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3. – «No pasaré a recogerte. Iré directamente a la Isla.» Fue la primera vez que recorrí solo el camino: primero Western Road arriba y adelante; después, las vereditas entre los bosques, casi vacías y oscuras, la noche se iba echando encima. Me perdí un par de veces, de puro distraído, por esas soledades y esa hondura en que me iba metiendo, árboles y árboles, el color apagado, las mil lenguas dejando oír su murmurio, yo empeñado en convencerme de que no eran más que coniferas y otras especies similares, reserva forestal destinada a papel de propaganda impresa: ellas hablando cada vez más claro, cada vez más quedo: detenía el coche y escuchaba: oía entonces el silencio; pero si escuchaba un poco más, llegaban y me envolvían esas palabras a las que temo, que no quieren decir nada, pero que me arrebatan como una espiral de viento y me levantan… ¿hasta dónde pueden llevarme? Las metamorfosis del miedo son siempre incalculables. Como que alcancé el lago ya en los umbrales del delirio, trémulo e indeciso para llevar el coche por la senda segura, atraído como me encontraba por otras sendas de destino incierto. ¿Sabes que nuestra lucecita del portal, tan mínima y poética, envuelta en un halo de neblina, me devolvió a lo real, me permitió dejar el coche en buen lugar, elegir la mejor de las barcas y remar con la proa puesta a lo que me parecía un lugar de salvación? Lo iluminé todo, creo que llegué a hacer conjuros y, por supuesto, una taza de té. Sólo entonces pude encender la lumbre, y como cosa natural me senté ante ella: en un principio, atraído por las llamas que empezaban. Después, ya crecidas, se me ocurrió que la historia de ayer bien podía completarla. Estoy seguro de que lo hizo Agnesse, comida como estaba de la curiosidad: de que preguntó y averiguó sobre la vida de sir Ronald y sobre la muerte de Inés. Son acontecimientos que nosotros también debemos conocer, pero los procedimientos al alcance de cada cual no son los mismos, ni obligan a trámites idénticos: pues los dejamos, de momento. Además, se me subió a la cabeza, como se sube un furor, la quemazón de conocer al poeta, de escucharlo, y cuando aún no lo había decidido, me llegó de no sé dónde la ocurrencia de colocarlo ante sus propios versos, esos cuyos fragmentos había escuchado Agnesse y acaso haya seguido escuchando, y cuando casi estaba decidido, una involuntaria necesidad de juego me sugirió la posibilidad de mostrarle sus propios versos antes de haberlos escrito: yo, al entrar en el tiempo de sir Ronald, no abandono el mío, y yo, en mi tiempo, poseo un ejemplar de las Melodías eróticas. No sé si recuerdas las condiciones que Cagliostro me anunció para esta clase de entrevistas: penetrar en un sueño, convertirse en ingrediente de él. La persona así visitada lo olvidará, el suceso carecerá de consecuencias ulteriores, porque no nos es dado (insistió Cagliostro) modificar la historia con nuestras intervenciones. (Ya sé que te disgusta el método, que lo encuentras muy poco convincente. A mí me pasa igual. Pero, ¿piensas que alguno de los conocidos o de los no inventados aún, sirva para ir al pasado y entrar en la conciencia de nadie? Todos son convencionales, los míos como los de los profetas. Creer o no creer en ellos es cosa de la voluntad. Esa que has puesto en el trabajo de Claire, ¿por qué no la pones en mi juego? ¿Crees que el resultado sería muy distinto? La ciencia por un lado, la magia por el otro, nos llevarán a la misma conclusión. Pero la ciencia no ha descubierto todavía a esa mujer, Inés, que a lo mejor, casi con toda seguridad inspiró las Melodías eróticas. Empiezo a sospechar que Agnesse fue una impostora. ¿No crees que eso solo basta para justificarme? ¡Anda, no frunzas el ceño y ven a jugar conmigo!)

Fue seductor como un pecado, fue una placentera tentación, fue al mismo tiempo una atractiva experiencia intelectual a la que me entregué con los sentidos espabilados, alertas a los matices y a los pequeños detalles. No tardé mucho en encontrar, en el tumulto de la historia, la mañana del día en que la viuda Fulcanelli había invitado a comer a Inés: había niebla y sir Ronald dormía el sueño de la madrugada. Me demoré unos minutos en curiosear, la habitación era la misma del doseclass="underline" sus objetos, los papeles en que escribía, los pocos libros. Pude leer el comienzo de una novela fantástica, de las que Ronald tituló Robadas al diablo, que iba publicando en revistas inglesas, y de las que vivía desde su escapatoria. Ésta, titulada Bajo el halda de Martina, no debió de terminarla, porque no aparece en ninguna de las colecciones conocidas, pero las imágenes que en aquel momento ocupaban su sueño me mostraron que seguía pensando en ella, aun dormido: claro que en el sueño tales imágenes no aparecían en orden, sino en tumulto y vaivén, a otras ajenas mezcladas, pero formando un conjunto como un mundo, cerrado y compacto, por cuya superficie no se podía penetrar: hasta que cambió de postura, el durmiente, en la cama; en aquella fluencia se hizo una especie de grieta, y pude dejarme resbalar hasta un ámbito del espíritu infinito, radiante de luz dorada, pero vacío, ya que mi intromisión había ahuyentado, o destruido, o diluido en átomos fugaces, el torbellino acabado de contemplar. Pero no desapareció: fue como cuando el matón irrumpe en el corro de los niños, que se escapan, pero no se pierden de vista, sino que, alejados, esperan la sazón de reunirse otra vez, de recomponer el grupo. Lo que sucedió con aquellas imágenes del sueño de sir Ronald fue que regresaron a la luz y al vacío, aunque ordenándose de distinta manera, porque formaron una calle que, no puedo explicar por qué, supe en seguida que estaba en Edimburgo; en ella una taberna. Me dejé atraer y deslumbrar por el olor a whisky viejo, por el color de grabado antiguo. Yo me había sentado, y esperaba a sir Ronald: apareció en seguida y se instaló con seguridad en su propio sueño. Me miró o tuvo conciencia de mí como la cosa más natural del mundo. ¿No lo encuentras curioso? Algo tan inesperado y al mismo tiempo tan absurdo como mi presencia en sueño ajeno, quedó inmediatamente justificado, incorporado a las imágenes propias, creación de la mente dormida: como que llegué a mirarme y a no verme, aun a sabiendas de estar allí; acaso solamente voz. O ni eso. (Entonces, ¿qué?) Imagino que la realidad indudable de mi intromisión se había acomodado a un esquema general según los modos de sir Ronald para inventar historias de misterio. No lo tomes a broma, Ariadna; durante el tiempo que duró aquel sueño, no pude evitar mi propia consideración como espíritu sutil, aunque relativamente bien informado acerca de ciertas cumbres de la poesía. El tomo que llevaba conmigo,