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Lynley tuvo ganas de zarandearla hasta que se le saltaran los dientes. Decía cosas sin sentido y el tiempo pasaba inexorablemente.

– iWinston! -gritó-. ¿Has encontrado algo?

Nkata bajó la escalera de tres en tres, con las manos llenas de recortes de periódicos. Su semblante era serio. Entregó los recortes a Lynley.

– Esto estaba en un cajón de su habitación.

Lynley miró los recortes. Eran del dominical del Sunday Times. Los esparció sobre la mesa, pero no necesitó leerlos: era el mismo artículo que Nkata le había enseñado a principios de semana. Leyó su título por segunda vez: «Cómo transformar un periódico.» Consistía en una breve biografía de Dennis Christopher Luxford, acompañada por fotografías satinadas de Luxford, su mujer y su hijo.

Corrine extendió la mano y siguió con los dedos el contorno de la cara de Dennis Luxford.

– Ponía Baverstock -dijo-. Ponía que fue a Baverstock. Y Robbie quería saber… Su papá… Lo había preguntado durante años… Dijo que tenía derecho…

Lynley comprendió por fin.

– ¿Dijo a su hijo que Dennis Luxford era su padre? ¿Me está diciendo eso?

– Dijo que yo le debía la verdad, si pensaba casarme. Debía decirle quién era su verdadero padre de una vez por todas. Yo no lo sabía, porque hubo muchos. No podía decirle eso. ¿Cómo iba a hacerlo? Le dije que había sido uno. Una vez. Por la noche. Yo no quería hacerlo, le dije, pero él era más fuerte que yo, y tuve que hacerlo. Tuve que hacerlo o me habría hecho daño.

– ¿Violación? -preguntó Nkata.

– Nunca pensé que Robbie… Le dije que había pasado mucho tiempo, que ya daba igual, que él era lo único que importaba ahora. Mi hijo. Mi adorado hijo. El era lo único que importaba.

– ¿Le dijo que Dennis Luxford la había violado? -aclaró Lynley-. ¿Dijo a su hijo que Dennis Luxford la había violado cuando los dos eran adolescentes?

– Su nombre salía en el periódico -murmuró Corrine-. También ponía Baverstock. No pensé… Por favor. No me siento muy bien.

Lynley se alejó de la mesa. No daba crédito a sus oídos. Una niña había muerto y dos vidas más pendían de un hilo porque aquella mujer, una mujer despreciable, no había querido que su hijo supiera que la identidad de su padre era un misterio para ella. Se había sacado un nombre de la manga. Había leído la palabra «Baverstock» en un artículo de revista y había utilizado aquella única palabra para condenar a muerte a una niña de diez años. Dios, era una locura. Necesitaba aire fresco. Necesitaba salir a la carretera. Necesitaba encontrar a Havers antes de que Payne la matara.

Lynley se volvió hacia la cocina, hacia la puerta, hacia la escapatoria. En aquel momento su radio cobró vida.

– Un coche se acerca, inspector. Lentamente desde el oeste.

– Las luces -dijo Lynley. Nkata se apresuró a apagarlas.

– ¿Inspector? -crepitó la radio.

– Quédense donde están.

Corrine se removió.

– ¿Robbie? ¿Es Robbie?

– Vaya arriba -dijo Lynley.

– No quiero…

– ¡Winston!

Nkata avanzó hacia la mujer y la ayudó a levantarse.

– Por aquí, señora Payne.

La mujer se aferró a la silla.

– No le haga daño -suplicó-. Es mi nene. No le haga daño. Por favor.

– Sácala de aquí.

Mientras Nkata guiaba a Corrine hacia la escalera, los faros de un coche barrieron el comedor. El ruido de un motor aumentó a medida que se acercaba a la casa. Después, el estrépito cesó con un gangueo asmático. Lynley corrió hacia la ventana y apartó la cortina.

El coche había aparcado en un punto que no podía ver, en la parte posterior de la casa, donde la puerta de la cocina seguía abierta. Lynley fue en aquella dirección. Apagó la radio. Escuchó.

La portezuela de un coche se abrió. Transcurrieron unos segundos. Pasos pesados se acercaron a la casa.

Lnley se apostó junto a la puerta que comunicaba la cocina con el comedor. Oyó un sollozo gutural y profundo, como si hubiera sido reprimido con brusquedad. Esperó en la oscuridad, con la mano sobre el interruptor de la luz. Cuando vio una figura imprecisa en los peldaños, accionó el interruptor y la habitación se inundó de luz.

– ¡Por el amor de Dios! -exclamó.

Llamó a Nkata, mientras la sargento Havers se desplomaba contra la puerta.

Sostenía el cuerpo de un niño entre los brazos. Tenía los ojos hinchados y su cara era un mapamundi de morados, cortes y sangre. Más sangre manchaba la pechera de su jersey, y sus pantalones desde las caderas a las rodillas. Miró a Lvnlev desde su cara destrozada.

– Puta mierda -dijo con sus labios machucados. Tenía un diente roto-. Se lo han tomado con calma.

Nkata entró como una tromba en la habitación y se detuvo en seco al ver a Havers.

– Santo Dios -susurró.

– Llama a una ambulancia -le dijo Lynley sin volverse-. ¿Y el chico? -preguntó a Havers.

– Duerme.

– Tiene un aspecto horrible. Los dos lo tenéis.

Havers forzó una sonrisa.

– Se metió a nadar en un foso para recuperar una llave de desmontar neumáticos. Le asestó a Payne una buena. Cuatro buenas, de hecho. Un chico duro, este renacuajo. Es probable que necesite vacunarse contra el tétanos después. Aquella agua asquerosa era un caldo de cultivo para todas las enfermedades. Estaba en una cripta. Había ataúdes. Era un castillo. Sé que debí esperar, pero cuando se marchó y nadie le siguió, pensé que lo mejor era…

– Buen trabajo, Havers -la interrumpió Lynley.

Cogió al niño de sus brazos. Leo se removió, pero no se despertó. Havers estaba en lo cierto. El chico estaba perdido, desde mugre hasta algas. Daba la impresión de que en sus orejas había crecido moho. Las palmas de sus manos estaban negras y su cabello claro parecía verde. Pero estaba vivo. Lynley lo entregó a Nkata.

– Telefonea a sus padres -dijo-. Dales la buena nueva. Nkata salió de la habitación.

Lynley se volvió hacia Havers. No se había movido de la puerta. La apartó con delicadeza de la luz y la condujo al comedor, que estaba a oscuras. La sentó.

– Me rompió la nariz -susurró ella-, y no sé cuántas cosas más. Me duele mucho el pecho. Creo que tengo un par de costillas jodidas.

– Lo siento -dijo Lynley-. Oh, Barbara, lo siento de veras.

– Leo le atizó. Le dio un buen leñazo.

Lynley se acuclilló ante ella. Sacó un pañuelo y lo aplicó con suavidad a su cara. Secó la sangre, pero seguía manando más. Dónde demonios estaba la maldita ambulancia, pensó.

– Yo sabía que no me quería -dijo Havers-, pero le seguí la corriente. Me pareció lo más correcto.

– Lo fue. Hizo bien.

– Y al final le di una dosis de su propia medicina.

– ¿Cómo?

Havers lanzó una risita, a la que siguió una mueca de dolor.

– Le dejé encerrado en la cripta. Pensé que, por una vez, le gustaría saber qué se siente a oscuras. El muy bastardo.

– Sí -dijo Lynley-. Eso es lo que es.

Barbara no quiso ir al hospital hasta asegurarse de que sabrían encontrarle. Ni siquiera permitió que los enfermeros la atendieran hasta que hubo dibujado un plano a Lynley. Se inclinó sobre la mesa v sangró sobre el mantel de Laura Ashley. Dibujó el plano con un lápiz que tuvo que sujetar con ambas manos.

Tosió una vez y burbujas sanguinolentas salieron de su boca. Lynley le quitó el lápiz.

– Bien. Iré a buscarle. Debe ir al hospital ya.

– Pero quiero estar presente cuando todo termine -se resistió Barbara.

– Su trabajo ha terminado.

– ¿Y qué haré ahora?

– Se tomará unas vacaciones. -Le dio un apretón en el hombro-. Se las merece más que cualquier otra cosa.

Barbara le sorprendió cuando compuso una expresión contrita.