en tanto que los árboles más bajos y jóvenes carecían de troncos. A pesar de todo, se sintió tentada de vadear el terreno a través del Coneygeare. Empezó a bajar por la pendiente del puente, siguiendo la dirección por la que había llegado, pero se detuvo a mitad del camino, proyectando ante ella una posibilidad que parecía distar muy poco de la certeza. Cuando se quedaba inmóvil, o andaba por campo abierto, Naia tenía un aspecto poco menos que elegante, con sus hombros anchos, su impresionante estatura y su larga cabellera leonada. Los chicos la admiraban; hasta que la veían cuando se daba prisa por algo, sobre todo al correr, un momento en el que sus brazos se negaban a permanecer próximos a sus costados y sus piernas se convertían en un par de zancos mal unidos. Vadear una extensión de agua tan grande de pronto le pareció demasiado arriesgado. Incluso midiendo bien los pasos, seguramente perdería pie en algún punto y se caería de bruces en el agua, o hacia atrás, con los brazos agitándose, para luego levantarse tosiendo y con el pelo en los ojos y la ropa pegada al cuerpo, la dignidad hecha pedazos. Continuó descendiendo por el puente y, en vez de vadear el río, se volvió hacia casa; sin embargo, cuando llegó a la puerta de Withern se dio cuenta de que no le apetecía volver a meterse entre cuatro paredes tan pronto y siguió adelante, para luego torcer a la izquierda después de haber dado unos cuantos pasos, en dirección al viejo cementerio que seguía una línea paralela junto a la casa.

El cementerio, estando ligeramente elevado como estaba, se había visto menos afectado por la inundación que muchas otras parcelas de la zona. Todas las tumbas que no se encontraban por encima del suelo quedaban debajo del agua, pero cada piedra, lápida y monumento conmemorativo eran claramente visibles salvo por unos cuantos centímetros en la base. Naia hizo algunas fotografías; sin embargo, cuando el objetivo se volvió hacia la pared que describía la linde este de Whitern Rise, guardó la cámara. Allí, debajo de aquel viejo muro expuesto a la intemperie, se hallaba la tumba en la que había pasado mucho tiempo intentando no pensar. Una gran parte de la lápida quedaba oculta por la hiedra, y las malas hierbas habían crecido alrededor de ella desde su última visita hacía un par de meses. Avergonzándose de sí misma por haberla descuidado, Naia se inclinó sobre la lápida y arrancó la hiedra; luego sacó del agua las malas hierbas y las arrojó a un lado, llena de ira. «¿Cómo se atreven a crecer aquí?», pensó. Pero mientras trabajaba para limpiar la zona, la ira que sentía dio paso a una emoción muy distinta, y cuando se incorporó, sus ojos, al igual que la tumba, se hallaban anegados. Un instante después las lágrimas empezaron a brotar de ellos cuando se dejó dominar, los hombros temblándole, como hacía muy rara vez fuera de su habitación, por la tristeza de su situación, la horrible injusticia de todo.

Durante cuatro meses interminables había pasado cada día haciendo frente a la horrible consecuencia del fatal capricho del destino que la había precipitado al interior de aquella falsa realidad. Falsa para ella, en cualquier caso. Era real para todas las otras personas que había allí las pocas que Naia conocía, los miles de millones de seres a los que no conocía-, como su realidad original lo había sido para ella. Allí, más allá de todo contacto o alcance, su madre aún vivía. Aquí, yacía bajo aquella lápida, aquellas aguas, aquellas malas hierbas ansiosas de crecer. La separación había sido tan rápida, y tan total, como inesperada, y no había forma de invertir las cosas, de regresar a como todo era antes. El mero horror de aquello ya era bastante grave, pero, además, Naia se sentía culpable. Culpable de no haber dicho a su madre durante los últimos días que la quería, o de no haberle mostrado la clase de afecto que, en circunstancias familiares normales, podía arrancarle una sonrisa llena de ternura en los momentos de silencio. A veces, la sensación de culpa dolía casi tanto como la misma pérdida.

En aquellos tres últimos meses, Naia había llorado mucho en privado, mientras en público había fingido en infinidad de ocasiones para disipar cualquier sospecha de que ella podía no ser la persona por la que la gente la tomaba. Lo que más la entristecía de su vida aquí, aparte del distanciamiento, era que no había nadie con quien hablar sobre las cosas que realmente importaban. Había hecho varios amigos, con algunos de los cuales no había mantenido una relación de amistad en la antigua realidad, o ni siquiera conocido. Uno o dos de ellos se consideraban como «buenos amigos», del modo en que realmente lo habían sido sus contrafiguras. Naia representaba su papel ante éstos, pero siempre con cierta reserva (que, de vez en cuando, merecía alguna queja), pues sabía, aunque ellos lo ignoraban, que hasta febrero ni siquiera habían oído hablar de ella.