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– Dennis Luxford es un hombre sin conciencia -dijo de repente. Sus palabras eran secas, cortantes como el cristal-. Es el maestro que dirige esta orquesta concreta. Oh, directamente no, por supuesto. Me atrevería a decir que raptar a niñas de diez años en plena calle sobrepasa su propensión al embuste, pero no se equivoque, le esta tomando el pelo, e intenta hacer lo mismo conmigo. No lo permitiré.

– ¿Por qué cree que está implicado?

St. James se sentó en el sofá y descubrió que era más cómodo de lo que suponía, pese a su aspecto amorfo. Adaptó su pierna mala a una posición más fácil. Helen se quedó donde estaba, de pie al lado de la chimenea, cerca de una colección de trofeos exhibidos en un hueco, un lugar ideal desde el que podía observar a la señora Bowen con disimulo.

– Porque sólo hay dos personas en la tierra que conocen la identidad del padre de mi hija. Yo soy una de ellas. Dennis Luxford es la otra.

– ¿Su hija no lo sabe?

– Claro que no. Nunca. Es imposible que haya descubierto la identidad de su padre.

– ¿Sus padres? ¿Su familia?

– Nadie, señor St.James, salvo Dennis y yo. -Tomó un sorbo de vino- El objetivo de su pasquín es derribar al gobierno. En el momento actual cuenta con las circunstancias apropiadas para aplastar al Partido Conservador de una vez por todas. Es lo que intenta hacer.

– No comprendo su lógica.

– Es bastante conveniente, ¿no le parece? La desaparición de mi hija. Una supuesta nota de secuestro en posesión de Luxford.

Una exigencia de publicidad en la nota. Y todo a continuación de los embustes sobre Sinclair Larnsey y un chico menor de edad en Paddington.

– El señor Luxford no se comporta como un hombre que estuviera fingiendo un secuestro para que los periódicos lo explotaran -adujo St. James.

– No hable en plural -replicó la mujer-, sino en singular. No va a permitir que la competencia le pise su mejor historia.

– Parece tan interesado como usted en que este asunto se lleve con el mayor sigilo.

– ¿Es usted un estudioso del comportamiento humano, señor St. James, aparte de sus otros talentos?

– Creo prudente analizar a la gente que me pide ayuda, antes de acceder.

– Muy perspicaz. Cuando tengamos más tiempo, quizá le pida asesoramiento.

Dejó la copa de vino junto al maletín. Se quitó las gafas redondas de carey y frotó los cristales contra el brazo de la butaca, como para limpiarlas y estudiar a St. James al mismo tiempo. La montura de carey era del mismo tono que su cabello, cortado estilo paje, y cuando se caló de nuevo las gafas, rozaron el borde del largo flequillo que le cubría las cejas.

– Déjeme hacerle una pregunta. ¿No le parece extraño que el señor Luxford recibiera la nota del secuestro por correo?

– Desde luego que no -contestó, St. James. Fue matasellada ayer, y es posible que la depositaran en el correo anteayer. -Mientras mi hija estaba sana y salva en casa. Si examinamos los hechos, podemos concluir que tenemos a un secuestrador muy seguro del éxito de su empresa cuando envía la carta.

– 0 a un secuestrador consciente de que dará igual si fracasa, porque en ese caso la carta no obrará efecto en su destinatario. Si el secuestrador y el destinatario de la carta son la misma persona. 0 si el secuestrador ha sido contratado por el destinatario de la carta.

– Se ha dado cuenta.

– No había pasado por alto el matasellos, señora Bowen. No acepto sin más lo que me dicen. Estoy dispuesto a creer que Dennis Luxford pueda estar detrás de esto. Y también estoy dispuesto a creer que usted lo está.

La boca de la mujer se curvó por un instante. Asintió con brusquedad.

– Vaya vaya -dijo-. No es tan lacayo de Luxford como él supone, ¿verdad? Creo que servirá.

Se levantó de la butaca y se acercó a una escultura de bronce trapezoidal que se erguía sobre un pedestal, entre las dos ventanas del frente. Ladeó la escultura y extrajo de debajo un sobre que entregó a St. James cuando volvió a su butaca.

– Esto fue entregado durante el día de hoy. Entre la una y las tres de esta tarde, más o menos. Mi ama de llaves, la señora Maguire, que ya se ha marchado, la encontró cuando volvió de su visita diaria a su corredor de apuestas hípicas. La puso con el resto del correo, ya que va a mi nombre, y no volvió a pensar en ella hasta que le telefoneé a las siete para preguntar sobre Charlotte, después de la llamada de Dennis Luxford.

St. James examinó el sobre. Era blanco, barato, de los que se pueden comprar en casi cualquier sitio, desde Boot's a la papelería de la esquina. Se puso unos guantes de goma y extrajo el contenido del sobre. Desdobló la única hoja y la depositó en otra funda de plástico que había traído de casa. Se quitó los guantes y leyó el breve mensaje. «Eve Bowen: Si quieres saber qué ha sido de Lottie, telefonea a su padre.»

– Lottie -dijo St. James. -Se hace llamar así.

– ¿Cómo la llama Luxford?

Eve Bowen no cejó en su creencia de que Luxford estaba implicado.

– El nombre no sería imposible de descubrir, señor St. James. Es evidente que alguien lo ha descubierto. 0 ya lo sabía.

St. James enseñó la carta a Helen, que la leyó antes de hablar.

– Ha dicho que telefoneó a la señora Maguire a las siete de la tarde, señora Bowen. Su hija ya debía llevar varias horas desaparecida. ¿No lo advirtió la señora Maguire?

– Lo advirtió.

– ¿Y no la puso sobre aviso?

La mujer efectuó una mínima alteración en su postura. Exhaló una especie de suspiro.

– Durante el año pasado, desde que estoy en el Ministerio del Interior, Charlotte se portó mal varias veces. La señora Maguire sabe que debe ocuparse de las travesuras de Charlotee sin molestarme cuando estoy trabajando. Pensó que se trataba de otro ejemplo de mal comportamiento.

– ¿Por qué?

– Porque los miércoles por la tarde tiene clase de música, un acontecimiento que no entusiasma precisamente a Charlotte. Se arrastra hacia ella cada semana, y casi todos los miércoles por la tarde amenaza con arrojarse o arrojar su flauta por una alcantarilla. Cuando no apareció nada más terminar su clase, la señora Maguire supuso que había vuelto a las andadas. No fue hasta las seis que empezó a telefonear para saber si Charlotte había ido a casa de alguna compañera de escuela en lugar de ir a clase.

– Entonces va sola a clase, ¿verdad?

Por lo visto, la parlamentaria captó la muda pero inevitable pregunta oculta tras las palabras de Helen: ¿iba una niña de diez años sola por las calles de Londres?

– Los niños se desplazan en grupo actualmente -contestó-, por si no se ha dado cuenta. Es improbable que Charlotte estuviera sola. Y en esos casos, la señora Maguire procura acompañarla.

– ¿Procura?

Helen no había pasado por alto la palabra.

– A Charlotte no le gusta ir acompañada por una irlandesa gorda aficionada a llevar pantalones abolsados y jerséis raídos por la polilla. Además, ¿estamos aquí para hablar de cómo cuido a mi hija o de su paradero?

St. James intuyó más que vio la reacción de Helen ante aquellas palabras. La atmósfera parecía impregnada por una mezcla de la indignación de una mujer y la incredulidad de la otra. Ninguno de ambos sentimientos les ayudarían a localizar a la niña. Decidió intervenir.