– No lo es, ¿verdad? -dijo. Lynley no contestó-. Tommy, dime que no vas a cenar sólo eso. Eres un hombre de lo más exasperante. ¿Por qué no comes?
Lynley apretó la boca contra su cabeza.
– Pierdo la noción del tiempo. -Parecía cansado-. He pasado casi todo el día y parte de la noche con los fiscales de la Corona encargados del caso Fleming. Se ha tomado declaración a todas las partes implicadas, se han presentado los cargos, los abogados han formulado sus exigencias, se han solicitado informes y se han organizado conferencias de prensa. Me olvidé.
– ¿De comer? ¿Cómo es posible? ¿No te das cuenta de que tienes hambre?
– Son cosas que se olvidan, Helen.
– ¡Uf! A mí no se me olvidan.
– Y bien que lo sé.
Su tostada emergió con un saltito. La cogió con un tenedor y extendió Marmite sobre ella. Se apoyó contra la encimera y probó un bocado.
– Santo Dios -dijo, con aparente sorpresa-, esto es espantoso. No puedo creer que comiera tantas en Oxford.
– El sabor es diferente cuando se tienen veinte años. Si tuvieras a mano una botella de vino barato, te sentirías transportado a tu juventud.
Helen desdobló la carta.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Lynley.
Helen leyó unas cuantas líneas y recitó los hechos.
– Este año han nacido muchos terneros en el rancho. Gran alegría por haber sobrevivido a otro invierno de Montana. Las notas del colegio de Jonathan no son lo que deberían ser, y con respecto a si deberían internarlo en un colegio de Inglaterra, definitivamente no. La visita de mamá fue un éxito, gracias a que Daphne impidió que se sacaran los ojos mutuamente. ¿Cuándo iré a visitarles? Puedo invitarte a ti también, por lo que parece, ahora que las cosas, como dice ella, son oficiales. Y pregunta cuándo será la boda, porque necesita seguir una dieta durante tres meses, como mínimo, para atreverse a que la vean en público.
Helen dobló la carta y la guardó en su sobre. Efectuó un resumen de la extensa rapsodia de su hermana sobre el compromiso de Helen con Thomas Lynley, octavo conde de Asherton, con el enérgico subrayado «al fin al fin al fin», sus docenas de signos de admiración y sus obscenas especulaciones sobre cómo iba a ser su vida en el futuro con, como decía Iris, Lynley en vereda.
– Eso es todo.
Me refería a esta noche -dijo Tommy después de engullir la tostada-. ¿Qué ha pasado?
– ¿Esta noche?
Helen procuró aparentar indiferencia, pero sólo logró algo que le sonó como un precario equilibrio entre sandez y culpabilidad. La cara de Tommy se alteró apenas. Helen intentó convencerse de que parecía más confuso que suspicaz.
– Unas horas muy tardías para trabajar -subrayó, pero sus ojos pardos eran escrutadores.
Para huir de su escrutinio, Helen cogió un cazo y dedicó un momento a llenarlo de agua y ponerlo a calentar. Luego sacó la lata de té del aparador y depositó una cucharada en una tetera de porcelana.
– Un día horrible -dijo mientras continuaba con los preparativos del té-. Marcas de herramientas en metal. He estado inclinada sobre microscopios hasta pensar que me iba a quedar ciega, pero ya conoces a Simon. ¿Por qué parar a las ocho de la noche, cuando quedan cuatro horas más para trabajar, antes de derrumbarte a causa del cansancio? Conseguí arrancarle dos colaciones, pero sólo porque Deborah estaba en casa. En lo tocante a comer es tan atroz como tú. ¿Qué les pasa a los hombres de mi vida? ¿Por qué sienten aversión hacia la comida?
Notó que Tommy la observaba mientras devolvía la lata al aparador. Cogió dos tazas, las dejó sobre sus respectivos platillos y sacó dos cucharas de un cajón.
– Deborah ha hecho unos retratos maravillosos -dijo-. Quería traerte uno, pero me olvidé. Da igual. Ya lo haré mañana.
– ¿Mañana trabajas otra vez?
– Temo que nos quedan muchas horas. Días, probablemente. ¿Por qué? ¿Habías pensado en algo?
– Pensaba en Cornualles, cuando liquide este asunto de Fleming.
El corazón de Helen aleteó al pensar en Cornualles, el sol, la brisa del mar y la compañía de Tommy, cuando su mente no estaba ocupada en el trabajo.
– Eso suena fabuloso, cariño.
– ¿Puedes escaparte?
– ¿Cuándo?
– Mañana por la noche. Tal vez pasado. Helen no veía cómo, y tampoco veía cómo decirle a Tommy que no sabía cómo. Su trabajo para Simon era esporádico, a lo sumo, e incluso cuando sus plazos iban a expirar, debía prestar testimonio en un juicio, dar una conferencia o preparar un curso para la universidad, Simon era el más tratable de los patronos (si es que podía llamarle patrón) en lo tocante a la presencia de Helen en el laboratorio. Durante los últimos años habían adoptado la costumbre de trabajar juntos. Nunca había existido un acuerdo formal. Por lo tanto, no podía aducir que Simon protestaría si quería marcharse unos días a Cornualles. Nunca protestaría en circunstancias normales, y Tommy lo sabía muy bien.
Claro que las circunstancias no eran normales. Porque en ese caso no estaría en la cocina esperando con impaciencia a que el agua hirviera, para así retrasar un poco más la invención de una variación sobre la verdad que no fuera una mentira descarada. Porque sabía que él sabría que estaba mintiendo y se preguntaría por qué. Porque el pasado de ella era casi tan agitado como el de Tommy, y cuando los amantes empiezan a buscar evasivas (amantes en posesión de pasados enmarañados, que por desgracia se excluyen mutuamente), existe por lo general un motivo enraiza do en uno de sus pasados, que se ha colado de forma inesperada en su presente compartido. ¿No era ése el caso? ¿No era eso lo que Tommy pensaría?
«Oh, Señor», pensó Helen. La cabeza le daba vueltas. ¿Es que el agua no iba a hervir nunca?
– Necesitaré medio día para repasar los libros de la propiedad en cuanto lleguemos -dijo Tommy-, pero después tendremos todo el tiempo a nuestra disposición. Podrías pasar ese medio día con mi madre, ¿no crees?
Pues claro que sí. No había visto a lady Asherton desde que (como diría Iris) las «cosas» con Tommy habían adquirido carácter oficial. Habían hablado por teléfono y ambas coincidían en que había mucho que hablar sobre el futuro. Tenía la oportunidad en sus manos, sólo que no podía escaparse. Al día siguiente no, desde luego, ni tampoco al otro, casi con toda probabilidad.
Ahora, había llegado el momento de contar la verdad a Tommy. «Hay un asunto sin importancia que estamos investigando, cariño. Simon y yo. ¿Quieres saber qué? Nada, en realidad una minucia. Nada que deba preocuparte. De veras.»
Otra mentira. Mentira tras mentira. Un lío terrible.
Helen lanzó una mirada esperanzada al cazo. Como en respuesta a sus plegarias, empezó a despedir vapor, y Helen se apresuró a preparar el té.
– … y creo que tiene la intención de bajar a Cornualles lo antes posible para celebrarlo -estaba diciendo Tommy-. Creo que fue idea de tía Augusta. Cualquier excusa es buena para organizar una fiesta.
– ¿Tía Augusta? -preguntó Helen-. ¿De qué estás hablando, Tommy? -Lo dijo antes de comprender que Tommy estaba hablando de su compromiso, mientras ella pensaba en la mejor forma de mentirle-. Lo siento, querido. Me he distraído un momento. Estaba pensando en tu madre.
Vertió agua en la tetera, la agitó vigorosamente y se acercó a la nevera en busca de la leche.
Tommy calló mientras Helen depositaba la tetera y todo lo demás sobre una bandeja de madera.
– Vamos a derrumbarnos en el salón, querido -dijo-. Temo que el Lapsang Souchong se me ha terminado. Tendrás que conformarte con Earl Grey.
– ¿Qué pasa, Helen? -preguntó Tommy.
«Maldita sea», pensó ella.
– ¿A qué te refieres?
– No soy idiota. ¿Algo te preocupa?
Helen suspiró y buscó una variación de la verdad.