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Payne la miró sin comprender. Tragó saliva.

– ¿Qué?

– ¿De dónde demonios, querido, sacaste la idea de que ese hombre es tu padre? La verdad, Robbie, de mí no.

Payne la miró estupefacto.

– Tú dijiste… -Se humedeció los labios-. Cuando viste el Sunday Times, el reportaje sobre él… dijiste…

– No dije nada de nada. -Corrine guardó su inhalador en el bolso, que cerró con un chasquido-. Oh, puede que dijera que la cara de aquel hombre me sonaba, pero te equivocaste por completo al pensar que le había identificado. Incluso puede que dijera que me recordaba vagamente al chico que me había mancillado tantos años antes, pero no pude decir más, porque han pasado muchísimos años, querido Robbie. Y sólo fue una noche. Una espantosa noche de pesadilla que me gustaría borrar de mi memoria. ¿Cómo voy a olvidarla, ahora que me has hecho esto? Ahora los periódicos, las revistas y la tele me bombardearán con horribles preguntas que removerán el pasado, que me obligarán a recordar, que harán pensar a Sam… hasta es posible que me abandone. ¿Era eso lo que querías? ¿Querías que Sam me dejara, Robbie? ¿Por eso has hecho estas cosas terribles? ¿Porque ibas a perderme por otro hombre y querías evitarlo? ¿Querías destruir el amor que Sam siente por mí?

– ¡No! Lo hice porque él te hizo sufrir, y cuando un hombre hace sufrir a una mujer, ha de pagar.

– Pero si no lo hizo. No fue… Robbie, lo entendiste mal. No fue ese hombre.

– Sí que lo fue. Tú lo dijiste. Recuerdo que me pasaste el artículo de la revista, señalaste Baverstock y dijiste: «Éste es el hombre, Robbie. Me llevó a la fábrica de hielo una noche de mayo. Me hizo beber de una botella de jerez, y él también bebió, y luego me arrojó al suelo. Intentó estrangularme, así que cedí. Eso fue lo que pasó. Éste es el hombre.»

– No -protestó la mujer-. Yo nunca dije eso. Tal vez dijera que me recordaba…

Payne golpeó la mesa con la mano.

– ¡Tú dijiste «Este es el hombre»! -gritó-. Por eso fui a Londres y le seguí. Por eso localicé su cuenta en Barclay's, y luego volví al pueblo, fui a ver a Celia, le di una buena sobada y le dije: «Enséñame cómo funciona este ordenador. ¿Podemos mirar cuentas? ¿La cuenta de cualquiera? ¿La de este tío? Caramba, qué maravilla.» Y allí estaba el nombre de la niña. La seguí. Vi que había hecho a su madre lo mismo que a ti. Y tenía que pagar. Tenía… que… pagar.

Payne se derrumbó en la silla. Parecía estar derrotado…

Lynley comprendió que el círculo de la información se había cerrado. Recordó las palabras de Corrine Payne: «Quiere casarse con Celia Matheson.» Las relacionó con lo que el agente acababa de decir. Sólo había una conclusión posible.

– Celia Matheson -dijo a Nkata-. Ve a buscarla.

Nkata avanzó hacia la puerta. Payne le detuvo.

– Ella no sabe nada -dijo con voz cansina-. No está implicada. No podrá decirle nada.

– Entonces dígamelo usted -replicó Lynley.

Payne observó a su madre. Corrine abrió el bolso y sacó un pañuelo que se llevó a la nariz.

– ¿Me necesita para algo más, inspector? -preguntó con voz desfallecida-. Temo que me siento bastante mal. Si es tan amable de pedir a Sam que venga a buscarme…

Lynley asintió en dirección a Nkata, que salió de la sala Mientras esperaban a Sam, Corrine habló una vez más a su hijo.

– Qué horrible malentendido, querido. No puedo imaginar cómo sucedió. No se me ocurre…

Payne agachó la cabeza.

– Sáquela de aquí -dijo a Lynley.

– Pero Robbie…

– Por favor.

Lynley sacó a Corrine Payne de la habitación. Se encontraron con Nkata y Sam en el pasillo. La mujer se derrumbó en los brazos rechonchos del hombre.

– Sammy -dijo-, ha pasado algo espantoso. Robbie no es el mismo de antes. He intentado hablar con él pero no atiende a razones. Tengo mucho miedo…

– Chissst -dijo Sam, y palmeó su espalda-. Tranquila, perita en dulce. Deja que te lleve a casa.

Se encaminó hacia la recepción con ella. Sus voces flotaron.

– No me dejarás, ¿verdad? Di que no me dejarás.

Lynley volvió a entrar en la sala de interrogatorios.

– ¿Puede darme un cigarrillo, por favor? -pidió Payne.

– Ya me encargo yo -dijo Nkata, y salió en busca de cigarrillos.

Cuando volvió con un paquete de Dunhill y una caja de cerillas, Payne encendió uno y fumó un momento en silencio. Parecía concentrado en sí mismo. Lynley se preguntó cómo reaccionaría si alguna vez su madre se decidía a contarle la verdad sobre su nacimiento. Una cosa era considerarse el resultado de un acto de violencia, y otra muy distinta saber que había sido el resultado de actos sexuales anónimos e impensados, iniciados por un intercambio de dinero, finiquitados a toda prisa, sin nada más en una mente que el orgasmo y nada más en la otra que reunir algunas libras y peniques para gastarlos en cuanto el acto terminara.

– Hábleme de Celia -dijo Lynley.

La había utilizado, dijo Payne, porque trabajaba en el Barclay's (de hecho, la conocía desde hacía tiempo), pero nunca había pensado mucho en ella hasta que comprendió cómo podía ayudarle a acorralar a Luxford.

– Una noche que se quedó tarde a trabajar, conseguí que me introdujera en el banco -explicó-. Tiene un cubículo donde trabaja, y me lo enseñó. También me enseñó su ordenador y le pedí que accediera a las cuentas de Luxford, porque quería saber cuánto podía sacarle. También le pedí que revisara otras cuentas. Lo convertí en un juego y puse a Luxford en medio. Y mientras ella lo hacía, mientras accedía a las cuentas, lo hice.

– Se la folló -aclaró Lynley.

– Para que pensara que estaba loco por ella, y no sólo por el ordenador -terminó Payne.

Tiró ceniza sobre la mesa. La aplastó con el dedo índice y contempló cómo se desintegraba.

– Si creía que Charlotte Bowen era su media naranja, y una víctima como usted, ¿por qué la mató? -preguntó Lynley-. Es lo único que no entiendo.

– Nunca pensé en ella así -contestó Payne-. Sólo pensaba en mamá.

Corrían hacia el oeste por la autovía. Los intermitentes parpadeaban para despejar el carril derecho. Luxford conducía. Fiona iba sentada a su lado, en una postura que no había alterado desde el momento en que subieron al Mercedes. Se había puesto el cinturón de seguridad, pero iba inclinada hacia adelante, como si la postura pudiera aumentar la velocidad del coche. No profería palabra alguna.

Estaban en la cama cuando el teléfono había sonado, tendidos en la oscuridad, abrazados, sin hablar, porque parecía que no quedaba nada más que decir. Concentrarse en recuerdos de su hijo sometía su desaparición a una permanencia cuya sola idea era insoportable. Hablar del futuro de Leo suponía el riesgo de asumir que un dios vengativo podía frustrarlo. Por lo tanto, no hablaron de nada, tendidos bajo las sábanas y abrazados, sin esperanzas de dormir o tranquilizarse.

El teléfono también había sonado antes de que se acostaran. Luxford lo había dejado sonar tres veces, tal como le había ordenado el detective que seguía en la cocina, con la esperanza de que la llamada resolviera el caso. Pero cuando Luxford descolgó, era Peter Ogilvie quien llamaba.

– Rodney me ha dicho que un soplón del Yard te ha visto allá con Eve Bowen esta tarde -dijo con su voz inflexible-. ¿Pensabas publicar ese reportaje, o dejar que el Globe nos lo pisara, o tal vez el Sun?

– No tengo nada que decir.

– Rodney afirma que estás metido hasta las cejas en este asunto de la Bowen, aunque cejas no fue la parte de la anatomía que utilizó. Sugiere que lo has estado desde el primer momento. Lo cual me revela cuáles son tus prioridades. Y el Source no es una de ellas.

– Mi hijo ha sido secuestrado. Es posible que lo hayan asesinado. Si piensas que debería dedicarme al periódico en un momento como éste…