Decidió que era necesaria una pequeña investigación. Aparcó cerca de un edificio de altivo tejado y forma intrigante que confundió con una capilla. Al otro lado de un camino de grava que nacía en el edificio, un pequeño letrero de madera pintado indicaba el camino a la oficina del director. «Eso bastará», pensó Barbara.
Era evidente que estaban en clase, porque no vio más chicos que un solitario joven ataviado con una toga negra, que salía de la oficina del director cuando Barbara entró. Llevaba libros bajo el brazo, musitó un apresurado «Lo siento» y se apresuró hacia la puerta baja que había al otro lado del patio cuadrangular, tras la cual oyó Barbara un coro de voces poco entusiastas que recitaban los múltiplos de nueve.
El director no podía recibir a la sargento detective de Londres, dijo la secretaria a Barbara. De hecho, el director no estaba en los terrenos del colegio. Estaría ausente casi todo el día, de modo que si la sargento detective deseaba concertar una cita para otro día de la semana… La secretaria balanceó un lápiz sobre la agenda del director y esperó la respuesta.
Barbara no estaba segura de cómo debía responder, puesto que tampoco estaba segura de por qué había ido a Baverstock, aparte de la vaga e incómoda sensación de que el colegio estaba implicado de alguna manera. Por primera vez desde que había llegado a Wiltshire, deseó que el inspector Lynley estuviera con ella. Daba la impresión de que nunca abrigaba sensaciones vagas o incómodas sobre nada (excepto sobre Helen Clyde, claro está, y sobre ella sólo parecía abrigar sensaciones vagas e incómodas), y confrontada a la secretaria del director, Barbara comprendió que habría podido contar con una buena confabulación inspector-sargento antes de entrar en la oficina sin tener la menor idea de qué haría allí.
Se decantó por un garabito de apertura.
– Estoy investigando el asesinato de Charlotte Bowen, la niña que encontraron el domingo en el canal.
Se alegró al ver que se había ganado la completa atención de la secretaria. El lápiz descendió hacia la agenda, y la secretaria, cuya placa sólo la identificaba como Portly (una total aberración, puesto que estaba delgada como un esqueleto y tendría unos setenta años), fue todo oídos.
– La niña era la hija de un ex alumno de Baverstock -siguió Barbara-Un tipo llamado Dennis Luxford.
– ¿Dennis?
Portly puso énfasis en la última sílaba. Barbara lo tomó como indicación de que el nombre le había recordado algo.
– Debió estar aquí hace unos treinta años -añadió Barbara.
– ¿Treinta años? Tonterías -dijo Portly-. Estuvo aquí el mes pasado.
Cuando oyó pasos que subían la escalera, St. James levantó la cabeza, inclinada hasta aquel momento sobre unas fotografías de la policía científica que estaba examinando para refrescar la memoria antes de una comparecencia en el Old Bailey. Oyó la voz de Helen.
– Me iría bien un café -estaba diciendo a Cotter-. Te bendigo mil veces por preguntarlo. Me dormí durante el desayuno, de modo que cualquier cosa que me ayude a tenerme en pie hasta la hora de comer…
Cotter dijo que el café estaría en un periquete.
Helen entró en el laboratorio. St. James echó una mirada al reloj de pared.
– Lo sé -dijo Helen-. Me esperabas hace siglos. Lo siento.
– ¿Una noche movida?
– No hubo noche. No pude dormir, así que no puse el despertador. Pensé que no lo necesitaría, porque no hacía otra cosa que mirar el techo. -Arrojó el bolso sobre la mesa de trabajo y se quitó los zapatos al instante. Se acercó a él descalza-. En principio puse el despertador, pero cuando a las tres de la mañana comprobé que no podía dormir, lo desconecté. Por razones psicológicas. ¿En qué trabajas?
– En el caso Pancord.
– ¿Esa horrible criatura que mató a su abuela?
– Presuntamente, Helen. Trabajamos para la defensa.
– ¿Esa pobre niña huérfana de padre, maltratada por la sociedad, a la que acusan injustamente de haber descargado un martillo sobre el cráneo de una octogenaria?
– El caso Pancord, sí. -St. James volvió a las fotos y utilizó la lupa-. ¿Qué razones psicológicas?
– ¿Razones? -Helen estaba repasando ya un montón de informes y correspondencia, como paso preparatorio a organizar los primeros y contestar a la segunda-. ¿Para desconectar el despertador? Debía liberar mi mente de la angustia de saber que tenía que dormirme en un período de tiempo determinado, con el fin de descansar lo suficiente antes de que la alarma se disparara. Como la angustia suele mantener despierta a la gente, pensé que si me libraba al menos de una fuente de angustia, me dormiría. Cosa que hice, por supuesto. Sólo que no me desperté.
– Por tanto, las ventajas del método son dudosas.
– Querido Simon, carece de ventajas. No me dormí antes de las cinco. Y luego, por supuesto, era demasiado pedir a mi cuerpo que se despertara a las siete y media.
St. James dejó la lupa junto a la copia de un estudio del ADN del semen encontrado en el lugar de los hechos. Las cosas no pintaban bien para el señor Pancord.
– ¿Cuáles eran las otras fuentes?
– ¿Qué?
Helen levantó la vista de la correspondencia y su pelo resbaló hacia atrás. St. James vio la piel hinchada debajo de sus ojos.
– Desconectar la alarma debía aliviar una fuente de ansiedad. ¿Cuáles eran las otras?
– Oh, las habituales neuritis y neuralgias psíquicas.
Lo dijo con tono desenvuelto, pero St. James la conocía desde hacía más de quince años.
– Tommy vino anoche, Helen -dijo.
– Ajá. -Lo dijo como una afirmación. Cogió una carta escrita sobre papel pergamino y la leyó antes de levantar la vista-. Un simposio en Praga, Simon. ¿Aceptarías? Es en diciembre, pero queda poco tiempo para confirmar tu asistencia.
– Tommy presentó sus disculpas -siguió St. James, como si no la hubiera escuchado-. A mí, quiero decir. Quiso hablar con Deborah, pero consideré prudente que el mensaje lo entregara yo.
– ¿Dónde está Dehorah, por cierto?
– En la iglesia de San Botolph. Está haciendo más fotos. -Observó a Helen mientras caminaba hacia el ordenador, lo conectaba y accedía a un archivo-. Han secuestrado al hijo de Luxford, Helen. El secuestrador envió el mismo mensaje. Otro problema para Tommy. Está pasando un momento muy delicado. Si bien sé que eso no explica…
– ¿Cómo puedes perdonarle siempre con tanta facilidad? -preguntó Helen-. ¿Nunca ha hecho nada que te haya impulsado a poner un límite a tu amistad?
Con las manos sobre el regazo, hablaba al ordenador más que a él.
St. James meditó sobre las preguntas. Eran muy razonables, teniendo en cuenta su dilatada historia con Lynley. Un desastroso accidente de automóvil y una relación previa con la esposa de St. James constaban en los libros de cuentas de su amistad. Sin embargo, hacía mucho tiempo que había aceptado su parte de responsabilidad en ambas situaciones. Si bien le disgustaban ambas, también sabía que cacharrear demasiado en el desván de su pasado era contraproducente. Lo pasado, pasado estaba. Y punto.
– Tiene un trabajo muy jodido, Helen -dijo-. Pone a prueba el alma más de lo que te imaginas. Si dedicas el tiempo suficiente a examinar el bajo vientre de la vida, puedes ir en dos direcciones: o pierdes la sensibilidad, otro desagradable asesinato que investigar, o te cabreas. Los insensibles trabajan mejor porque así funcionan. No puedes permitir que la ira se interponga en tu camino. La dejas a un lado el máximo de tiempo posible, pero a la larga sale a flote y estallas. Dices cosas que no querías decir. Haces cosas que no harías en otras circunstancias.