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– ¿Cómo puede importarme? Soy la cría de un cuco en su nido. -Naia hizo una pausa-. ¿Qué estás mirando?

Kate, tras inclinarse para mirar por encima del hombro de Naia, había reparado en el brillo de sus mejillas. Se sentó junto a ella.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó.

– Sí. Sólo estaba teniendo uno de esos momentos. Ya sabes.

– Si hay algo que…

Naia le tocó el dorso de la mano; era un gesto muy simple pero muy apreciado por Kate, quien tenía sus propias inseguridades. El gato hizo sonar su cascabel. «¡Acaríciame», parecía decir a Naia.

– Oh, déjalo estar, Alaric -replicó ella-. Ya recibes suficiente atención.

Y por una vez aquel nombre fue el del gato, únicamente el del gato, y no lo relacionó con el chico que había usurpado su vida.

Domingo:8

«Me llamo Aldous Underwood y tengo setenta y un años.» Se había convertido en su mantra personal, entonado en voz baja al despertar cada mañana, y espontáneamente durante el día cuando estaba fuera de casa haciendo cosas. Setenta y un años. Al menos, eso era lo que ponía en su certificado de nacimiento, comparado con las fechas en los periódicos de ahora. Llevaba consigo su certificado de nacimiento en todo momento. Aunque hubiera tenido más posesiones, aquélla habría sido la más valiosa de todas. Probaba que él existía; sobre todo a sí mismo. Necesitaba ese tipo de evidencias porque su mente y su cuerpo le contaban historias distintas. Debido al aspecto que tenía se esperaba de él que se comportara como lo haría un anciano, pero lo encontraba difícil. Practicaba cómo hablar con seriedad, caminar pesadamente y poner cara larga cuando veía el tipo de cosas cotidianas -una bandada de gansos en el cielo, una ardilla en un árbol, el reflejo del sol en el agua- ante las que la inmensa mayoría de los adultos maduros no reaccionaba. Pero no resultaba fácil.

Disponía de poco dinero, los restos de un fondo fiduciario establecido por su madre hacía una vida, pero sus necesidades tampoco eran muchas. Era por elección propia por lo que vivía al aire libre, en el bosquecillo de la orilla que quedaba enfrente de Withern Rise. No era una existencia cómoda, especialmente ahora, con la inundación, pero no tenía motivos de queja. Volvía a estar vivo, que era lo que importaba. Cuando regresó por primera vez era invierno y había dormido encima de un viejo colchón que cogió de una zanja cercana. Esperó hasta que hubo oscurecido antes de arrastrar el colchón hasta el interior del bosquecillo, sabiendo que semejante actividad podía ser vista con malos ojos por las personas que preferían tener un techo sobre la cabeza. En aquel entonces el suelo estaba tan duro como el hielo. La nieve empezó a caer y no tardó en cubrirlo todo. Si no hubiera sido por su grueso gabán y unos cuantos cartones, también procedentes de la zanja, habría muerto de frío. Su techo entonces, como ahora, era una vieja tienda, abierta y extendida entre ramas. Durante las primeras semanas las noches, infinitamente frías, parecían no terminar nunca, pero a él no le había importado. Se alegraba de temblar y sentir, de que las incomodidades lo mantuvieran despierto. Permanecer despierto mientras otros dormían era un lujo raro.

Había encontrado la hamaca haría cosa de dos meses, en el vertedero municipal. Estaba ligeramente manchada y tendía a ceder un poco bajo su peso, pero estaba hecha de una lona muy resistente, no tenía agujeros y los anillos de metal que había a lo largo de los extremos reforzados se hallaban intactos. También, cosa que era importante, estaba seca. La hamaca había resultado ser todo un estimulante para la memoria. Sorprendido al descubrir que sabía cómo colgar una hamaca, la estaba poniendo en su sitio cuando se acordó de una que tuvieron cuando él era joven de cuerpo al igual que de mente. No estaba hecha de lona resistente como aquélla, sino de cuerda gruesa, con unos ganchos de latón. Los meses de invierno siempre la tenían guardada dentro, pero la colgaban en el jardín sur, entre el manzano y el peral, durante toda la primavera y el verano, y una gran parte del otoño. Recordaba haber extendido los brazos hacia arriba cuando era pequeño y, agarrándose a los lados de la hamaca, haber tratado de subirse a ella, consiguiendo únicamente balancearse para gran diversión de la familia. Ahora había superado esa fase, pero subirse a la hamaca seguía siendo un problema. Con todo, lo logró y allí, a cierta distancia por encima del suelo, cobijado por la tienda extendida, se sintió a salvo, si bien un poco excitado. Era una aventura, como dormir en el jardín de Withern Rise, en la otra hamaca, durante las cálidas noches de verano. Se dijo que éstas todavía tenían que llegar ese año, pues las inundaciones, al haberlo mojado todo, mantenían a raya las temperaturas.

Hasta hacía poco Aldous había pasado una buena parte de cada día dando vueltas por el pueblo y la ciudad, y más lejos, a campo traviesa, aferrándose a los fragmentos de memoria suscitados por algo que veía, olía u oía, tratando de ubicarlos en el contexto y la secuencia apropiados. Entonces llegaron las lluvias, grandes cortinas grises de agua que cayeron implacablemente día tras día, tras día. Aldous se había quedado en su refugio más de lo que le habría gustado, aventurándose a salir sólo para comprar queso, pan, la rara pieza de fruta que no había estado disponible, de la que ni se había oído hablar siquiera, cuando él vivía en Withern Rise. También estaban los necesarios viajes a los aseos públicos en el aparcamiento que había al otro lado del área a la que actualmente llamaban Withy Meadows: canales cubiertos de juncos en su época. Cuando el río anegó las orillas y siguió creciendo, Aldous se alegró de haber colgado la hamaca tan alto. Incluso con su peso, seguía quedando a unos cuantos centímetros por encima de la superficie del agua. Salir de ella era el aspecto menos agradable de usarla en época de inundaciones, pero conseguía hacerlo, con frecuencia riéndose de sí mismo y de sus esfuerzos. Estaba vivo y despierto, y aquí. Se sentía privilegiado.

Domingo:9

Aquella noche, los antiguos padres de Naia se enzarzaron en una discusión que no era una auténtica trifulca; más bien unas cuantas rondas de llevarse la contraria con tozudez. Todo empezó cuando Iván volvió a quejarse del Saab de tres años y medio de antigüedad que había en el garaje. Iván estaba muy encariñado con aquel coche. Era el primero que había tenido, aparte de aquel Daimler con cuarenta años a cuestas que había heredado de su padre.

– Sí, ya sabemos que ha entrado agua en el coche -masculló Alex-. Sabemos que tardará una eternidad en secarse. Sabemos que, incluso después de una eternidad, puede que nunca vuelva a funcionar como es debido. Lo sabemos, lo sabemos, lo sabemos. No hace falta que lo repitas una y otra vez.

– A ti eso te da igual -dijo Iván-. No es tu coche.

– ¿Qué? Pensaba que era el coche de la familia.

– Lo es, pero yo soy el que lo conduce la mayor parte del tiempo. Solía conducirlo, es decir, antes de que…

– Iván, ¿quieres hacer el favor de dejar de hablar del dichoso coche? -dijo Alex.

– Tú no lo entiendes -gimoteó él con voz quejumbrosa.

– ¿Que no lo entiendo? ¿Cómo no voy a entenderlo cuando no paro de oír lo mismo, hora tras hora? Todos tenemos problemas.

No pedimos esta inundación. No puedo ir al pueblo sin vestirme igual que si fuera a hacer submarinismo, no puedo ir a trabajar porque el College está cerrado, y evitar que el agua se cuele por debajo de las puertas es una batalla continua. Pero no me oyes quejarme constantemente de ello.

– ¿Y qué es lo que estás haciendo ahora, entonces? -dijo Iván.

– Responderte -dijo ella secamente.

Ése habría sido el momento ideal para que Iván decidiera cerrar la boca antes de que los ánimos llegaran a estar realmente exaltados, pero lo cierto era que se aburría sin una tienda a la que acudir, clientes con los que charlar, existencias que buscar y sobre las que poder regatear. Se aburría y, por consiguiente, se sentía nervioso. Estaba nervioso y, por lo tanto, tenía el temperamento a flor de piel. Tenía el temperamento a flor de piel y, por ello, se mostraba combativo. Así siguieron, los dos, enfadados y dispuestos a atacar por lo que fuese, criticándose el uno al otro con alguna justificación y sin ninguna, llevando la cosa mucho más lejos de su dimensión natural como una mera discusión, hasta que Iván reparó en que Alaric había bajado el volumen del televisor para observar todo aquello con una sonrisa en la cara.