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– Havers le ha seguido a algún sitio -dijo Lynley a Nkata mientras se dirigían a Wootton Cross-. El estaba en la habitación cuando hablé con ella. Debió de leer la verdad en su cara. Havers no es una buena actriz. Habrá adelantado los acontecimientos.

– Tal vez haya ido a ver a su novia -sugirió Nkata.

– No lo creo.

El nerviosismo de Lynley aumentó cuando llegaron a la casa de Burbage Road Estaba completamente a oscuras, lo cual daba a entender que todo el mundo se había ido a la cama, pero la puerta trasera no sólo no estaba cerrada con llave, sino que estaba abierta. Una marca de neumáticos profunda en el macizo de flores contiguo al camino particular indicaba que alguien se había marchado a toda prisa.

La radio de Lynley crepitó cuando Nkata y él avanzaron hacia la puerta posterior.

– ¿Necesita apoyo, inspector? -preguntó una voz desde la furgoneta apostada a unos cuantos metros, en la carretera.

– Mantengan sus posiciones -ordenó Lynlev-. La cosa no pinta bien. Vamos a entrar.

La puerta posterior les condujo a la cocina. Lynlev encendió las luces. Todo parecía en orden, al igual que en el comedor y la sala de estar.

Arriba, encontraron el dormitorio que Havers utilizaba. Su vieja sudadera, con el emblema de san Jorge y el dragón, colgaba de un gancho clavado en la puerta. Su cama estaba deshecha, pero sólo el cobertor y la manta, porque las sábanas seguían dobladas con pulcritud. 0 había descabezado un sueñecito, lo cual era improbable, o había fingido dormir, algo coherente con las instrucciones de Lynley, en el sentido de que siguiera comportándose con absoluta normalidad. Su bolso estaba sobre la cómoda, pero faltaban las llaves del coche. Lo cual significaba que habría oído a Payne salir de casa, pensó Lynley. Habría cogido las llaves y salido en su persecución.

La idea de que Havers había ido sola tras un asesino impulsó a Lynley hacia la ventana de su habitación. Descorrió las cortinas y contempló la noche, como si la luna y las estrellas pudieran decirle qué dirección habían tomado ella y Robin Payne. «Maldita sea esa mujer enervante -pensó-. ¿En qué coño estaría pensando cuando fue tras él sola? Si la mata…»

– Inspector Lynley.

Lynley se volvió. Nkata estaba en la puerta.

– ¿Qué pasa?

– Hay una mujer en un dormitorio. Inconsciente como un atún muerto. Parece drogada.

Por eso estaban vertiendo café por la garganta de Corrine Payne, mientras llamaba entre murmullos a su «nene» o a Sam.

– ¿Quién es Sam? -quiso saber Nkata.

A Lynley le daba igual. Sólo quería que la mujer recobrara la lucidez. Cuando Nkata llevó otra cafetera llena al comedor, sentó a Corrine a la mesa y empezó a zarandearla.

– Necesitamos saber dónde está su hijo -dijo-. ¿Me oye, señora Payne? Robin no está aquí. ¿Sabe adónde ha ido?

Esta vez, sus ojos aparentaron enfocarse, como si la cafeína hubiera penetrado por fin en su cerebro. Paseó la mirada entre Lynley y Nkata y sus ojos expresaron un absoluto terror al ver a este último.

– Somos de la policía -dijo Lynley antes de que Corrine lanzara un aullido al ver a aquel negro desconocido y, por tanto, aterrador, en su inmaculado comedor-. Estamos buscando a su hijo.

– Robbie es policía… -balbuceó a modo de respuesta. Entonces, pareció que comprendía todo el significado de la frase «estamos buscando a su hijo»-. ¿Dónde está Robbie? ¿Qué le ha pasado a Robbie?

– Hemos de hablar con él -insistió Lynley-. ¿Puede ayudarnos, señora Payne? ¿Tiene idea de dónde puede estar?

– ¿Hablar con él? -Su voz se alzó un poco-. ¿Para qué? Es de noche. Está en la cama. Es un buen chico. Siempre ha sido bueno con su mamá. Es…

Lynley apoyó una mano firme sobre su hombro. La mujer respiraba con dificultad.

– Asma -dijo Corrine-. A veces me cuesta respirar.

– ¿Tiene alguna medicina?

– Un inhalador. En el dormitorio.

Nkata fue a buscarlo. Corrine lo bombeó vigorosamente. No pareció recuperarse. La combinación del café y el medicamento funcionó. Parpadeó varias veces, como si se hubiera despertado por completo.

– ¿Qué quieren de mi hijo?

– Ha secuestrado a dos niños en Londres y les ha traído al campo. Uno ha muerto. Es muy posible que el otro aún este vivo. Debemos encontrarle, señora Payne. Debemos encontrar al niño.

La mujer estaba perpleja. Su mano se cerró sobre el inhalador y Lynley pensó que lo iba a utilizar de nuevo, pero en cambio le miró con expresión de desconcierto absoluto.

– ¿Niños? ¿Mi Robbie? Usted está loco.

– Temo que no.

– Él nunca haría daño a un niño. Ni se le pasaría por la cabeza. Quiere tener hijos. Piensa casarse con Celia Matheson este mismo año y tener montones de hijos. -Se ciñó más la bata, como si sintiera frío de repente-. ¿Intenta decirme… está insinuando… que mi Robbie es un pervertido? -preguntó con tono de desagrado-. ¿Mi Robbie? ¿Mi hijo? ¿Mi propio hijo, que no se toca la minina si yo no se la pongo en las manos?

Sus palabras quedaron suspendidas entre ellos por un instante. Lynley vio que Nkata enarcaba las cejas en señal de interés. Las palabras de la mujer sugerían aguas turbulentas, cuando no profundas, pero no había tiempo para extraer conclusiones. Lynley continuó.

– Los niños que ha secuestrado son del mismo padre. Parece que su hijo tiene algo en contra de ese hombre.

La mujer pareció más perpleja aún que antes.

– ¿Quién? -preguntó-. ¿Qué padre?

– Un hombre llamado Dennis Luxford. ¿Existe alguna relación entre Robin y Dennis Luxford?

– ¿Quién?

– Dennis Luxford. Es el director del periódico The Source. Asistió a un colegio de esta zona, Baverstock, hace unos treinta años. El primer niño que su hijo secuestró era la hija ilegítima de Luxford. El segundo es el hijo legítimo de Luxford. Por lo visto, Robin cree que hay un tercer hijo, un hijo mayor que los otros dos. Quiere que Dennis Luxford reconozca a ese tercer hijo en su periódico. Si Luxford no lo hace, el segundo niño secuestrado también morirá.

La expresión de la mujer fue cambiando poco a poco, a medida que Lynley hablaba. Cada frase parecía descomponer más su cara. Por fin, dejó caer la mano sobre el regazo.

– ¿Ha dicho director de un periódico? -preguntó con voz débil-. ¿De Londres?

– Sí. Se llama Dennis Luxford.

– Santo Dios.

– ¿Qué pasa?

– No pensé… Creí que no pensaría…

– ¿Qué?

– Sucedió hace mucho tiempo.

– ¿Qué?

– Dios santo -fue lo único que dijo la mujer.

Los nervios de Lynley se crisparon un poco más.

– Si puede decirnos algo que nos conduzca hasta su hijo, le sugiero que lo haga ya. Se ha cobrado una vida y hay dos más en juego. No tenemos tiempo que perder, y menos para reflexionar. Ahora…

– No sabía quién fue. -Corrine no habló a ninguno de los dos hombres, sino a la mesa-. ¿Cómo habría podido? Tuve que decirle algo. No paraba de insistir… Preguntaba y preguntaba. No me dejaba en paz.

Dio la impresión de que se encogía.

– Esto no nos lleva a ningún sitio -dijo Nkata.

– Busca en su habitación -dijo Lynley-. Tal vez encuentres algo que nos indique adónde ha ido.

– Pero no tenemos…

– A la mierda la orden judicial, Winston. Havers anda por ahí y puede que esté en peligro. No pienso quedarme aquí sentado esperando a que…

– De acuerdo. Voy a ver.

Nkata subió por la escalera.

Lynley lo oyó avanzar por el pasillo de arriba. Se abrieron y se cerraron puertas. Después, el ruido de cajones y puertas de armarios se combinó con los farfulleos de Corrine Payne.

– No lo pensé -dijo-. Me pareció tan sencillo cuando vi el periódico… Cuando leí… Ponía Baverstock… De entre todos los lugares, Baverstock… Habría podido ser uno de ellos. De veras, habría podido serlo. Porque no sabía sus nombres. Nunca preguntaba. Venían a la fábrica de hielo los lunes y los miércoles… Unos chicos encantadores, en realidad…