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«¡Qué feliz será hoy tu marido!», le dijo el viejo Della Croce a su hija, y Flaviarosa le respondió: «Sí, ya lo creo: hoy será mi marido enteramente feliz». «¿Y tú, hija mía, también lo eres?» «Sí, lo soy a mi modo», y guiñó un ojo al cónsul de Inglaterra, que estaba cerca y les había escuchado. Míster Algernon Smith le dijo: «Tengo que redactar un informe difícil que me llevará toda la tarde». «Yo no iré hasta que haya anochecido.» «¿Y del bello Nicolás, qué hago?» «Supongo que después de semejante apoteosis, a nadie le quedarán deseos de venganza.» «¿Y de justicia, tampoco?» «¿Justicia? ¿Sabe usted lo que es?» Allá arriba, sin embargo, alguien pensaba que se le hacía justicia, por fin; que el mundo estaba bien hecho y que, después de todo, no hay mal que por bien no venga. Llegaban a la terraza, distintamente, los vítores prolongados, interminables, ya no se sabía qué, sólo ruido, o, si se quiere, rumor: como habían llegado las salvas y la cohetería. El sol tenía ya consumido un buen espacio hacia la tarde. Los sacristanes aflojaban, cansados, y enmudecían las campanas: San Lotardo después de San Pancracio, Santa Inés después de Santa Catalina. En un silencio que sobrevino sin que nadie lo ordenase, se pudo oír la música de caracolas que ascendía del Arrabaclass="underline" como si los rumores del mar que cada una lleva dentro los hubieran desatado y sacado al aire… ¡Caray, qué ruidosa es la gloria!

Es muy probable que, después de aquel tiempo de gozo, El de Allá Arriba se sintiera cansado. ¡Al fin, era un leproso, y los oros del uniforme, los rojos suntuosos, ocultaban la podre! Envió a la gente el último saludo, hizo una reverencia a la ciudad y al mundo, y se retiró cojeando un poco. El aliento del cielo alborotaba entonces su cabello encima de las sienes y hacía murmurar, remotos, los trémulos cañaverales: en la otra orilla del mar, se entiende, en el África quemada.

La Romana, 17 de julio, 1979

Salamanca

La Romana, 24 de julio, 1980