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Y sucedió también que terminé la novela a falta de una última frase, ese acorde final o ese epifonema tan recomendados por los retóricos, y por algunos otros de los muchos entendidos, para que la cosa quede redonda y respetable. Pues, tampoco se me ocurría, y ésta es la hora, ya la novela en la imprenta, en que le falta la frase final, y lo más probable es que aparezca sin ella. Pero, como a veces acontece, dos nociones, temas o sucesos que nada tienen que ver entre sí, lejanos y distintos como constelaciones, en la imaginación se aproximan (¿se abarloan, quizás?), y del roce o del choque salen nociones nuevas, imágenes inesperadas, metáforas útiles, o tal vez completamente inservibles. Yo estaba leyendo la traducción gallega de los Sonetos a Orfeo, de Rilke, hecha por un paisano mío, el señor Tobío, que salió muy bien del apuro, que salió brillantemente; y lee que lee, me tropecé con un verso (no puedo citarlo con precisión porque el libro se me quedó en Galicia) en que dice o habla de "un lecho en el oído". ¿Voy a mentir diciendo que lo encontré acertado? Pues, no. No la traducción, que es fiel, sino la imagen del mismo Rilke, que a mi sentir no anduvo con gran fortuna en ese instante, ¡caray!, un lecho en el oído, no hay modo de imaginarlo. Inmediatamente se me ocurrió la corrección, lo que hubiera levantado el verso: un lecho en el olvido. No es porque se me haya ocurrido a mí, pero lo encuentro bastante aceptable, de verdad sugerente. Un lecho en el olvido. Dice algo de por sí, y, combinado con cualquier otro sintagma más o menos de la misma calaña, puede significar mucho. Pero, al menos en aquel momento, no se me ocurrió ponerme a la invención de ese sintagma complementario, sino que descubrí, o comprendí, que semejante frase, un lecho en el olvido, pudiera relacionarse con algunos aspectos de mi novela de amor, donde no hubo lecho y hay olvido, y, oportunamente redondeada, servirme de epifonema o de acorde final, conforme a mi ya resignado propósito.

Y aquí fue cuando se operó la relación, el choque eléctrico, el relámpago, a que antes me referí: sin que para nada interviniese mi voluntad, la palabra abarloado emergió de sus abismos, quizá marítimos, quizá meramente poéticos, desplazó al lecho de su situación de privilegio, y me ofreció una nueva frase: abarloados en el olvido, que, de momento, me deslumhró, ya que me hallaba ante una metáfora bastante más compleja que la de origen, bastante más luminosa, en la que abarloados bien podía referirse al Narrador (de esta novela) y a Ariadna, con lo cual la idea de lecho no quedaba del todo abandonada, sino aludida: y si es cierto que el otro miembro permanecía, el olvido, la nueva imagen lo enriquecía considerablemente al quedar implícita la comparación con la mar, que es donde los buques se abarloan, y hace por tanto al olvido, como ella, inmensurable, inagotable, y, si alguien lo recuerda, toujours recomencée. Quedé como de un susto, ante este mi jamás sospechado talento lírico, pero comprendí inmediatamente que, así como estaba la frase, el resultado de aquella intuición no me servía de nada, salvo de incomunicable satisfacción personal, bastante modesta por otra parte. ¿Cómo cerrar un libro colocando al final, así, aislado,

Abarloados en el olvido?

Ahora sí que se puso a funcionar mi imaginación, más de prisa de lo que yo hubiera deseado, y en su ir y venir recorrió las varias fórmulas posibles con el abarloe y sin éclass="underline" escribí, por ejemplo (y fue una vuelta atrás):

Acuéstate en mi olvido y vive allí,

que no me gustó porque excluye al Narrador (o se excluye), lo que empobrece el sentido, reduce el olvido a sus límites y deja fuera al abarloe.

Se me ocurrió también:

Abarlóate, Ariadna, en mi olvido, y vive,

que prescinde también del Narrador y, en último término, usa indebidamente el abarloe, porque éste requiere de dos barcos, al menos, o de dos cuerpos. Otra de las etapas fue:

Abarloados en el olvido, Ariadna, viviremos,

lo cual es una especie de carabina de Ambrosio que tampoco resuelve nada, que nada cierra y nada solemniza. Y como las ocurrencias posteriores no mejoraron ninguna de éstas, acabé temiendo que ese final apetecido se me escapase, no sé ahora si inasible o inasequible, como ciertos fantasmas y ciertos modos de amor. Hasta que, al fin, algo se me insinuó y con algo pude redondear el párrafo postrero, cabal remate, nota caliente y convincente de este embarullado conjunto, algo de orden, quiero decir, aunque sea a la despedida. Pero, una vez escrito, pienso con verdadero espanto si esas palabras no serán mías, sino, todo lo más, otro verso de alguien, modificado. ¡Ah, si fuera capaz de recordar todos los versos que he leído…! Para no disparatar más vuelvo a lo dicho, el orden, el finaclass="underline" dice "forma" quien dice "orden"; dice "final" quien dice "redondeo". Prácticamente toda narración puede ser infinita, igual que amorfa, como la vida. Darle un final, darle una forma, es la prueba más clara de su irrealidad. Por tanto, ¿para qué enredarnos más en elucubraciones? Como irreal te la ofrezco, que es a lo que intentaba llegar. Y tú verás.

Nota a la segunda edición

Algunas erratas de la primera edición van enmendadas en esta segunda. Otras no las descubrió mi miopía y quedan por ahí un "Mr." que es Mrs., y quizá alguna más. Lo que no me da la gana es de substituir "vertedero" por "fregadero"; yo escribo en español, no en castellano, y "vertedero" es como se dice en mi aldea, tan española como la Tierra de Campos.

Uma vez amei, julguei, que me amarían,

mas não fui amado.

Não fui amado pela unica grande razão

porque não tinha que ser.

A. C.

Ella era amable y él la amaba,

pero él no era amable y ella no le amaba.

(De un drama antiguo)

H. H.

El furtivo desagüe de la Historia.

J. M. C. B.

La miro a V. en los ojos, y mis ojos le dicen que soy un pobre buscador en el mundo, que no comprendo nada de mi destino ni del de los demás, que he vivido, y pecado, y creado, y que un día me iré sin haber comprendido nada, en la oscuridad que nos ha parido a todos.

J. J.

I

1. – No importa recordar por qué empantanos se retrasó nuestro viaje, pero, por fin, vinimos; me trajiste en tu coche hasta el embarcadero, y remaste después, riendo, mientras yo bromeaba a tu costa: quería recordar tu nacimiento en las orillas de un mar glorioso, y que las aguas de un lago no demasiado grande, aunque sea tan hermoso como este nuestro (donde, según me contaste alguna vez, vienes a patinar en el invierno), son apenas remedo de aquellas otras, azules, aunque grises a veces, y no siempre tranquilas, que te mecieron con su canción antigua, y a las que no quieres volver, nunca quise saber por qué, quizá por el temor de que ese canto haya callado para siempre, o por el miedo que tienes de recobrar, de no perder jamás, esos monstruos de tu infancia que a veces se te recuerdan y te estremecen; meros fantasmas, te hacen temblar: ¿qué sería visibles? Bastaba ese secreto en otro tiempo para que yo me echase a inquirir, a conjeturar también, sin alcanzar ninguna conclusión suficiente, una hipótesis satisfactoria al menos, algo: todavía imagino, cuando me pongo a soñar, que en esa infancia tuya junto a las piedras más hermosas del mundo, un no sé qué o no sé quién dejó tu alma golpeada, la lastimó: eso de que te quejas a veces sin quejarte, con un suspiro o un rictus que de buena gana evitarías, pues sabes a lo mejor lo que revelan. La verdad es que sé poco de ti, pese a lo mucho que tenemos hablado, una noche y otra noche, muchas tardes también, desde aquella primera en que viniste a buscar al profesor Alain, y él se había marchado. ¿Recuerdas? ¡Claro que sí, y no sé por qué diablos te lo pregunto! Aunque quizás lo sepa sobradamente, y tú también, y el por qué voy a repetirlo aquí con algunas variantes, así como otras cosas de las comunes habladas o vividas, que ya van siendo muchas: mentaré las necesarias para que quede cabal la historia, la que ahora empieza, o que empezó cuando te dije que sí, que alquilaría la cabaña de la Isla, que viviría en ella hasta el anuncio de las nieves: todo un trimestre, pues, todo el otoño. Lo que no te he contado nunca es la manera cómo el profesor Alain me había hablado de ti, no una vez, sino con insistencia, hasta ponerse pesado, y una de ellas me dijo que le habías besado en la boca. ¡ Oh, de qué modo indeleble me quedó en la memoria aquella imagen! Como hablaba en francés, al decir