Creo que fue en este momento cuando entré por primera vez en el salón, como te dije, Ariadna; cuando entendí que me importaba tanto lo sucedido como lo que iba a suceder, y volví atrás, a enterarme del cuento entero. Lo que pasó entonces fue que Ascanio permaneció callado y quieto, quieta incluso la mirada, hasta el momento en que Demónica empezó a remejerse, en que sus dedos arañaban el barniz de la mesa, en que respiró fuerte y se le agitó el pecho, en que acabó gritando: «¡Diga algo! ¡Mándeme ya a la horca!». Entonces, Ascanio rezongó en voz baja estas palabras, que Demónica seguramente no entendió, o que quizá haya entendido: «Siempre creí que Antígona era una pobre imbécil». Se levantó. Llegó hasta una de las puertas, habló con alguien, gritó a Demónica: «¡Venga!», se cerró la gran puerta tras ella, y, entonces, Aldobrandini se secó un poco el sudor de la frente, tocó la campanilla, y al ujier que acudió le dijo: «Haga pasar a la señora extranjera».
3. – ¿Sabes que cansa la fantasmagoría?, ¿que de pronto te desentiendes de Aldobrandini, y que a viajar por el tiempo prefieres el movimiento en este pobre espacio nuestro, remoloneando y todo eso que parece pecado mortal? Lo haría yo de buen grado, a estas horas de la tarde, casi el crepúsculo ya, si supiera que al final estabas tú, lo único real de este tumulto de palabras: no imagen vana, sino tangible, en carne y sangre. Pero tu realidad, en esta hora de hoy, es la realidad de tu ausencia, pura presencia del no estar, ¡y todo por la visita a un médico de locos! Hace un momento, tal vez nada más que media hora, me acometió la furia de la soledad, la gana desesperada de llamarte sin respuesta, Ariadna, Ariadna, por todas las veredas, por todos los rincones: buscar y no encontrar, no ya tu cuerpo, ni siquiera tu sombra. Sólo en algún lugar un rastro de tu olor semejante a un perfume, o un rastro de perfume semejante a tu olor. Cuando se siente la comezón que yo sentí, fallan los acostumbrados recursos, no hay engaño que valga, o te tengo o no te tengo. Pero como no te tengo nunca más que a distancia, más que tú ahí y yo aquí, necesito engañarme, por lo general, con la esperanza, a veces con la magia, pero acaban juntándose en una y la misma cosa, mi esperanza en el poder de la palabra: aunque la mía sea de las modestas, de las que sólo consiguen retener, jamás aproximar, menos aún sujetar y encadenar. Mi palabra, por ejemplo, es incapaz de traerte, ahora que no estás y que te necesito. Si grito otra vez: «¡ Ariadna!», mi voz se pierde en el bosque después de haber rozado en su camino las aguas frías del lago. ¡Ah, si supiera trazar el círculo de la omnipotencia, o los tres, según algunos, que no se sabe bien cuántos tienen que ser! Entonces, de la fogata que encendí con un montón de ramas secas y que ha ahumado el aire alrededor de la cabaña, de ese humillo azulado que todavía asciende en el espacio tranquilo, por la virtud del círculo y de la palabra aparecerías tú, con tu sonrisa y tu cartera, ya ves lo que he tardado, esos caminos están imposibles sobre todo a esta hora, cualquier día va a haber una catástrofe. Y después de besarte (en la mejilla) y de preguntarte si Olga te había dado algún sobre para mí; después de esperar un rato a que cambiases de ropa y te pusieras los blue-jeans y esa camisilla colorada que te sienta tan bien; después, por último de verte comer algo (yo ya lo hice en medio de la pena), te invitaría a escuchar las historias de hoy: esas que van escritas ya, y las que todavía no inventé.
Te explicarás mi deseo de que escuches cuanto antes el relato de lo que sucedió entre Ascanio y Demónica. ¿Llevarás la sorpresa que llevé, me obligarás a que vuelva atrás en el cuento y te repita esa declaración redonda y neta de que el general Galvano es una entera ficción? Confío en que así sea, no me extrañará, será la prueba de que descubras la utilidad de este peregrinaje por un pasado que nunca pareció concernirte, remoto en sus relaciones con lo que de verdad te importa. Pues, ¡ya lo ves! Por ahora no podemos decir que la invención de Galvano se relacione de algún modo con la de Napoleón, su modelo o su copia; pero me inclino a creer que no son ajenas la una a la otra si se tiene en cuenta el modo de vestir de Della Porta, que es, calcado, el más tópico del emperador de los franceses. ¡Sería demasiada casualidad, una casualidad sospechosa e inaceptable, proponer la mera coincidencia! Tampoco podemos, sin más datos, concluir alegremente que a Napoleón lo inventó Aldobrandini, pues si bien parece (o podría) ser cierto que el uno repite al otro, queda sin respuesta una pregunta que entiendo principaclass="underline" ¿Por qué, para qué iba a hacerlo Ascanio? Sería atribuirle un espíritu de juego específicamente estético. Pero, sobre todo, ¿cómo? Porque, supuesto que el genio de Aldobrandini le hubiera llevado a semejante aventura de la imaginación, a semejante hazaña de la perspicacia histórica, ¿de qué medios se hubiera valido para comunicarla, para propagarla, para imponerla? No perdamos de vista las proporciones reales: en el concierto de las potencias contemporáneas a la Revolución Francesa, La Gorgona no pasa de estación cómoda para que las escuadras se provean de agua potable; incidentalmente, y sólo para Inglaterra, que tiene medios para asegurarle la independencia (relativa), es también un astillero barato del que todavía obtiene productos de la mejor calidad. En cuanto a sus gobernantes, jamás han sido de los que se tienen en cuenta a la hora de los grandes congresos, de los que se invitan preferentemente y cuya conformidad, o consejo, se buscan. La Gorgona no ha hecho historia ni colaboró con quienes la hacen: se limitó a aprovecharla unas veces, a padecerla otras, como comparsa, ni más ni menos: desde el punto de vista de esta clase de personajes, lo que acontece en los grandes escenarios trágicos resulta algo distinto de lo que nosotros entendemos, los del patio de butacas, o de lo que a nosotros nos han hecho entender: más desvaída y quizá menos solemne, pero siempre aprovechable y necesariamente imitable, cuando no temible. Por otra parte, la fisonomía ofrecida hasta ahora por Ascanio, según la documentación fidedigna, es la de un tirano local, dictador de escasos ámbitos, cuyos instrumentos exteriores no pasan de meros agentes policíacos, informadores o soplones, y aunque llegue a admitir que, como policía política, fuese la suya excelente, no me sirve de prueba de una visión más amplia de una función y de un destino. Recibámosle, pues, sin exagerar sus límites, pero también sin desquiciarla: dentro de la pequenez de la Isla, que tal vez resulte un poco estrecha, no tengo el menor inconveniente en conceptuarlo como un político genial (acabo de decirlo), si, como parece, Galvano della Porta es de su pura y quizá secreta invención: Galvano y cuanto le rodea, Galvano y su mito, Galvano y su lepra, Galvano y sus epifanías crepusculares, Galvano y su hambre sexual, Galvano… Ascanio fue consciente en algún momento de que no bastaba el respaldo de su suegro, es decir, del dinero, para gobernar, e inventó a Galvano, es decir, al que manda, al responsable: comprendió a tiempo que para ciertas operaciones de opresión y poderío no es menester un hombre, sino ante todo un nombre, aunque necesariamente haya de ser (se supone) de muchas campanillas. Escuchad éste: Galvano. ¡Tilín, tilín, tilín, tilín! ¡Oh, Galvano! ¿Cómo íbamos a encontrarlo, la otra tarde, cuando descendimos al castillo en su demanda? Este descubrimiento nos obliga a pensar que el destino de Inés (Agnes) de Bragança no fue la muerte repugnante en brazos de un leproso, el belfo podre en procura de un labio fresco. Pero, ¡qué bien maneja este sujeto los ingredientes melodramáticos! Fíjate tú… ¿Qué habrá sido realmente de Inés? ¿Estará acaso recluida en una mazmorra de la Señoría, como lo estuvo al parecer Demónica, alimentadas una y otra de manos de Aldobrandini, palomas preferidas de un cuidador celoso? Hechos pasados irremediables son: no nos es dado acudir a liberarlas. ¡Y es lástima, porque me gustaría hacer alguna vez en mi vida de Lan-zarote del Lago, o al menos de San Miguel. ¿Lo imaginas, la batalla entre el cojo Aldobrandini, ducho quizás en ardides de pelea, y este profesor cansado que sólo supo en su vida manejar la palabra? Lanzarote del Diccionario, o así… Bueno. Volvamos a lo nuestro: cualquier consideración moral sobre el caso queda ya fuera de tiempo. Pero, estéticamente, ¿verdad que es atractivo, que es fascinante? Imagínate a Ascanio recorriendo, solitario, toc-ti-qui-toc, los corredores profundos donde escucha todavía, el que sabe escuchar, ayes de torturados de antaño. Lleva en una mano una linterna; en la otra, un canastillo con comida y un mínimo servicio. Después de esquinas, escaleras, crujías y encrucijadas llega a un espacio ancho al que dos puertas abren. Se acerca a la primera, saca ese manojo de llaves de todos los carceleros, aro de alambre, piezas enormes que tintinean: una de ellas actúa (rechina); Ascanio empuja la puerta ferrada… ¡Chrrrrr! En el rincón apenas con luz -el ventanuco queda lejos, arriba- Inés medita acerca de su suerte, o quizá de su muerte; acaso ni siquiera medite: se limita a cerrar los ojos que fueron bellos… ¿Dormirá, así sentada, así inmóvil? Ascanio la sacude delicadamente, le habla al oído con dulzura, la anima a que coma. Ella, por fin, lo hace, voraz de pronto, como una niña, sin que el hedor que asciende de algún rincón oscuro se lo estorbe. Ascanio le ha puesto la servilleta, le parte el pan, le ofrece el agua de un vaso… Y cuando Inés aparta el plato de la amargura (donde aún quedan viandas, no puede decirse que la maten de hambre), él lo recoge y coloca encima de una mesilla que está en alguna parte, y advierte a Inés, por si más tarde tiene hambre. Ella ha abierto los ojos, mira hacia la penumbra de la pared frontera, como hacen todos los presos, aunque no todos hayan tenido los ojos tan bellos como Inés, si bien alguno (o alguna) puede haberlos tenido más bellos todavía. Chi lo sà? La historia está llena de casos… Ascanio, entonces, se sienta junto a ella, empieza a hablar: el sermón de hoy, dicho con voz tan dulce, convincente, continúa el de ayer, preludia el de mañana: hay que ser casta… Por no haberlo sido sufre ahora este castigo. Las penas actuales le serán conmuntadas al llegar al Purgatorio: es lo que sale ganando. La dialéctica de las manos de Ascanio es de las persuasivas, de las apabullantes: lógica pura en dedos de marfil, algunos oscurecidos ya en las yemas a causa del tabaco.