Robin se desvió a la izquierda y tomó otro sendero. Los faros iluminaron su avance sinuoso a través de los campos. Un giro a la izquierda significaba que se dirigía hacia el norte del valle de Wootton. Cuando Barbara llegó al sendero, se arriesgó a encender sus luces un instante. Leyó el letrero que indicaba el desvío a Fyfield, Lockeridge y West Overton. Al lado, con una flecha que indicaba la dirección, el signo internacional de un lugar histórico: la silueta de un castillo, marrón sobre metal blanco, con almenas inconfundibles. Bingo, pensó Barbara. Primero un molino de viento y después un castillo. Robin Payne, como él mismo había reconocido, se sabía al dedillo desde hacía mucho tiempo los mejores lugares de Wiltshire para cometer travesuras.
Tal vez había estado allí con Celia. Tal vez lo había elegido por ello. Pero si todas sus maquinaciones eran debidas a Celia Matheson y a su relación ilícita con Dennis Luxford, ¿cuándo y cómo había tenido lugar? Charlotte Bowen tenía diez años en el momento de su muerte. Si no era la primogénita de Luxford, su primer hijo tenía que ser mayor. Aunque sólo le llevara unos meses, eso significaba que Celia Matheson había sostenido relaciones con Dennis Luxford cuando era una adolescente. ¿Cuántos años tenía Celia, por cierto? ¿Veinticuatro? ¿Veinticinco? Para haber mantenido relaciones con Dennis Luxford, de las que resultara un hijo, un hijo mayor que Charlotte Bowen, tendría que haberse acostado con Luxford cuando sólo tenía catorce años. No se podía descartar la posibilidad, porque sucedía a menudo que una adolescente diera a luz. Sin embargo, a pesar de que Luxford parecía un tipo desagradable si había que juzgarle por su periódico, Barbara no había oído nada sobre él que insinuara cierta propensión hacia las adolescentes. Y teniendo en cuenta cómo había descrito Portly a Dennis Luxford cuando era alumno de Baverstock, y sobre todo el contraste entre Luxford y los demás chicos, no había más remedio que concluir…
«Espera -pensó Barbara-. Puta mierda.» Aferró con más fuerza el volante. Vio que el coche de Robin pasaba bajo unos árboles y ascendía una ligera pendiente. Le siguió, con la atención dividida entre el coche y la senda, y procuró rememorar los detalles más salaces de la explicación de Portly. Un grupo de chicos de Baverstock, de la misma edad de Dennis Luxford, se habían acostado frecuentemente con una chica del pueblo en la vieja fábrica de hielo situada en los terrenos del colegio. Le habían pagado dos libras por cada uno de sus favores y había quedado embarazada. A continuación, escándalo, expulsiones y las compensaciones pertinentes. Si la chica del pueblo había dado a luz un niño que todavía vivía, el producto de aquellos coitos entre la chica del pueblo y el grupo de muchachos tendría hoy, calculó Barbara, veintinueve años.
«Hostia divina», pensó Barbara. Robin Payne no conocía la existencia del hijo de Dennis Luxford. Robin Payne pensaba que era el hijo de Dennis Luxford. Barbara ignoraba cómo habría llegado a esa conclusión, pero estaba tan segura de ello como de que Robin la estaba conduciendo hacia el niño que consideraba su medio hermano. Recordó lo que le había dicho la noche que pasaron en coche ante el colegio de Baverstock. «No hay nadie en mi árbol genealógico.» Nadie importante, había supuesto ella. Ahora, comprendió el verdadero significado. Nadie en absoluto, al menos de una forma legítima.
Conseguir que le asignaran al caso había sido una jugada maestra. Nadie debió sospechar cuando el entusiasta y joven detective solicitó participar. Y cuando ofreció su propia casa a la sargento de Scotland Yard (tan cerca del lugar donde habían tirado el cadáver, ningún hotel decente en el pueblo, su madre habitando en la casa, para que nadie pensara mal), ¿qué mejor manera de estar en todo momento al corriente del caso? Cada vez que hablaba con Barbara, o la oía hablar con Lynley, se enteraba de sus progresos. Cuando ella le habló de los ladrillos y el poste de mayo que Charlotte mencionaba en la grabación, se sintió en el séptimo cielo. Barbara le había ofrecido la «pista» que necesitaba para ser la persona que descubriera el molino. Del cual sin duda habría hecho desaparecer el uniforme de Charlotte, antes de doblarlo e introducirlo en una de las cajas de trapos del vicario, aprovechando alguna de sus visitas. Porque los Matheson nunca habrían pensado en él como un extraño. Era el prometido de su hija, el verdadero amor de su hija. Que también fuera un asesino les había pasado por alto.
La atención de Barbara se concentró en el Escort de Robin. Se había desviado de nuevo, esta vez al sur. Su coche empezó a ascender una colina. Barbara tuvo la sensación de que se estaban acercando a su objetivo.
Se desvió también y aminoró la velocidad. No había nada (habían dejado atrás la última granja cinco kilómetros antes), de modo que no tenía miedo de perderle. Vio que sus faros fluctuaban a lo lejos. Procuró mantener la misma distancia en todo momento.
La senda se fue estrechando. A su izquierda se alzaba una colina cubierta de árboles. A su derecha, un inmenso campo se perdía en la oscuridad, separado de la carretera mediante una alambrada. La senda empezó a rodear una colina, y Barbara aminoró todavía más la velocidad. A unos cien metros de distancia, el coche de Robin frenó ante una cancela que bloqueaba la carretera. Robin salió del coche y la abrió. Pasó en coche, la cerró y continuó su camino. La luz de la luna iluminaba su destino. Tal vez unos cien metros después de la cancela se alzaban las ruinas de un castillo. Barbara vio los muros semiderruidos que lo rodeaban, así como los arbustos y árboles que crecían en el interior. Al otro lado de la muralla se erguía lo poco que quedaba del castillo. Distinguió dos torres almenadas redondas a cada extremo del muro derruido, y a unos veinte metros de una de las torres el techo de un edificio. Tal vez una cocina, un horno, una cámara privada o la sala principal.
Barbara aparcó el Mini en la cuneta, justo antes de llegar a la cancela cerrada. Apagó el motor y salió por el lado izquierdo de la carretera, donde se alzaba la colina cubierta de árboles y arbustos. Un letrero en la cancela identificaba el edificio como el castillo de Silbury Huish. Otro letrero informaba que sólo estaba abierto al público los primeros sábados de mes. Robin había elegido un buen lugar. La carretera era lo bastante mala para desalentar a los turistas, y aunque se desplazaran tan lejos entre semana, no era probable que entraran sin autorización para echar un vistazo a un montón de ruinas. Había muchas ruinas más en el condado, con carreteras mejores que aquella.
El Escort de Robin se detuvo cerca del muro exterior del castillo. Por un momento, sus faros describieron arcos brillantes sobre las piedras. Después se apagaron. Cuando Barbara llegó a la cancela, vio la silueta de Robin bajar del coche. Abrió el maletero y extrajo un objeto que dejó en el suelo; produjo un sonido metálico al chocar contra una piedra. Sacó un segundo objeto, del cual brotó un cono de luz. Una linterna. La movió a lo largo del muro del castillo. Al cabo de un instante desapareció.
Barbara corrió hacia el maletero del Mini. No podía arriesgarse a utilizar una linterna. Bastaría con que Robin mirara hacia atrás y comprendiera que le había seguido, para que la hiciera picadillo. Tampoco iba a aventurarse entre aquellas ruinas sin algún arma. Rebuscó en el contenido del maletero, mientras se maldecía por haberlo utilizado como receptáculo para cualquier cosa que no supiera dónde meter. Sepultado bajo mantas, un par de botas de lluvia, diversas revistas y un bañador que debía tener diez años de antigüedad, encontró el gato la llave de desmontar neumáticos. Cogió esta última. La sopesó. Golpeó su palma con el extremo curvado. Sería suficiente.