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– Creí que lo habían metido preso -dijo.

– Poco ha faltado -dijo Fábregas mostrándole un pagaré-. Y aún tengo que ir al banco para que me lo abonen.

Al salir del banco sintió el bulto que formaban los fajos de liras en los bolsillos del pantalón y pensó: hay algo obsceno en todo esto; pero ella no pareció advertirlo.

– Venga -le dijo ella cuando ambos se reunieron en el centro de la placita donde le había estado esperando-, ya que estamos aquí, quiero enseñarle una iglesia que tiene unas pinturas de cierto interés. No queda lejos y no figura en las guías normales, de modo que no nos encontraremos con esas muchedumbres que tanto le irritan.

Caminaron un trecho sin decir nada y llegaron ante una puerta cerrada a cal y canto. Rodearon el edificio y encontraron las demás puertas igualmente cerradas. Por fin una anciana, que les había venido observando desde un portal cercano, les dijo que la iglesia no abriría hasta la hora del rezo vespertino. Por la mañana sí estaba abierta al público, les dijo, entre las nueve y las doce aproximadamente. Fábregas le preguntó si acudían muchos turistas a visitar la iglesia a lo que la anciana respondió que sí.

– Sobre todo japoneses -añadió.

Vestía de luto riguroso, pero llevaba una botas de agua de un color verde subido, casi fosforescente. Fábregas a duras penas podía contener la risa.

– No debería usted ser tan burlón -le reconvino ella cuando se hubieron alejado-. Los venecianos tienen mucho amor propio. Y las venecianas, más aún.

– Pero usted no se incluye en este grupo, por lo que veo -dijo Fábregas.

– Yo sólo soy medio veneciana -replicó ella con aquel encogimiento de hombros que Fábregas empezaba a reconocer, pero cuyo significado aún no había logrado desentrañar-. Algún día le contaré mi historia, pero ahora, ¿qué le apetece hacer?

– No lo sé. Sin embargo, aunque todavía es un poco pronto, creo que ya podríamos ir a comer, si no queremos encontrar todos los restaurantes de la ciudad abarrotados -dijo Fábregas.

– Bueno -dijo ella.

La clientela del figón al que le condujo ella, que se había adjudicado tácitamente el papel de guía, parecía compuesta exclusivamente por gente del barrio, lo que agradó mucho a Fábregas. También le satisfizo la calidad de la comida y su precio, muy inferior a lo habitual.

– Qué diferente se vuelve todo cuando se sale de los circuitos turísticos -comentó.

– Eso es bien verdad -dijo ella-, pero, si tanto le disgusta hacer turismo, ¿por qué vino a Venecia?

Fábregas empezó a enumerar someramente algunos de los motivos que a su juicio le habían inducido a emprender aquel viaje, pero a medida que hablaba se iba dando cuenta de que aquellos razonamientos eran pura palabrería. Poco a poco su relato fue adquiriendo un sesgo distinto y finalmente se sorprendió hablando con gran locuacidad de sí mismo, del fracaso de su vida sentimental y de la pérdida consiguiente de su hijo, un tema al que jamás hacía referencia y sobre el cual procuraba no pensar mucho. A decir verdad, se había consolado de aquella pérdida diciéndose que se trataba de una situación transitoria que el tiempo acabaría arreglando. De niño él mismo había tenido muy poco contacto con su padre. Recordaba haber estado continuamente pegado a las faldas de su madre durante la infancia. Luego, sin saber cómo y de un modo gradual, se había ido separando de su madre, de la que dependía cada vez menos, y estableciendo una relación más intensa con su padre, con quien empezaba a compartir algunos intereses y a quien finalmente había de quedar en cierto modo adscrito cuando entró a formar parte de la empresa familiar. Naturalmente, no se le escapaba el hecho de que entre ambas situaciones, la pasada y la presente, las similitudes eran sólo superficiales: no sólo las costumbres familiares vigentes en su infancia habían cambiado radicalmente en la actualidad, sino que, sin que se hubiera dado entre ellos una armonía perfecta, sus padres siempre habían permanecido unidos. No obstante, aquella referencia vaga le servía de consuelo.

– No puedo quejarme de cómo me han ido la cosas, francamente, y no me quejo -dijo a modo de conclusión-, pero tampoco puedo evitar que de un tiempo a esta parte me asalte de cuando en cuando una melancolía invencible. En estas ocasiones, la realidad me resulta mucho más irreal que los sueños.

Ella escuchaba con atención, como si compartiera plenamente aquella visión pesimista de la vida. Esto que estoy diciendo no puede ser más rimbombante, pensó Fábregas.

– Me temo que la estoy aburriendo con mis lamentaciones -dijo.

– No, de ningún modo -dijo ella. Y viendo que Fábregas guardaba un silencio pudoroso, añadió-: siga hablando.

– Ya he dicho todo lo que tenía que decir, y quizá más -dijo él finalmente recobrando el tono desenfadado que había tenido la conversación durante la comida.

– Pero aún no ha contestado a la pregunta -dijo ella.

– ¿Qué pregunta?

– Por qué vino a Venecia.

– Ah, eso está contestado en seguida -dijo Fábregas-. Una mañana me vi en el espejo y mi propia mirada me sorprendió. Comprendí que la vida cotidiana se había vuelto insoportable para mí, hice las maletas y aquí estoy, dándole la lata a usted, que no tiene culpa de nada.

Cuando el camarero trajo la nota ella sacó del bolso una carterita de piel. Fábregas hizo un ademán autoritario.

– No faltaría más -dijo.

IV

Al salir del figón vieron que había despejado; la luz sesgada del sol de media tarde doraba las piedras mojadas.

– ¿Quiere que vayamos a ver si han abierto ya aquella iglesia que le quise enseñar antes? -dijo ella.

Tal como les había anunciado la vieja de las botas fosforescentes, de la que esta vez no vieron rastro, la puerta de la iglesia estaba abierta, pero ni en el vestíbulo ni en el interior de la nave había nadie ni nada denotaba que allí se fuera a celebrar ningún oficio. Al cabo de un rato acudió un capellán y les preguntó en qué podía serles de utilidad. La sotana del capellán se confundía con la oscuridad de la nave y su cabeza, redonda y canosa, con el pelo cortado a ras de cráneo, parecía flotar en el aire. Qué imagen más singular, pensó Fábregas.

– Vengan por aquí -dijo el capellán cuando ella le hubo explicado el motivo de su visita-, y procuren no tropezar con los reclinatorios.

– ¿A dónde nos lleva? -preguntó Fábregas con un deje de sorna en la voz.

El capellán abrió una puertecita situada a la derecha del altar y pulsó un interruptor; luego les hizo entrar en una habitación cuadrada, ni muy amplia ni muy alta de techo. A la luz de una bombilla desnuda se podía ver que tres de las paredes de la habitación estaban cubiertas de frescos.

– Esta pieza -dijo el capellán, que les había seguido y había cerrado la puertecita a sus espaldas- pertenecía a la antigua basílica del siglo X, sobre cuyos restos fueron edificadas las iglesias posteriores, en número de tres, hasta llegar a la que acabamos de dejar. Por fortuna estas pinturas sobrevivieron a las demoliciones sucesivas y hoy podemos admirarlas tal y como fueron realizadas hace mil años. Los colores, que han resistido incólumes el paso de los siglos, son los originales.

Fábregas examinó con escepticismo los muros: en ellos aparecían pintadas diez figuras masculinas estilizadas y esquemáticas, de tamaño algo mayor que el natural; los diez hombres vestían túnicas de colores desvaídos. Los rostros de los diez hombres eran muy semejantes entre sí, como si un solo modelo hubiera servido para ejecutar la obra entera; todos tenían una expresión intensa y dura y parecían ir mal afeitados.