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– ¿Qué mosca te ha picado?, ¿por qué no contestaste al télex que te cursé a París?

Ahora llovía torrencialmente. Por la ventana veía una estatua ecuestre sobre un pedestal; la lluvia había oscurecido la estatua; la cabeza, la cola y los flancos del caballo chorreaban agua, Esta lluvia, que habitualmente le habría exasperado, parecía protegerle ahora de las reconvenciones que le llegaban a través de la línea telefónica. Entendía, sin embargo, que su presencia en Barcelona era necesaria, no sólo para llevar a cabo ciertas operaciones que la requerían, sino para disipar los rumores que había despertado su desaparición. Es preciso recobrar la confianza de clientes y acreedores, oyó decir a Riverola. Aquel tono conminatorio surtía en él un efecto contraproducente.

– No regresaré si no me envías el dinero -dijo tras un silencio cargado de reticencia-, porque no puedo saldar la cuenta del hotel con lo que me queda.

Riverola le preguntó en qué hotel se hospedaba, pero Fábregas se negó a revelar este dato.

– Gírame el dinero a la poste restante. Yo iré a retirarlo pasado mañana. Entonces regresaré.

– No lo arrojes todo por la borda -le dijo Riverola con más pesadumbre que severidad en la voz-. Tú puedes hacer lo que te apetezca con tu dinero, pero no olvides que la supervivencia de muchas familias depende de la empresa.

La lluvia siguió cayendo a raudales todo ese día y toda la noche. Fábregas la oía repicar en las persianas y no podía dormir. No sé qué me ocurre, pensaba; antes dormía como un bendito y ahora me desvela cualquier cosa. Mientras se revolvía en la cama no dejaba de reflexionar sobre lo que le había dicho Riverola. No había duda de que Riverola tenía toda la razón, pensaba.

III

Al día siguiente había escampado, pero la ciudad apareció cubierta de agua casi por completo. En el hotel le proporcionaron unas katiuscas muy anchas que le permitían vadear las calles, pero con las que andaba como un pato. Los turistas brincaban en fila india por unos tablones que se sostenían inestablemente sobre ladrillos; algunos acababan metiendo uno o los dos pies en el agua, entre gritos y risas. El suelo reflejaba los edificios y las personas y también un cielo lechoso que irradiaba una claridad homogénea y deslumbrante. Fábregas deambuló un par de horas con grandes dificultades. A mediodía se sentó en un café y al levantarse olvidó introducir de nuevo en la caña de las katiuscas el borde de los pantalones, que quedaron empapados apenas pisó la calle. Pero no por eso regresó al hoteclass="underline" la perspectiva de pasar un día más privado de compañía se le hacía insoportable e inconscientemente recorría los lugares más frecuentados con la esperanza de reencontrar a Marcet. Sin embargo, en todo el día no dio con él ni con ninguna otra persona conocida. Si hubiese dispuesto de dinero en efectivo se habría ido de Venecia sin dilación. Pasó otra noche de insomnio y dio unas cabezadas ligeras al amanecer. Como en los últimos años se había vuelto algo aprensivo, estaba convencido de que iba a enfermar de resultas del remojón, pero aparte de un leve escozor en la garganta, no percibió síntoma alguno de resfriado. El recepcionista del hotel le preguntó si se sentía indispuesto.

– Duermo mal -dijo-. Debe de ser el clima.

– El hotel dispone de servicio médico para los señores clientes -dijo el recepcionista-. Tal vez le puedan prescribir al señor un somnífero suave.

Antes de decidir si debía tomar el ofrecimiento del recepcionista al pie de la letra o si sus palabras ocultaban algo turbio, respondió que ya no valía la pena hacer nada, porque de todos modos tenía que dar por terminada su estancia en Venecia.

– En realidad he venido a pedirle que me vaya preparando la nota -dijo al recepcionista.

– El señor ha tenido mala suerte con el tiempo -dijo el recepcionista mientras recorría un fichero con los dedos.

– Así es -dijo Fábregas-. Volveré dentro de una hora.

– Si el señor lo desea, diré que le hagan el equipaje -dijo el recepcionista-. Y no olvide ponerse las katiuskas si va a salir a la calle.

– Está bien -dijo Fábregas.

Antes de ir a recoger el dinero que debía haberle girado Riverola y como la irritación de garganta que había notado al despertar no remitía, entró en una farmacia. Allí, mientras esperaba ser despachado, le saludó una mujer a la que reconoció por el chubasquero negro. Otra coincidencia, pensó; primero Marcet y ahora esta mujer. Dos días antes, cuando habían sido presentados torpemente, la sensación de estar siendo inoportuno le había impedido fijarse en su apariencia; luego, a solas, la memoria había reconstruido aquella apariencia de manera falaz: la estatura aventajada le había hecho imaginarla de más edad; la prenda negra, de facciones más acusadas. En realidad era muy joven, de rasgos poco definidos, muy pálida de tez. Probablemente me equivoqué al juzgarla una profesional, pensó Fábregas mientras ambos intercambiaban frases triviales. O quizá no, se dijo; nunca se sabe.

Cuando salieron a la calle ninguno de los dos acertaba a despedirse. Por romper el silencio, Fábregas dijo que se dirigía a la estafeta, donde esperaba encontrar una remesa.

– ¿Y conoce el camino? -preguntó la mujer mirándole a los ojos con una expresión que se le antojó enigmática.

Fábregas, a quien el portero del hotel había dado indicaciones detalladas para que pudiese llegar a su destino sin extraviarse, dijo que no. Ella se ofreció inmediatamente a acompañarle.

– No deseo desviarla de su camino ni hacerle perder tiempo -dijo él.

– No tengo nada que hacer -respondió ella.

– ¿Verdaderamente nada? -preguntó Fábregas.

Ella le contó, como si la pregunta hubiera sido formulada sin asomo de malicia, que, aunque era veneciana de nacimiento, acababa de regresar a Venecia después de una larga ausencia: ahora estaba sin trabajo y apenas tenía amigos.

En la estafeta había cola y Fábregas temió que ella, considerando cumplido su deber de cortesía, lo abandonase allí. Por más que se devanaba los sesos no encontraba ningún pretexto para retenerla, pero ella permaneció a su lado con naturalidad. Si es una profesional, pensó Fábregas, le interesará saber cuánto dinero voy a retirar. Mientras guardaban cola siguieron charlando ajenos a la gente que los rodeaba. La estafeta era un local rectangular, pequeño y bajo de techo; las paredes estaban cubiertas de manchas oscuras. Fábregas se lamentó del clima de Venecia, de los precios astronómicos y del gentío que lo invadía todo. Ella defendía su ciudad natal sin enfadarse: le dijo que el turismo multitudinario no era algo exclusivo de Venecia; había estado recientemente en Londres e iba a Roma con cierta regularidad y en todos esos lugares había visto el mismo fenómeno repetido.

– Hoy todo el mundo viaja -dijo encogiéndose de hombros.

Reconoció que el tiempo había sido malo en los últimos días, pero todo parecía indicar que las nubes estaban por irse: pronto luciría el sol y él podría ver el cielo incomparable de Venecia, añadió.

– En cuanto a las inundaciones -agregó señalando las katiuscas de él y los chanclos negros que llevaba ella-, son cosa habitual. Pronto se acostumbrará usted a ellas.

Fábregas no pudo menos de estremecerse al oír esta frase. Quiso decir: dentro de unas horas me voy de Venecia; pero no tuvo valor. Al llegar su turno, ella se alejó discretamente de la ventanilla. Ella no sabe hasta qué punto la he ofendido con mis sospechas, pensó Fábregas. Una vez satisfechos todos los requisitos, lo que resultó un proceso largo y complicado, la buscó por el local y no la vio. Se ha ido, pensó. Pero ella le aguardaba en la calle, acodada en el parapeto de un puente. Parecía abstraída viendo discurrir el agua, pero apenas Fábregas se hubo aproximado, volvió la cara hacia él con una sonrisa.