Erotic Melodies, es una de esas admirables ediciones marcadas con tres coronas, ricas en notas y en bibliografía; lo dejé encima de la mesa antes de que sir Ronald se sentase, y él, aunque lo vio, respondió primeramente al mozo que le preguntaba, un poco por rutina, lo que quería tomar. Dijo que té. «Lo acostumbrado, señor, era, hasta ayer, cierto whisky que le tenemos reservado. El señor se rió siempre del té y de los ingleses que lo toman.» «Sí, eso era hasta ayer, pero, ahora, lo que apacigua mis entrañas es un poco de té.» «Entonces, señor, ¿tanto han cambiado las cosas en tan pocas horas?» «Sí, Martín; desde ayer han pasado algunos años y bastantes dolores por este mi perplejo corazón. Tú, la taberna, el whisky, no sois más que recuerdos.» Mientras el camarero se alejaba, empujé hacia el poeta el volumen de los versos, tan delicado y gracioso, color de hueso, letras verdes y azules de una caligrafía romántica, y complicados garabatos de añadidura. Lo recogió y miró, se sonrió, hizo un mohín de sorpresa y empezó a pasar páginas, sin detenerse mucho, como quien lee sólo dos o tres versos al azar; después se volvió hacia mí. «¿Por qué me trae esto? No son míos, los versos, no los reconozco.» «¿Podrían, por lo menos, llegar a serlo?» «Pues no sé… Ahora todo es posible… Me doy cuenta de que duermo y de que estoy soñando y acaso esos poemas que me presenta responden al deseo secreto de volver a la poesía, quizá también al amor. Secreto, muy secreto. Pero, como usted sabe, siempre se sueñan disparates, y todo esto es uno de ellos, alguien a quien no veo pero que habla y me muestra unos versos que aún no fueron escritos.» Se calzó las antiparras y se puso a leer: esta vez el primer poema, con detenimiento, mirándome a veces y con cierto interés. Me atreví a preguntarle si le gustaba. «Sí. Son buenos versos, son versos excelentes, y los escucho como una música que hubiera deseado oír, pero no viniendo de fuera, como ahora, sino de mi corazón. De haber permanecido fiel a la poesía, hubiera alcanzado esta clase de perfección, que, lo reconozco, aguardaba al final de mi camino como la meta a que estaba destinado. Porque la perfección, como usted debe saber, como muy poca gente sabe, no es la misma para todos, sino que a cada cual le corresponde la suya, a Shakespeare, a Donne o a mí. Pero yo me detuve antes de tiempo.» Volvió a leer el poema. «Además -continuó- esto nada tiene que ver conmigo, salvo el estilo. Se refiere, eso sí, al último de mis poemas; incluso cita un verso, pero habla de amor, y yo no estoy enamorado.» «¿Y si estuviera a punto…?» «¿De amar? Carezco de esa disposición de ánimo que, al apetecerlo, lo facilita, y el amor, por otra parte, no me dejó muy buen recuerdo, aunque al principio no me haya tratado maclass="underline" fue el último el que me zarandeó, usted conoce la historia, y me arrojó a la cuneta: por eso estoy aquí, en la Isla, como un enfermo y como un vencido. Pero es cosa distinta, lo de antes y lo que pudiera ser ahora o, más exactamente, lo que ya no puede ser. Cuando se es joven, el sexo empuja y deslumbra, y se acaba por amar el objeto deseado: porque se le quiere poseer, porque se le ha poseído ya y el recuerdo sostiene la esperanza. Ahora, el deseo no llama a mi corazón desencantado: todos los días contemplo con bastante indiferencia a las muchachas bonitas, que las hay, no tiene usted más que llegarse al Mercado o al paseo de la calle Real, a eso de las doce: jamás se me ocurrió amar a alguna de ellas, menos aún desearla. En cualquier caso y en mi situación, el amor sería previo al deseo, y hasta podría vivir sin él, y esa clase de amor ya no me importa. Quizás, enamorado, volviese a desear: y sólo así…» Repasó, segunda vez, el libro, ahora rápidamente. «Hay versos como relámpagos», dijo, casi para sí, en un momento. Le sugerí que se detuviese en el poema III y que lo leyese en voz alta. Lo hizo, y yo creí estar escuchando a Claire, la voz de Claire, su entonación; después se quitó las antiparras y me miró francamente, como si me interrogase. Le expliqué que se tenía por un poema muy bello, pero muy pocos estaban de acuerdo con su pensamiento. «Yo tampoco lo estoy -me respondió-; no creo en Dios, pero no soy supersticioso. El poema, en el fondo, propone sustituir la teología por una demonología. Viene a decir que si Dios existiese, todo andaría en orden por el mundo y por el Cosmos, así los astros como las conciencias; pero que en la falta de Dios se origina el desconcierto. No dice si Dios no está porque se fue o porque no estuvo nunca, pero podemos pasar por alto ese descuido, por cuanto no varía el resultado. Al no estar Dios, las fuerzas cósmicas son libres, se desbarajustan, se enmarañan, trasladan sus efectos más allá de los ámbitos propios, trastornan la realidad. Si existe una misión para las estrellas, será la de ornamentar el cielo, y sostener al mismo tiempo el equilibrio universal. ¿Por qué, entonces, influyen en los destinos? ¿Y por qué ha de constar escrita nuestra suerte en las rayas de la mano? Alguien que conocía esas fuerzas y sabía aprovecharlas mostró a María Antonieta su ejecución en la guillotina, y la hizo morir dos veces. En resumen: que el poeta cita algunas supersticiones, y asegura creer en todas porque son evidentes, cosa que Dios jamás fue, aunque debiera haberlo sido.» Se quedó meditando. «Es un poema bonito. El poeta lo escribió porque, de pronto, algo sonó en su vida, no como Libertad, sino como Destino. Así, se explica.» «¿Piensa usted que, en situación similar, lo escribiría?» «Ya le dije que no. Mi alma quedó vacía de creencias, y tampoco creo en nada de eso que inventaron los hombres en el nombre de Dios o para sustituirlo: de la Justicia abajo, todo son meras palabras. En cuanto al Destino, el mío me trae días tan iguales que su monotonía no puede conmoverme hasta el punto de obligarme a aceptar una nueva metafísica. No creo, finalmente, en los demonios, aunque escriba acerca de ellos, porque lo que hago en realidad es inventarlos.» Le rogué que se detuviese en el poema XXII, tantas veces recitado por Claire en mi presencia: habla de una miniatura de velero encerrado en un frasco, y se pregunta si, ya que le han dado proa para partir las olas, velas para llenarse del ímpetu del viento, por qué le han encerrado entre paredes de vidrio que le tienen inmóvil en un mar dé escayola pintada. «Este poema, dijo sir Ronald, hubiera podido ocurrírseme, a condición de haber sabido a tiempo que existen esos barcos metidos en botellas: pero le juro que jamás he visto uno, ni me llegaron noticias de su invención, que será cosa linda. Pero yo, insisto, los desconozco. Y le advierto que aquí, en La Gorgona, en el barrio de los griegos, están los mejores constructores de navios del mundo, y algunos hay que los hacen en miniatura, aunque no tan pequeños que puedan caber en este frasco. En cualquier caso, se trata de un sentimiento juvenil, que es cuando el impulso arrastra y la ley frena. Me pregunté muchas veces lo mismo que el poeta, y acabé por no hacer caso ninguno de la ley. ¿Sabe usted? Yo me había casado con una mujer bella, cuya opinión sobre el uso de los cuerpos no coincidía con mi deseo: yo quería que los nuestros viviesen la exaltación del amor; ella no desnudaba el suyo, considerado únicamente como receptáculo legal de mis excedentes vitales, de los cuales, si acaso, nos nacería un hijo: que nació, pero es cuestión aparte. Yo buscaba en la dicha la aprobación de Dios; ella la veía en el posible, en el ansiado enriquecimiento. Yo invocaba, en mi auxilio, a la vida: ella, a los representantes de la Iglesia Reformada Escocesa, que le imponían sus leyes tristes. No me quedé como el barco, sino que rompí los vidrios y dejé que los vientos me alejasen. Pero eso ya pasó. Ahora ya no hay ley que me embarace, pues si es cierto que prohiben todavía dar muerte a otro, salvo cuando se cuenta con autorización del Estado o se hace en nombre de una gran idea, la verdad es que no deseo matar a nadie, de modo que es como si no hubiera botella.» «Cuando escribió usted este poema, estaba enamorado», le dije. Se echó a reír. «¿Debo entender que la pared del frasco representa a esa ley natural que me veta, del amor, aquella plenitud y aquellos ardores de no hace más de un año? Si es así, el sentimiento que informa ese poema no lo reconozco como mío. Se puede protestar contra la tiranía, no contra la realidad del propio cuerpo. Eso lo hacen las personas vulgares; un poeta debe asumir su ser y todo lo que en él se engendra.» «¿Piensa que será poético quejarse de que la amada se haya negado al placer?» A sir Ronald pareció dejarle algo perplejo y quizá incómodo, ese brinco inesperado y brusco de un tema a otro, el paso de un sentimiento a otro enteramente distinto. Toda vez que yo no estaba, que no pasaba de voz, no podía mirarme; por eso miró el libro: como a una persona. «Si es poético o no, no puedo resolverlo ahora, porque cuando mis manos llamaban inútilmente al cuerpo de lady Carolina, todavía no era más que poeta en ciernes, de los que sólo ven la superficie; versificaba según la moda, pero jamás se me hubiera ocurrido poner en verso mi decepción. La cual, evidentemente, existió, ése es otro cantar, y una de las razones por las que la he abandonado (suspiró), a lady Carolina, hermosa y profundamente imbécil…» «¿Quiere leer -le dije entonces- el poema XXI?» Lo hizo; creo que lo leyó dos veces. Es aquel en que el poeta, ante la negativa del cuerpo amado a sentir, se pregunta por qué no quieren sonar las cuerdas de la guitarra, por qué no quieren cantar su canto acostumbrado las estrellas, por qué enmudece el cuerpo; y en un momento del poema, hacia el final, hay unos cuantos versos en los que el cuerpo, la guitarra y las estrellas parecen ser la misma cosa, las mismas sensaciones y sus músicas: tiene fama el pasaje de confuso, y por supuesto, de panteísta. No se lo pareció, sin embargo, a sir Ronald. Y lo que halló de mayor interés fue precisamente esa incertidumbre o fusión en un ser único de estrellas, guitarra y cuerpo. «Lo que voy a decirle puede usted relacionarlo, si le parece, con esos otros versos de la superstición y de Dios: pues, si, en efecto, no existiera el Señor, es indudable la unidad del cosmos, y de alguna manera todos somos todo y estamos en todos. Mas, en cualquier caso, la tendencia del amor a complicar el universo, a implicarlo en su movimiento y en su vida, parecería una tendencia natural de lo que es de por sí también cósmico y terrible. No sé si usted conoce lo que dijo un poeta español al referirse a Dios, que acababa de pasar por un jardín: que sólo con su presencia había revestido a las cosas de la belleza divina. Todos lo hemos sentido, y ese poeta con el que sueño, ese mismo yo ignorado, al parecer lo cree y lo siente todavía: un hombre para el que el cuerpo de la amada es el puente por el que se une a la totalidad, y la interposición de la guitarra, si en un momento del poema parece que va a servir de intermediario, después se advierte claramente que la trae a cuento porque, para el poeta, también es música el amor. ¿Se fija usted? Música que puede ser pitagórica; el cosmos involucrado, el ritmo universal… En todo caso, trascendencia. Le hubiera gustado a Donne, y yo mismo reconozco que ese entendimiento del amor como música infinita es una buena idea, si bien implica el riesgo de pasarse la vida dirigiendo un monótono concierto para coño y orquesta.