Выбрать главу

– Pero usted… -empezó, pero enmudeció como si temiera llorar si continuaba.

Lynley se preguntó a qué se refería. Lo comprendió cuando oyó movimientos a sus espaldas y Winston Nkata se reunió con ellos de nuevo.

– He localizado a los padres -dijo-, Ya vienen. ¿Cómo va, sargento?

Havers clavó los ojos en el alto detective negro.

– Barbara -dijo Lynley-, nada ha cambiado. Vava al hospital.

– Pero si aparece un caso nuevo…

– Otro se encargará de él. Helen y yo vamos a casarnos este fin de semana. Yo también me ausentaré del Yard.

Barbará sonrió.

– ¿Se casan?

– Por fin.

– Puta mierda. Deberíamos brindar por ello.

– Lo haremos, pero esta noche no.

Lynley encontró a Robin Payne donde Havers le había dejado: en la macabra cripta excavada bajo la capilla, en el castillo de Silbury High. Estaba acurrucado en un rincón, lejos de los siniestros ataúdes de plomo, cubriéndose la cabeza con las manos. Cuando el agente Nkata le iluminó con la linterna, Payne alzó la cabeza y Lynley experimentó una breve e instintiva satisfacción al ver sus heridas. Havers y Leo le habían devuelto casi tanto como habían recibido. Las mejillas y la frente de Payne se veían amoratadas, arañadas y despellejadas. Su pelo manchado de sangre. Tenía un ojo hinchado y cerrado.

– ¿Pavne? -dijo Lynley.

El agente se incorporó y pasó el dorso de su puño por la boca. -Sáquenme de aquí, por favor. Unos gamberros me encerraron. Me hicieron señales en la carretera y…

– Soy el compañero de la sargento Havers -le interrumpió Lynley.

Sus palabras silenciaron al joven. Los supuestos gamberros (muy convenientes para cualquier historia que hubiera inventado desde que Havers le había abandonado) se evaporaron de sus pensamientos. Se arrinconó más contra la pared de la cripta, y al cabo de un momento habló con tono seguro, teniendo en cuenta las circunstancias.

– ¿Dónde está mi madre? He de hablar con ella.

Lynley dijo a Nkata que le leyera sus derechos. Ordenó a otro agente del DIC de Amesford que llamara por radio a un médico, para que se reuniera con ellos en la comisaría. Mientras Nkata recitaba los párrafos consabidos y el otro agente marchaba a conseguir asistencia médica, Lynley contempló al detective que había llevado muerte, ruina y desesperación a las vidas de un grupo de personas a las que no conocía.

Pese a las heridas de Payne, Lynley aún pudo distinguir la juvenil y falsa inocencia de su cara. Era una inocencia superficial que, combinada con un disfraz que ningún observador consciente hubiera tomado por un disfraz, le había ido de perlas. Vestido con el uniforme que había llevado como agente antes de ingresar en el DIC de Amesford, había expulsado a Jack Beard de Cross Keys Glose, y a ningún testigo se le había ocurrido pensar que era otra cosa de lo que aparentaba: no un secuestrador que despejaba el lugar donde pretendía apoderarse de su víctima, sino un policía de servicio. Vestido con aquel mismo uniforme, con aquella cara inocente resplandeciente de buenas intenciones, había convencido a Charlotte Bowen, y después a Leo Luxford, de que le acompañaran. Supondría que los padres de los niños habían advertido a sus hijos desde la más tierna edad que no hablaran con desconocidos, pero también sabría que a los niños se les dice que confíen en la policía. Y Robin Payne tenía una cara que despertaba confianza.

También era un rostro inteligente, comprobó Lynley, y una buena provisión de inteligencia había sido necesaria para planificar y ejecutar aquellos crímenes. La inteligencia le habría aconsejado utilizar el edificio abandonado de George Street mientras estaba en Londres, para ir y venir sin dificultad en tanto acechaba a sus víctimas (vestido de agente o de paisano), sin correr el riesgo de que un recepcionista de hotel se fijara en él y le relacionara más tarde, siquiera remotamente, con el secuestro de dos niños y el asesinato de uno de ellos. Esa misma inteligencia, combinada con su experiencia profesional, le había inducido a sembrar pruebas falsas que encaminarían a la policía hacia Dennis Luxford. Porque, fuera como fuera, su intención era que Luxford pagara su delito. El hombre al que suponía su padre era el centro de todo cuanto Payne había hecho.

El horror yacía en el hecho de que, al atacar a Luxford, había atacado a un fantasma nacido de una mentira. Y era aquella certeza lo que arañaba la puerta de las intenciones de Lynley a la hora de verse cara a cara con el asesino.

Secuestrador. Homicida. Mientras iban hacia el castillo, Lynley había planificado su primer encuentro: cómo pondría a Robin Pavne en pie de un tirón, cómo ladraría que le leyeran sus derechos, cómo le colocaría las esposas y le empujaría hasta sacarlo a la noche. Los asesinos de niños eran menos que basura. Merecían que les trataran como tales, y el tono de Robin Payne cuando solicitó hablar con su madre (tan completamente seguro y carente de remordimientos) no parecía otra cosa que una ilustración de su auténtica maldad. Sin embargo, tras observar al joven y arrojar aquella observación a la luz de lo que había averiguado sobre su pasado, Lynley sólo experimentó una profunda sensación de derrota.

El abismo que separaba la verdad de lo que Robin Payne creía la verdad era demasiado ancho para que la ira y la indignación de Lynley lo cruzaran, pese a la seguridad del agente detective. Lynley oyó las palabras de Corrine Payne en su mente, mientras Nkata esposaba las manos de Payne a su espalda: «Es mi nene. No le hagan daño, por favor.» Al oír aquellas palabras, Lynley comprendió que era absurdo maltratar a Robín Payne. Su madre ya le había infligido bastante daño.

De todos modos, necesitaba una información final que le permitiera cerrar el caso con la mínima tranquilidad espiritual. Tendría que proceder con cautela para obtenerla. Payne era bastante inteligente para saber que le bastaba con guardar silencio, y Lynley nunca encontraría la última pieza del rompecabezas. No obstante, gracias a la solicitud de ver a su madre, Lynlev comprendió cómo podía hacer un poco de justicia, al tiempo que obtenía del agente el último dato que necesitaba para relacionarle de manera irrefutable con Charlotte Bowen y su padre. La única forma de arrancar la verdad era decir la verdad. Pero no sería él quien la diría.

– Vaya a buscar a la señora Payne -ordenó a uno de los agentes de Amesford- y llévela a comisaría.

La sorpresa del agente reveló a Lynley que no esperaba ver complacida la petición de Payne.

– Es un poco irregular, señor -dijo.

– Exacto -replicó Lynley-. Todo en la vida es irregular. Vaya a buscar a la señora Payne.

El trayecto hasta Amesford transcurrió en silencio. El paisaje nocturno desfilaba en una oscuridad sólo rota por las luces de algún que otro coche. Delante y detrás de ellos iba una escolta de vehículos policiales, cuyas radios sin duda crepitaban mientras informaban que Robin Payne había sido capturado y le conducían a la comisaría. Dentro del Bentley no se oía el menor ruido. Desde el momento que había pedido ver a su madre, el agente detective no había dicho ni una palabra.

Payne no habló hasta que llegaron a la comisaría de Amesford. Vio a un solo periodista, con una libreta en la mano, y a un solo fotógrafo cámara en ristre. Los dos esperaban ante la puerta de la comisaría.

– Todo esto no me concierne. La historia saldrá a la luz. La gente se enterará. Y me alegro. Me alegro muchísimo. ¿Ya ha llegado mamá?

Supieron la respuesta a la pregunta cuando entraron. Corrine Payne se acercó, cogida del brazo por un hombre rechoncho y calvo que llevaba la chaqueta del pijama metida dentro de sus pantalones grises sin cinturón.

– ¿Robbie? ¿Mi Robbie? -Corrine extendió la mano hacia su hijo y sus labios temblaron cuando pronunció su nombre. Sus ojos se humedecieron. Su respiración era ronca-. ¿Qué te han hecho estos hombres horribles? -Se volvió hacia Lynley-. Le dije que no le hiciera daño. ¿Está malherido? ¿Qué le ha pasado? Oh, Sam.