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– ¿Qué es lo que tiene tanta gracia? -preguntó al muchacho.

– Vosotros dos -respondió Alaric.

– No somos graciosos.

– Desde donde estoy sentado sí que lo sois.

– Es tu madre -dijo Iván.

– ¿Qué es su madre? -inquirió Alex.

– Has empezado tú.

– No lo hice. Tú no parabas de hablar de tu maldito coche. Te dije que dejaras de darle vueltas al asunto durante un tiempo, y eso fue todo.

– ¿Y cómo quieres que deje de darle vueltas? -exclamó Iván-. Era un coche estupendo. Ahora es un montón de chatarra.

– Ya vuelves a empezar.

– Me limito a exponer un hecho -dijo Alex.

– Considéralo expuesto y cambia de tema. Mejor aún, no digas nada. Estoy harta de oír tu voz.

– Oh, encantador.

– Bueno.

– Me refiero a que cómo puedes decir esas cosas -se quejó Iván.

– No puedes parar, ¿verdad?

– Lo haré si tú lo haces.

– Ya he parado -dijo Alex-. Me conformo con que no vuelvas a hablar de ese asqueroso coche.

– Ahora sí que el pobre está asqueroso.

– Ya vuelves a empezar.

– Ya vuelves a empezar tú.

Y así continuaron, una vez y otra, y otra más, sin que ninguno de los dos fuera capaz de dar por zanjada la discusión y admitir la derrota. Alaric sacudió la cabeza con placer, como si estuviera viendo pelearse a dos niños pequeños. Era de lo más normal. Normal y cotidiano. Perfecto.

Algo más tarde, se hallaba de pie delante de la ventana de su dormitorio contemplando el jardín sur. Oscurecía, pero no había encendido la luz y podía distinguir el árbol Genealógico sin tener que forzar la vista. Había habido un tiempo, mucho antes de su época, en que el viejo roble sólo era un árbol más entre varios. Ahora se alzaba casi en solitario de las aguas, imponente en su anchura y su plenitud, y su vecino más próximo no era más que un arriate de rododendros y camelias. Alaric no había pensado demasiado en el árbol últimamente, pues muchas otras cosas reclamaban su atención. Pero había algo en él que ahora lo obligaba a mirarlo. Casi de inmediato apareció una razón para ello en la figura que se dejó caer al suelo desde el roble. Tras un leve chapoteo silencioso, el visitante estuvo de pie en el agua. Alaric se acercó un poco más al cristal. Un desconocido que se baja de un árbol en tu jardín ya habría sido sorprendente, incluso preocupante, pero…

Se le secó la boca. Ahora el visitante que vadeaba el jardín inundado y se dirigía hacia la casa se encontraba lo bastante cerca para ser reconocido. ¡Como si hubiera podido caber alguna duda, incluso a cierta distancia! Era él. Él mismo. Alaric.

El Alaric del jardín alzó la mirada hacia la casa y se detuvo. Luego se inclinó hacia delante en un intento de distinguir la cara del observador de la ventana. Entonces, viendo quién era, saltó como si lo hubieran golpeado, se tambaleó en el agua, miró a su alrededor con aire inquieto y se esfumó.

LUNES

Lunes:1

Whitern Rise se había convertido en una gran arca provista de tres tejados a la deriva en un océano sin mareas puntuado por islas compuestas de matorrales y árboles y atisbos de edificios lejanos. En sus once años de vida Aldous había visto su mundo transformado por la nieve, ribeteado por la escarcha y encantado por una gran luna; pero nunca lo había visto así. Se sentía particularmente impresionado por la estampa que contemplaba desde su habitación: el bosque de sauces flotantes, los canales de juncos.

En una ocasión, cuando era pequeño, el abuelo Eldon había persuadido a los cortadores de juncos de que se lo llevaran consigo. A ellos les había divertido que un niño tan pequeño quisiera verlos trabajar. Cuatro barcas habían partido, con Aldous en la tercera, para adivinar rápidos cursos a través de la multitud de estrechos canales. A diferencia de él, los hombres no iban sentados. Tampoco tenían que agacharse a menudo. Impulsando sus barcas mediante pértigas inacabables, se agachaban, se mecían y se inclinaban de un lado a otro para evitar el azote de las ramas de sauce. El agua estancada olía ligeramente mal, pero para Aldous eso formaba parte de la aventura. ¡Y qué aventura! Había admirado a los cortadores de juncos desde la primera vez que los vio a lo lejos: esbeltos héroes de pie en sus barcas, impulsándolas a través de cursos de agua que muy pocas otras personas habrían podido recorrer con semejante facilidad. Ese día había contemplado con respetuoso asombro cómo el señor Welborne, en cuya barca viajaba, iba cogiendo un haz tras otro de juncos mediante un palo rematado por un gancho y luego los segaba diestramente con un cuchillo o unas tijeras de podar antes de arrojarlos al estrecho fondo de la barca.

Desde aquel día, Aldous se convenció de que si se le permitía llegar a ser un hombre él también se convertiría en un cortador de juncos. Se imaginaba a sí mismo, una alta silueta de pie en su propia barca, las mangas subidas por encima del codo con verdugones y arañazos rojizos en sus antebrazos, tan seguro de sus rutas y de su habilidad como los hombres con los que había ido aquel día cuando era pequeño. Si maman permitiera al fin que él cogiera la barca, podría remar a través del río hasta entrar en el bosque y fingir, mientras avanzaba a través de los incontables canales que se entrecruzaban, que ya era uno de aquellos grandes hombres. Rezó, en silencio, como ella misma le había enseñado a hacer, para que su padre lograse convencerla.

Lunes:2

La cristalera de la sala alargada se hallaba bien sellada; el agua se mantenía resueltamente a raya, y Naia no pudo resistir la tentación de tumbarse en el suelo, por debajo del nivel del agua, y mirar más allá del cristal. No había gran cosa que ver, pero era una experiencia. Otra experiencia solitaria. A veces era grato compartir las cosas. Generalmente, sin embargo, se sentía más cómoda sola en aquella falsa realidad. No tenía que vigilar lo que decía cuando no había nadie escuchando. Sabía que tarde o temprano debería encontrar alguna manera de sentirse en casa allí, pero eso tendría que evolucionar siguiendo el ritmo adecuado, sin ser forzado. La aceptación del mundo que la aceptaba a ella de un modo tan absoluto requeriría un estado de la mente que de momento era incapaz de imaginar.

Todavía estaba tumbada en el suelo cuando sonó el timbre de la puerta. Naia sintió que la habían sorprendido mientras llevaba a cabo un acto infantil y se apresuró a levantarse. Pero entonces pensó: «¿El timbre de la puerta?» Con el agua al nivel que estaba, ¿quién, aparte del cartero con sus botas impermeables del departamento de Correos, podía haber recorrido todo el terreno inundado hasta su puerta principal, aquella puerta concienzudamente fortificada que de todas maneras no podía ser abierta?

El timbre volvió a sonar. Iván había ido al pueblo y Kate estaba pasando la aspiradora en el piso de arriba, así que le correspondía a ella encargarse. Fue al recibidor inferior y miró por la ventana que había junto a la puerta. Una figura familiar estaba de pie allí donde habría debido estar el escalón; la mitad de ella era una reluciente prenda impermeable negra (la mitad inferior). Robert Faulkner, de todas las personas posibles. Su novio en la verdadera realidad. Su novio allí; aquí, prácticamente un desconocido. Naia había descubierto eso muy pronto, cuando se le ocurrió llamarlo a su móvil. El mismo número, pero la voz que le respondió cuando ella habló sonó más perpleja que cálida o complacida; sin duda él se preguntaba por qué lo llamaba. Para Naia había sido sólo una pérdida más que asimilar, a la que acostumbrarse.