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Sonó el teléfono. El ruido les separó. Se miraron, sin aliento, culpables, los cuerpos enardecidos, los ojos dilatados. Hablaron a la vez.

– Tendrías… -dijo Barbara.

– Debería… -dijo Robin.

Rieron al unísono.

– Voy a contestar -dijo Robin con una sonrisa-. Quédate donde estás. No te muevas ni un centímetro. ¿Prometido?

– Sí, de acuerdo.

Robin entró en su dormitorio. Barbara oyó su voz, el «hola» apagado, la pausa, y después:

– Sí, está aquí. Espere un momento. -Salió de la habitación con un teléfono inalámbrico. Lo entregó a Barbara-. Londres. Tu jefe.

«Mierda», pensó ella. Ya tendría que haber telefoneado a Lynley. Estaría esperando su informe desde hacía horas. Se llevó el teléfono al oído, mientras Robin abría el armario y empezaba a llenarlo. Aún sentía su sabor en la boca, la presión de sus manos sobre los pechos. Lynley no podría haber llamado en un momento más inoportuno.

– ¿Inspector? -dijo-. Lo siento. Hemos tenido una especie de crisis. Estaba a punto de telefonearle.

Robin la miró, sonrió y volvió a su tarea.

– ¿Está el agente con usted? -preguntó Lynley en voz baja.

– Pues claro. Acaba de hablar con él.

– Me refiero con usted. En la misma habitación.

Barbara vio que Robin la miraba de nuevo y ladeaba la cabeza con aire de curiosidad. Ella se encogió de hombros.

– Sí -contestó. Robin reanudó su tarea.

– Está con ella -dijo Lynley a alguien que había en su despacho-. Escúcheme con atención, Barbara -continuó, con voz tensa, impropia de él-. No diga nada. Existen muchas posibilidades de que Robin Payne sea nuestro hombre.

Barbara se quedó paralizada. No habría podido reaccionar ni aun intentándolo. Abrió la boca y consiguió articular las palabras «Sí, señor», pero eso fue todo.

– ¿Él sigue ahí? -preguntó Lynley-. ¿En la habitación? ¿Con usted?

– Ya lo creo.

Barbara desvió la vista hacia Robin, que seguía acuclillado sobre el suelo. Estaba apilando álbumes de fotos.

– El escribió las notas de secuestro -dijo Lynley-. Escribió el nombre y el número de caso de Charlotte en el dorso de las fotografías del lugar de los hechos. St. James lo ha examinado todo. La caligrafía coincide. El DIC de Amesford nos ha confirmado que Payne escribió los datos en el dorso de esas fotografías.

– Entiendo -dijo Barbara.

Robin estaba ordenando el Monopoly. Dinero a un lado. Casas al otro. Hoteles a continuación. Barbara echó un vistazo a una de las cartas: «Sales libre de la cárcel.» Quiso gritar.

– Hemos seguido el rastro de sus movimientos durante las últimas semanas -continuó Lynley-. Estuvo de vacaciones, Barbara, lo cual le proporcionó tiempo suficiente para estar en Londres.

– Esto sí es una noticia, ¿eh? -dijo Barbara.

No obstante, detrás de las palabras de Lynley, oyó lo que tendría que haber oído antes, lo que habría oído de no estar tan cegada por el pensamiento (¿o era la esperanza, gilipollas?) de que un hombre se interesaba en ella. Oyó hablar a cada uno, y la misma contradicción de lo que habían dicho habría tenido que alertarla.

«Ingresé en el DIC hace tres semanas -la voz de Robin-, cuando terminé el cursillo.» Pero Celia había dicho: «Cuando volvió del cursillo la semana pasada…» Y Corrine había gritado: «Cuando telefoneé… no estaba.»

Y aquello último era lo más revelador. Barbara oyó que los ecos rebotaban en su cabeza. No estaba en el cursillo de detectives. Porque estaba en Londres, poniendo su plan en acción, siguiendo a Charlotte, siguiendo a Leo, familiarizándose con los movimientos de cada niño, trazando la ruta que utilizaría cuan-do llegara el momento de secuestrarles.

– Barbara -dijo Lynley-. ¿Está ahí? ¿Me escucha?

– Oh, sí, señor. Ya lo creo. Se le oye muy bien. -Carraspeó, porque sabía que su voz sonaba rara-. Estaba pensando en los cómos y los porqués. Ya sabe a qué me refiero.

– ¿Su móvil? Hay otro niño por ahí. Además de Charlotte y Leo, Luxford tiene un tercer hijo. Payne conoce su identidad, o la identidad de su madre. Es lo que quiere que Luxford publique. Es lo que ha querido desde el principio.

Barbara le miró. Estaba reuniendo una colección de velas que habían caído del armario. Rojas, bronce, plateadas, rosa, azules. ¿Cómo era posible?, se preguntó. No parecía muy diferente de antes, cuando la había abrazado, besado y actuado como si la deseara.

– De modo que los datos encajan, ¿no? -preguntó, siguiendola pantomima pero aún en busca de la menor oportunidad-. Harvie parecía de lo más inocente, ¿rio? Sabía que habíamos establecido la relación con Wiltshire desde el principio, pero en cuanto al resto… joder, señor, siento ser una aguafiestas, pero ¿ha verificado todos los ángulos?

– ¿Estamos seguros de que Payne es nuestro hombre? -aclaró Lynley.

– Esa es la cuestión -dijo Barbara.

– Estamos casi totalmente seguros. Sólo queda la huella.

– ¿Cuál?

– La que St. James encontró en el interior de la grabadora. Vamos a llevarla a Wiltshire…

– ¿Ahora?

– Ahora. Necesitamos la confirmación del DIC de Amesford. Tendrán sus huellas dactilares en su expediente. Cuando las comparemos, será nuestro.

– ¿Y después?

– No haremos nada.

– ¿Por qué?

– Tiene que conducirnos hasta el niño. Si detenemos a Payne antes de eso, corremos el riesgo de perderlo. Cuando el periódico de Luxford salga mañana sin el artículo que Payne quiere ver, irá en busca del chico. Entonces le cogeremos.

Lynley continuó con voz perentoria. Le dijo que debía seguir como hasta aquel momento y que la seguridad de Leo Luxford era lo más importante. Subrayó que debía esperar sin hacer nada y dejar que Payne les condujera hasta el lugar donde había ocultado al niño. Le dijo que, en cuanto confirmaran las huellas dactilares, el DIC de Amesford pondría la casa bajo vigilancia. Lo único que debía hacer hasta que llegara aquel momento era comportarse con normalidad.

– Winston y yo salimos hacia Wiltshire ahora -dijo ¿Puede controlar la situación? ¿Comportarse con normalidad y continuar lo que estaba haciendo antes de que telefoneara?

– Supongo que sí -contestó Barbara, y se preguntó cómo diablos iba a conseguirlo.

– Estupendo -dijo Lynley-. Él creerá que estamos cerrando el cerco en torno a Alistair Harvie. Usted siga como hasta ahora. -Sí. De acuerdo. -Hizo una pausa-. ¿Mañana por la mañana? -añadió, como contestando a Lynley-. De acuerdo. Ningún problema. En cuanto tenga a Harvie a la sombra le dirá lo que ha hecho con el niño. Ya no me necesitará aquí. ¿A qué hora quiere que esté en el Yard?

– Bien hecho, Barbara -dijo Lynley-. No desfallezca. Ya salimos.

Barbara pulsó el botón de desconexión. Miró a Robin, que estaba trabajando en el suelo. Tuvo ganas de golpearle hasta arrancarle la verdad y, como resultado, que Robin volviera a ser lo que había aparentado al principio, pero sabía que de momento no podía hacer nada. La vida de Leo Luxford era más importante que comprender aquellos dos minutos de magreo entre las toallas y las sábanas del armario.

– ¿Devuelvo el teléfono a…? -preguntó, y vio por qué Robin tenía tanto interés en preparar la cena, en ordenar lo que ella había desordenado, en mantenerla ocupada con él y distraída de lo que había sacado del armario. Había recogido las velas. Se estaba preparando para guardarlas en el armario. Pero entre las velas que sujetaba, había una de plata que no era una vela, sino una pieza de flauta. La flauta de Charlotte Bowen.

Robin se levantó y dejó lo que sostenía a un lado de la pila de toallas. Barbara vio, entre los restos dispersos en el suelo, otra pieza de la flauta, junto a la caja de la que había caído. Robín la recogió junto con un puñado de fundas de almohada. Recuperó el teléfono.