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Aldous ocupaba el dormitorio de la esquina, que daba al río desde una ventana y al jardín sur desde la otra. No era una habitación demasiado grande, pero no quería tener ninguna otra. Le encantaba el modo en que la luz entraba desde dos direcciones distintas, enredando las sombras. Por el momento no había mucho sol; sin embargo, las nubes de lluvia se habían ido y el cielo iba clareando poco a poco, al tiempo que iluminaba el fascinante nuevo mundo que circundaba la casa. El trayecto hasta el pueblo con su padre había siilo muy agradable, pero quería salir solo al menos una vez antes de que reapareciera la tierra, remando y remando y remando a través de aquel extraño nuevo paisaje marítimo y volviendo a casa únicamente para el té. A su padre no le importaba que saliese solo, pero maman se mostraría mucho menos dispuesta. Marie Underwood se preocupaba por sus hijos, en exceso. Aldous esperó hasta que ella y su padre estuvieron juntos antes de abordar el tema. Tal como esperaba, su madre se horrorizó.

– ¿Salir tú solo? ¿En el bote? ¿Tal como están las cosas?

– Tendré mucho cuidado -dijo él.

– No existe ninguna posibilidad de que llegues a hacerlo -replicó ella-. Absolutamente ninguna.

– Me pregunto adónde pensaba ir -dijo su padre, más afable.

– El dónde da igual. No va a ir, y no hay más que hablar.

– Oh, vamos, Marie. Sabe manejar bien una barca. No le ocurrirá nada.

Marie fue tajante.

– No significa no, Alaric. ¿Hablo lo bastante claro para ti?

A. E. no se dejó intimidar por su esposa y guiñó un ojo a su hijo.

«Tú déjamela a mí -decía el guiño-. Tú déjamela a mí.»

Domingo:7

Aparte del sauce y la empinada pendiente gris del techo del garaje, que enmarcaban la vista entre ambos, todo lo que podía divisarse del jardín norte era agua. El asiento de la ventana en el dormitorio principal había sido uno de los lugares favoritos de su madre. Lo había sido y todavía lo era; Naia lo sabía. En su antigua realidad, a menudo encontraba allí a su madre leyendo, cosiendo o soñando despierta. Podía estar sentada allí en aquel preciso instante, pensó Naia y suspiró, casi contenta por una vez. Sin embargo, su felicidad no se debía sólo a la idea de que pudiera estar compartiendo el paisaje con su difunta madre. Un gato ronroneante, al que acariciaba con mano distraída, permanecía lánguidamente sobre su regazo.

En realidad apenas era más que un gatito, y se lo había regalado el señor Knight, el jardinero. Sólo llevaba un par de semanas echando una mano fuera cuando el hombre fue hacia ella con el gato debajo de su chaqueta.

– Uno de los descendientes de Schrödinger -dijo, al tiempo que le mostraba la carita blanca del animal.

– ¿Schrödinger?

– Mi gata -explicó el jardinero-. Un auténtico demonio de la curiosidad que consigue meterse en los líos más improbables; a menudo parece estar en dos lugares a la vez, o en ninguno. Sospecho que éste saldrá a su madre. Es tuyo si lo quieres. Si se te permite tenerlo.

Ver aparecer allí al señor Knight la sorprendió mucho. Había conocido una versión de él allá en casa (como solía referirse a la realidad dentro de la que había nacido). Llevaba desde enero ayudando en el jardín. Pero no aquí. Había transcurrido medio mes de abril antes de que el señor Knight de esta realidad llamara a la puerta para ofrecer sus servicios, a tiempo parcial. Kate nunca habría estado dispuesta a vérselas con el enorme jardín por sí sola, incluso si éste no hubiera estado tan descuidado, y puesto que nadie se había ocupado de él en más de dos años, casi se echó en brazos del señor Knight de puro alivio.

El gato cambió de postura en el regazo de Naia. La mano con que ésta lo acariciaba se había detenido, y un par de ojos verdes alzaban la mirada hacia ella en una silenciosa admonición: «¿Acaso te he dicho que pares?» Naia reanudó las caricias, y los ojos del gatito se cerraron. Luego ella volvió nuevamente la mirada hacia la ventana, pero en aquellos escasos segundos su contento había dado paso a una extremada pena. Nunca volvería a mirar a los ojos a su madre. Podía mirar a los ojos a un gato, pero no a Alex. Y lo que era todavía peor, su madre nunca le dedicaría aunque sólo fuese un pensamiento pasajero. La hija que trajo al mundo había sido borrada de su memoria. Naia se preguntó si aún existiría en el subconsciente de su madre, como una figura efímera que flotaba dentro de él; o, ya puestos, si alguna vez soñaría con ella. Pero incluso si la Alex Underwood viva soñaba con ella, cuando Naia despertaba, iba al cuarto de baño y bajaba a desayunar para entrar en otro día de su vida, cualquier imagen residual conjurada por la noche no tardaría en disolverse.

Partiendo de ese punto, los pensamientos de Naia se volvieron hacia el que había ocupado su lugar en los afectos de su madre: Alaric. Por un instante lo odió. Pero el sentimiento enseguida pasó, pues se dijo que la culpa no era del muchacho. Él también habría tenido que llevar a cabo enormes ajustes, actuar como si siempre hubiera estado allí, fingir que las personas que aseguraban conocerlo le eran igualmente familiares. Naia sabía cómo era aquello. Era porque se negaba a culpar a Alaric, y porque nunca había esperado volver a verlo, por lo que había grabado el nombre de él en la placa de identificación del gatito. Al principio pronunciar aquel nombre en voz alta cuando se estaba refiriendo a un gato la hacía sentirse extraña, pero al igual que le ocurría con la mayoría de las cosas ya empezaba a acostumbrarse a ello. En cierto modo era como una especie de exorcismo lento. Seis meses más, un año, y quizá lograse olvidar por completo de dónde provenía el nombre.

¡Otro año! Sintió que se le hacía un nudo en el estómago. ¿Cómo podría vivir otro año sin su madre? Un año entero, y el primero de muchos. No se veía capaz de soportarlo. Y no lo soportaba. Las lágrimas afloraron a sus ojos por segunda vez en horas. Cuatro meses de mantenerlas a raya, y de pronto…

– Te gusta ese asiento, ¿verdad?

Naia se pasó una mano por las mejillas y se volvió apenas.

– Es el mejor que hay en la casa. ¿Te importa si…?

Kate Faraday era una alegre mujer de treinta y ocho años de estatura mediana; tenía los cabellos de un castaño claro, y se refería a ellos despectivamente llamándolos «ratoniles». No se parecía en nada a Naia, pero cuando estaban fuera de casa la gente solía tomarlas por madre e hija, simplemente porque estaban juntas y había entre ellas una generación. Ese equívoco, que complacía a Kate, a Naia le disgustaba, pues si bien le tenía mucho cariño, Kate no era su madre y no quería que la gente diese por sentado que lo era.