Выбрать главу

– La desaparición de tu hijo es una desgracia, Dennis, pero no había desaparecido cuando empezó a emerger la historia de la Bowen. Tú la retuviste. No lo niegues. Rodney te siguió. Te vio con la Bowen. Está trabajando el doble desde el secuestro de la niña Bowen.

– Y ha hecho lo posible para que te enteraras.

– Te concedo la oportunidad de explicarte -señaló Ogilvie-. Te traje al Source para que hicieras lo mismo que con el Globe, si me aseguras que el reportaje principal de mañana por la mañana rellenará los huecos en la información ofrecida al público, y me refiero a toda la información, Dennis, tu empleo estará a salvo durante seis meses como mínimo. Si no puedes asegurarme eso, me obligarás a decir que ha llegado el momento de separarnos.

– Mi hijo ha sido secuestrado -repitió Luxford-. ¿Lo sabías?

– Más carnaza para el reportaje de primera página. ¿Cuál es tu respuesta?

– ¿Mi respuesta?

Luxford miró a su mujer, sentada en el borde de la meridiana, ante la puerta salediza de su dormitorio. Aún sujetaba el pijama de Leo. Lo estaba doblando cuidadosamente sobre su regazo. Quiso ir hacia ella.

– Me largo, Peter -dijo,

– ¿Qué significa eso?

– Rodney ha envidiado mi puesto desde el primer día. Dáselo. Se lo merece.

– No lo dirás en serio.

– Nunca he hablado más en serio.

Colgó y se acercó a Fiona. La desvistió con dulzura y la acostó. Se tendió a su lado. Contemplaron el efecto de la luz de la luna en la pared y el techo.

Cuando el teléfono sonó tres horas después, Luxford no tuvo ganas de descolgarlo, pero siguió la rutina que la policía le había ordenado y lo descolgó al cuarto timbrazo,

– ¿Señor Luxford?

El hombre hablaba en voz baja. Sus palabras denotaban el acento melódico del antillano crecido en el sur de Londres. Se identificó como agente Nkata y añadió DIC de Scotland Yard, como si Luxford le hubiera olvidado desde la última vez que se habían visto.

– Tenemos a su hijo, señor Luxford. Se encuentra bien.

– ¿Dónde? -fue lo único que pudo decir Luxford.

Nkata dijo que en la comisaría de Amesford. Había explicado a continuación cómo y quién le había encontrado, por qué lo habían secuestrado y dónde lo habían retenido. Terminó explicando a Luxford cómo llegar al pueblo, y ésa era la única parte de su breve parlamento que Luxford recordaba, o se había molestado en recordar, cuando Fiona y él salieron en el Mercedes.

Dejaron la autovía en Swindon y se desviaron al sur, hacia Marlborough. Los cuarenta y cinco kilómetros que distaba Amesford se les antojaron noventa, ciento noventa, y fue entonces cuando Fiona empezó a hablar por fin.

– He hecho un trato con Dios.

Luxford la miró. Los faros de un camión en dirección contraria bañaron su rostro de luz.

– Le dije que si me devolvía a Leo te abandonaría, Dennis, si era necesario para hacerte entrar en razón.

– ¿Razón?

– No sé qué sería de mí si te abandonara.

– Fi…

– Pero te dejaré. Leo y yo nos iremos. Si no entras en razón con respecto a Baverstock.

– Pensaba haber dejado claro que Leo no ha de ir. Pensé que habías entendido mis palabras. Sé que no lo dije de una forma directa, pero supuse que habías comprendido mis intenciones de no enviarle, después de esto.

– ¿Y cuando el horror de «esto», como lo has llamado, se haya desvanecido? ¿Cuando Leo empiece a irritarte de nuevo? ¿Cuando dé botes en lugar de andar? ¿Cuando cante demasiado bien? ¿Cuando llegue su cumpleaños y pida ir al ballet, en lugar de a un partido de fútbol o de críquet? ¿Qué harás cuando empieces a pensar otra vez que ha de endurecerse?

– Rezaré para morderme la lengua. ¿Te parece suficiente, Fiona?

– ¿Cómo va a serlo? Sé lo que estás pensando.

– Lo que yo piense carece de importancia. Aprenderé a aceptarle tal como es. -La miró de nuevo. Su expresión era implacable. Comprendió que no hablaba por hablar-. Le quiero. Pese a todos mis defectos, le quiero.

– ¿Tal como es, o tal como quieres que sea?

– Todo padre tiene sus sueños.

– Los sueños de un padre no deberían transformarse en las pesadillas de su hijo.

Atravesaron Upavon y continuaron hacia el sur en la oscuridad. Al oeste, ocasionales destellos de luces señalaban el emplazamiento de pueblos dormidos al borde de la llanura de Salisbury. East Chisenbury, Littlecott, Longstreet, Coombe, Fittleton. Mientras Luxford conducía, pensaba en las palabras de su mujer y en la íntima alianza entre los sueños y los temores de una persona. Sueña que eres fuerte cuando eres débil. Sueña que eres rico cuando eres pobre. Sueña que escalas montañas cuando estás atrapado entre las masas que se arremolinan en el fondo de un valle.

Sus sueños sobre su hijo no eran más que reflejos de sus temores acerca de su hijo. Sólo cuando fuera capaz de abandonar sus temores podría renunciar a sus sueños.

– He de comprenderle -dijo-. Y le comprenderé. Déjame intentarlo. Lo haré.

Siguió la ruta que el agente Nkata le había indicado cuando llegaron a las afueras de Amesford. Entró en el aparcamiento y se detuvo junto a un coche celular.

Ya dentro de la comisaría, la febril actividad sugería pleno día en lugar de plena noche. Agentes uniformados recorrían los pasillos. Un hombre que vestía traje y portaba un maletín se presentó como Gerald Sowforth, un abogado que exigía ver a su cliente. Una mujer pálida cruzó la recepción apoyada en el brazo de un hombre calvo, que palmeaba su mano.

– Vamos a llevarte a casa, perita en dulce -dijo.

Un equipo de enfermeros estaba contestando a las preguntas de un oficial vestido de paisano. Un solitario reportero disparaba airadas preguntas al sargento de guardia en el mostrador de recepción.

– Dennis Luxford -dijo éste en voz alta por encima de la cabeza del reportero-. Soy…

La mujer que había entrado en la recepción se acurrucó contra su acompañante.

– No me dejes, Sammy -dijo-. ¡Di que no me dejarás!

– Nunca -afirmó con fervor Sammy-. Ya lo verás.

Permitió que ocultara el rostro contra su pecho cuando pasaron junto a Luxford y Fiona, y salieron a la noche.

– He venido a buscar a mi hijo -dijo Luxford al sargento.

El policía asintió y descolgó el teléfono. Pulsó tres números. Habló unos momentos. Colgó.

Al cabo de un minuto, la puerta contigua al mostrador de recepción se abrió. Alguien llamó a Luxford. Éste cogió a su mujer por el brazo y entraron en un pasillo que recorría el edificio en toda su longitud.

– Por aquí -dijo una mujer policía, y les condujo hasta una puerta. La abrió.

– ¿Donde está Leo? -preguntó Fiona.

– Esperen aquí, por favor -dijo la mujer, y les dejó solos.

Fiona se paseó. Luxford esperó. Los dos prestaron atención a los ruidos que se oían en el pasillo. Durante los siguientes diez minutos, tres docenas de pisadas pasaron sin detenerse. Por fin, una voz serena de hombre dijo:

– ¿Aquí?

La puerta se abrió.

Cuando les vio, el inspector Lynley se apresuró a hablar.

– Leo está muy bien. Tarda un poco porque un médico le esta examinando.

– ¿Un médico? -exclamó Fiona-. ¿Está…?

Lynley la cogió por el brazo.

– Pura precaución. Estaba muy sucio cuando mi sargento le trajo, así que hemos procurado lavarle un poco. No tardará mucho

– Pero ¿se encuentra bien? ¿Se encuentra bien?

El inspector sonrió.

– Más que bien. Es la principal razón de que mi sargento esté viva. Se lanzó sobre el secuestrador y le dio algo que no olvidará fácilmente. De no haberlo hecho, ahora no estaríamos aquí, o si lo estuviéramos la conversación sería muy diferente.

– ¿Leo? -preguntó Fiona-. ¿Que Leo hizo qué?