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Aconteció de pronto un cambio de esos en que a todo lo visible se le muda el color, como cuando una nube oculta el sol en una mañana clara: Flaviarosa se agarró al brazo más cercano de Nico, y le preguntó con el tono usual de las más graves confidencias: «Dime tú, que eres amigo del cónsul de Inglaterra, ¿sabes si es masón?». Nicolás se estremeció. La geografía de su frente acusó temor. «Seguramente sí. No lo sé. Todos los ingleses son masones.» Flaviarosa aflojó la mano que oprimía. «Necesito distraer a Ascanio de la política exterior con algo apasionante, porque empieza a meterse donde nadie le llama. La fundación de una logia en el más negro secreto del que pueda tener indicios, pero no informes, algo que pueda volverle loco. Hay más de veinte caballeros que se harían masones con entusiasmo, aunque sólo sea porque el ministro lo considera el mayor delito del mundo, peor aún que el adulterio. El cónsul de Inglaterra podría facilitarlo…» «¿Y pretendes que yo…?» No parecía tranquilo, Nicolás: Flaviarosa le pasó una mano por la mejilla. «No lo sé, de momento. Es una idea repentina. No te llamé para esto.» «¡Ah! Como dijiste que era cosa de Estado…» «Sí, cosa de Estado, igualmente secreta. Pero no sé qué me da decírtelo: en el fondo es como proponerte una traición.» «¿Al Estado?» «¡Oh, no, de ninguna manera! Eso no me causaría emoción alguna. Se trata de traición… a mí.» Nicolás se arrodilló de nuevo, aunque con más prosopopeya. «Flaviarosa, tú sabes que mi cuerpo busca de vez en cuando en otros el placer, pero que te sigue fiel mi corazón.» Ella le indicó que se levantara. «No es tu corazón el que me preocupa, sino precisamente tu cuerpo. Has vuelto a gustarme, Nico. Me gustaría dormir contigo esta noche… aunque fuese la última.» Nicolás la abrazó y empezó a besuquearla. «¿Por qué la última? No hablemos más de eso. Me tienes, como siempre, a tus pies.» «Sí, amor mío, como siempre. Pero esta noche, o acaso esta madrugada (no sé si ya las cosas serán como hace años) cuando nos hayamos cansado, te pediré que seduzcas a Agnesse Contarini, que te hagas su amante. No te será difíciclass="underline" vive en casa de tu tía, y encuentra que su lecho es demasiado ancho.»

8. – No te anunciaste con el bocinazo de costumbre, sino con varios: verdadera algarabía de rugidos, y yo comprendí el mensaje, corroborado con el beso y el abrazo que me diste al llegar, más afectuoso que de sólito, algo más amistoso: de modo que fue inútil la confidencia inmediata, en voz baja innecesaria, al menos desde mi punto de vista de único presente, aunque no desde el tuyo, corazón rebosante de alegría con marcada tendencia al susurro: «¡Me ha invitado a pasar juntos el Thanksgiving!», dijeron aquellas palabras vertidas en mi oído, sin soltar el abrazo todavía. Te respondí que bueno, y que enhorabuena, y que a ver si por fin se arreglaban las cosas. «Pues mañana tendré que llevarte a la Universidad, aunque no tengas clase, para que recojas tu coche. Como estaré fuera todo el fin de semana, no puedo dejarte aquí aislado, tanto tiempo.» Fue verdaderamente admirable comprobar el modo como, en aquel prolegómeno de dicha, te acordabas de mí y de algo tan trivial como dejarme aislado en el bosque, con el tiempo de lluvia y amenaza de nieve: siempre tuve tu corazón por generoso.