– ¿Qué? -preguntó Fiona, con la voz temblorosa de pánico-. ¿Qué? ¿Qué?
Luxford giró en redondo.
– ¿Le alentaste?
– ¿A qué?
– A visitar las tumbas. A vivir aventuras en el jodido cementerio. ¿Le alentaste, Fiona? ¿Por eso fue?
– ¡No! Sólo contesté a sus preguntas.
– Lo cual avivó su curiosidad v estimuló su imaginación.
– ¿Qué debía hacer cuando mi hijo me hacía preguntas?
– Lo cual le llevó a saltar el muro.
– ¿Me estás echando la culpa? Tú, que insistes en que vaya a pie a la escuela, que exigiste que nunca le mimara…
– Lo cual, sin duda, le llevó a los brazos de algún pervertido que le llevó a dar un paseo desde el cementerio de Brompton Highgate.
– ¡Dennis!
Lynley se apresuró a intervenir.
– Está exagerando, Luxford. Puede que haya una explicación sencilla.
– A la mierda sus explicaciones sencillas.
– Debemos telefonear a los amigos del chico -siguió Lynley-. Y hablar con el director del colegio de Leo, así como con su profesor. Sólo han pasado dos horas desde que tenía que llegar a casa, y puede que se haya asustado por nada.
Como para apoyar las palabras de Lynley, el teléfono sonó. Luxford se precipitó al otro lado del salón y lo cogió. Ladró un «,Sí?». Alguien habló al otro lado de la línea. La mano izquierda de Luxford cubrió el auricular.
– ¡Leo! -dijo. Su mujer se levantó como impulsada por un resorte-. ¿Dónde demonios estás? ¿Tienes idea de lo preocupados que nos encontramos?
– ¿Dónde está? Dermis, deja que hable con él.
Luxford alzó una mano para detener a su mujer. Escuchó en silencio durante diez segundos.
– ¿Quién? -dijo después-. ¿Quién, Leo? Maldita sea. Dime dónde… ¡Leo! ¡Leo!
Fiona le arrebató el auricular. Gritó el nombre de su hijo y escuchó, pero fue obvio que en vano. El auricular resbaló de su mano y cayó al suelo.
– ¿Dónde está? -preguntó Fiona a su marido-. Dennis, ¿qué ha pasado? ¿Dónde está Leo?
Luxford se volvió hacia Lynley. Su cara parecía tallada en tiza.
– Lo han secuestrado -dijo-. Alguien ha secuestrado a mi hijo.
22
– El mensaje era prácticamente idéntico al que Luxford recibió sobre Charlotte -dijo Lynley a St. James-. La diferencia estriba en que esta vez fue el niño quien lo comunicó en persona.
– ¿Reconoce a tu primogénito en primera plana? -preguntó St. James.
– Una ligerísima variación. Según Luxford, Leo dijo: «Has de publicar la historia en la primera página, papá. Después me dejará ir.» Eso es todo.
– Según Luxford -repitió St. James y vio que Lynley captaba la idea.
– Cuando la mujer de Luxford cogió el teléfono, la comunicación se había cortado. Así que la respuesta es sí: él fue el único que habló con el niño.
Lynley extendió la mano hacia la copa de coñac que St. James le había dejado sobre la mesita auxiliar en su estudio de Cheyne Row. Estudió su contenido, como si fuera a encontrar la respuesta que buscaba flotando en la superficie. Parecía exhausto, observó St. James. El agotamiento permanente era el complemento de su profesión.
– No es una idea bonita, Tommv.
– Aún menos si piensas que la historia exigida por nuestro presunto secuestrador saldrá publicada mañana en el periódico de Luxford. Quedaba tiempo suficiente para cambiar la primera plana e imprimirla después de la llamada de Leo. Muy conveniente, ¿no te parece?
– ¿Qué has hecho?
Había hecho lo que la situación exigía, explicó Lynley, pese a su inquietud y sus crecientes sospechas sobre Dermis Luxford. En con-secuencia, se enviaron agentes al cementerio de Highgate, donde buscaron pistas relacionadas con la desaparición del niño. Otros agentes recorrieron las rutas que Leo podía haber tomado después de salir de su escuela, en Chester Road. Se habían entregado fotografías del niño a los medios de comunicación para que fueran emitidas en los telediarios nocturnos. Se había pinchado el teléfono de Luxford para grabar y localizar todas las llamadas que recibiera.
– También hemos extraído los clavos de los neumáticos -terminó Lynley-, además de buscar huellas en el Mercedes. Para lo que nos va a servir…
– ¿Y el Porsche?
– Las gafas eran de Charlotte. Eve Bowen lo confirmó.
– ¿Sabe dónde las encontraste?
– No se lo dije.
– Puede que haya tenido razón desde el primer momento. Sobre Luxford, su implicación y sus motivos.
– Es posible, pero si ése fuera el caso, nos enfrentamos a una capacidad de disimulo similar a la de Blunt.
Lynley removió el coñac en su copa antes de beber. Dejó la copa sobre la mesa y se inclinó con los codos apoyados en las rodillas.
– El SO4 ha conseguido emparejar las huellas dactilares. Quien puso el pulgar en el interior de aquella grabadora también dejó su huella en el edificio abandonado de George Street. Una vez en el borde del espejo que había en el cuarto de baño, una segunda vez en el antepecho de la ventana. Fue un buen trabajo, Simon. No sé cuándo ni cómo habríamos caído en la cuenta de ese edificio de no ser por ti.
– Dale las gracias a Helen y a Deborah. Lo descubrieron la semana pasada. Las dos insistieron en que yo le echara un vistazo. Lynley estudió sus manos. A su espalda, la oscuridad de la noche cubría las ventanas, sólo rota por una farola que distaba unas puertas de la casa de St. James. Dentro de la casa, una música rompió el silencio que se había hecho entre los dos hombres. Descendió desde el último piso, donde Deborah estaba trabajando en su cuarto oscuro. St. James reconoció la canción con cierto desagrado. La oda de Eric Clapton al hijo que había perdido. Se arrepintió al instante de haber mencionado a Deborah.
Lynley levantó la cabeza.
– ¿Qué he hecho? Helen me dijo que le había asestado un golpe mortal.
St. James sintió la involuntaria ironía de las palabras como una sutil contusión en su psique, pero sabía que no podía traicionar la confianza de su mujer.
– Es muy sensible en lo tocante a los niños -dijo-. Aún quiere tener. El proceso de adopción avanza como moscas cruzando papel atrapamoscas.
– Quieres decir que relacionó lo que dije sobre matar niños con su dificultad de quedar embarazada.
El astuto comentario de Lynley indicaba lo bien que conocía a Deborah. Al mismo tiempo, se acercaba demasiado a la verdad para el gusto de St. James. Habló pese a un dolor que creía haber superado hacía un año.
– No es tan sencillo.
– No tenía la intención de herirla. Ha de saberlo. Me cegué sin pensar. Fue a causa de Helen, no de Deborah. ¿Puedo pedirle perdón?
– Lo haré en tu nombre.
Lynley pareció dispuesto a insistir, pero había fronteras en su amistad que no quería cruzar. Aquélla era una de ellas, y ambos lo sabían. Se levantó.
– Anoche perdí los estribos, Simon. Havers me aconsejó que no viniera, pero no le hice caso. Lamento todo lo sucedido.
– No hace tanto tiempo que abandoné la policía para haber olvidado lo que provocan las tensiones -contestó St. James.
Acompañó a Lynley hasta la puerta y salió con él a la fría noche. Notó la humedad del aire, como si la niebla se estuviera elevando del Támesis a corta distancia.
Hillier se encarga de manejar a los medios de comunicación -dijo Lynley-. Al menos me he quitado ese peso de encima. -Pero ¿quién se encarga de manejar a Hillier?
Ambos rieron. Lynley sacó las llaves del coche.
– Esta tarde quería ofrecer un sospechoso a los medios, un mecánico que Havers descubrió en Wiltshire, y que tenía el uniforme escolar de Charlotte Bowen en su garaje. No tenía nada más, por lo que sabemos hasta ahora. -Examinó las llaves con aire pensativo-. Está demasiado esparcido, Simon. Desde Londres a Wiltshire y sólo Dios sabe cuántos sitios intermedios. Me gustaría ceñirme a Luxford, a Harvie, a alguien, pero empiezo a pensar que más de una persona está detrás de lo sucedido.