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– ¡Suéltale! -gritó Barbara-. ¡He dicho que le sueltes!

Robin obedeció. Arrojó al niño al suelo, pero no se amedrentó por haber sido descubierto. Se abalanzó sobre ella.

Barbara balanceó la llave y la descargó sobre el hombro de Robin, que parpadeó pero no se arredró. Barbara la balanceó de nuevo pero Robin se la arrebató de un manotazo y la arrojó a un lado. La llave resbaló sobre el suelo de piedra, chocó contra un ataúd y cayó al foso. Robin sonrió al oír el chapoteo. Avanzó.

– ¡Corre, Leo! -chilló Barbara, pero el chico parecía hipnotizado.

Se acurrucó cerca del ataúd que la llave había golpeado y se cubrió la cara con las manos.

– ¡No! ¡No! -gritó.

Robin actuó con rapidez. La empujó contra la pared antes de que Barbara pudiese pestañear. Dirigió un puñetazo a su estómago y luego otro a los riñones. Barbara sintió un dolor desgarrador pero aun así cogió el pelo de Robin. Giró la muñeca con fuerza y tiró la cabeza de su contrincante hacia atrás. Buscó sus ojos con los pulgares. Robin movió la cabeza instintivamente. Barbara perdió su presa. El hombre lanzó el puño contra su cara.

Barbara sintió que su nariz se rompía y el dolor se extendía por su cara como una ola al rojo vivo. Cayó a un lado, pero se aferró a él y le arrastró al suelo. Rodaron sobre las piedras.

Saltó encima de él. La sangre que manaba de su nariz salpicó la cara de Robin. Barbara cogió su cabeza entre las manos y empezó a golpearla contra el suelo. Luego le dio puñetazos en la nuez de Adán, las orejas, las mejillas y los ojos.

– ¡Leo! -gritó-. ¡Vete de aquí!

Las manos de Robin buscaron su garganta mientras se revolvía bajo ella. A través del manto de niebla que cubría sus ojos, Barbara vio que Leo retrocedía. No corría hacia la puerta. Gateaba entre los ataúdes como si quisiera esconderse.

– ¡Huye, Leo! -chilló.

Robin se la quitó de encima con un manotazo. Mientras caía al suelo, Barbara pataleó salvajemente y su pie le alcanzaba la espinilla. Cuando Robin se desplomó, ella se puso en pie de un salto.

Se pasó la mano por la cara ensangrentada y buscó a Leo con la mirada. Vio su pelo rubio, que contrastaba con el tono opaco de los ataúdes, pero entonces Robin también se incorporó.

– Maldita zorra…

Cargó con la cabeza gacha. La arrinconó contra la pared y soltó una lluvia de golpes contra la cara de Barbara.

Un arma, suplicó ella. Necesitaba un arma. No tenía nada. Y si no tenía nada, estaban perdidos. Ella estaba perdida. Leo también. Porque Robin les mataría a los dos, porque ella había fracasado. Fracasado. La misma idea…

Se lo sacó de encima de un empujón y clavó el hombro en su pecho. Él la rechazó, pero Barbara le sujetó por la cintura. Clavó los pies en el suelo, y cuando el hombre se revolvió, alzó la rodilla con la intención de darle en la entrepierna. Falló y él aprovechó la ventaja. La arrojó contra la pared y la cogió por el cuello, derribándola.

Se cernió sobre ella, miró a derecha e izquierda. Buscaba un arma. Barbara la vio al mismo tiempo que él. El farol.

Cuando Robin se lanzó hacia él, Barbara le asió por las piernas. El hombre pateó su cara, pero Barbara no cejó. En cuanto cayó al suelo, ella se arrastró encima de su cuerpo, casi sin fuerzas. Hizo presión sobre su garganta y enlazó sus piernas alrededor de las de él. Si podía sujetarle, si el niño podía escapar, si tenía el sentido común de ir a refugiarse entre los árboles…

– ¡Leo! -gritó-. ¡Huye! ¡Escóndete!

Con el rabillo del ojo le vio moverse, pero había algo raro en él. El pelo no era lo bastante claro. La cara había adquirido una palidez espectral, los miembros parecían entumecidos. Estaba aterrorizado. Sólo era un niño. No comprendía lo que estaba pasando. Si no conseguía hacerle entender que debía escapar, escapar ahora…

– ¡Vete! -gritó-. ¡Vete de una vez!

Robin se incorporó y con un supremo esfuerzo se liberó de ella de nuevo, pero esta vez Barbara no pudo levantarse. Robin la inmovilizó, al igual que ella le había inmovilizado segundos antes. El brazo sobre el cuello, las piernas atrapadas entre las suyas, respirando en su cara.

– Pagará… -Tragó aire con ansia-. Él… pagará.

Aumentó la presión y la aplastó con su cuerpo. Barbara vislumbró una neblina blanca. Lo último que vio fue la sonrisa de Robin. Era la mirada de un hombre al que, por fin, se había hecho justicia.

30

Lynley vio cómo Corrine Payne se llevaba la taza a la boca. Tenía los ojos atontados y sus movimientos eran torpes.

– Más café -dijo a Tkata con semblante sombrío-. Bien cargado. Doble. Triple, si puedes.

– Una ducha fría haría el mismo efecto -replicó Nkata-, No podemos quitarle la ropa, ¿verdad? -prosiguió, cundo refutando la posibilidad que Lynley no se había molestado en sugerir. No les acompañaba una agente femenina – por tanto no podían desnudar a la mujer-. Podríamos meterla en el aria.

– Ocúpate del café, Winston.

– ¿Nene? -murmuró Corrine, y su cabeza se inclinó hacia adelante.

Lynley la sacudió por el hombro. Empujó hacia atras la silla y la puso en pie. La obligó a caminar hasta el otro lado del comedor, pero las piernas de la mujer eran como espaguetti hervido. Les era de tanta utilidad como un utensilio de cocina.

– Maldita sea, mujer -masculló-. Recupérate ya.

Cuando Corrine se desplomó sobre el, tomó conciencia de cuánto necesitaba reanimarla. Lo cual le reveló hasta qué plunto había aumentado su angustia durante los treinta minutos transcurrido desde que habían llegado a Lark's Haven.

El plan tendría que haber funcionado sin el menor fallo. Salir del Yard, desplazarse en coche a Wiltshire, comparar las huellas dactilares de Payne con las encontradas en la grabadora y en el edificio abandonado. Y después enviar un equipo de vigilancia para que cuando Payne fuera a buscar al hijo de Luxford por la mañana, como ocurriría en cuanto viera que el Source no publicaba el artículo que quería, no fuera difícil seguirle la pista, detenerle y devolver el niño a sus padres. El DIC de Amesford había complicado las cosas. No habían sido capaces de encontrar un agente especializado en huellas dactilares, y en cuanto consiguieron localizar a un ser de tales características, había tardado más de una hora en llegar a la comisaría. Durante aquel largo lapso, Lynley había entablado un duelo verbal con el sargento Reg Stanley, cuya reacción a la idea de que uno de sus detectives era el culpable de dos secuestros y un asesinato fue: «Tonterías. Además, ¿quiénes son ustedes? ¿Quién les ha enviado aquí?», junto con una carcajada despectiva cuando comprendió que trabajaban con la sargento de Scotland Yard que, por lo visto, se había convertido en su béte noire. La colaboración no parecía una de sus principales características, ni en el mejor de los momentos. En aquel, el peor de todos, brillaba por su ausencia.

En cuanto obtuvieron la confirmación que buscaban (que ocupó el período de tiempo necesario para que el agente de huellas dactilares se calara las gafas, encendiera una lámpara de alta intensidad, sacara una lupa para examinar las tarjetas de huellas y dijera: «Espirales de doble lazo. Un juego de niños. Son las mismas. ¿De veras me han sacado de mi partida de póquer para esto?»), habían reunido el equipo de vigilancia a toda prisa. Se elevaron murmullos de los agentes cuando comprendieron quién era el objetivo de su vigilancia, pero enviaron una furgoneta, establecieron contacto por radio y se asignaron posiciones. Sólo cuando llegó el primer mensaje, informando de que el coche del sospechoso había desaparecido, al igual que el de la sargento de Scotland Yard, Lynley y Nkata se dirigieron hacia Lark's Haven.