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– Antes de su desaparición dijo, parece que Charlotte estaba en compañía de una amiga. ¿Qué puede decirme sobre una niña llamada Breta?

Poca cosa y poco bueno. Es una bribona, fruto de una familia rota. Por lo que Charlie decía, me dio la impresión de que su madre está más interesada en ir a bailar a discotecas que en controlar las idas y venidas de Breta. Esa niña no ha hecho ningún bien a Charlie.

¿Bribona en qué sentido?

Siempre tramando travesuras. Siempre quiere que Charlie sea su cómplice.

Breta era un diablillo. Robaba dulces a los vendedores de Baker Street, se colaba en el museo de Madame Tussaud, escribía sus iniciales con rotulador en el metro.

¿Es compañera de clase de Charlotte?

Lo era. La señora Eve y el señor Alex organizaban hasta tal punto los días y las noches de Charlie, que su única oportunidad de hacer amigas era en Santa Bernadette.

¿Cuándo tendría tiempo la cría de estar con ella, si no?-preguntó la señora Maguire. Siguió contestando a las preguntas de St. James. No sabía el apellido de la niña y no la conocía, pero apostaba a que los padres eran extranjeros. Y sin trabajo-añadió. Bailando toda la noche, durmiendo todo el día, y aprovechándose de la ayuda del gobierno con descaro.

St. James pensó en la inquietante extrañeza de aquel nuevo dato sobre la joven vida de Charlotee Bowen. En su caso concreto, su familia sabía los nombres, direcciones, teléfonos, y quizá el grupo sanguíneo, de todos sus amigos de la infancia y sus padres. Cuando había protestado por aquel escrutinio, su madre le había dicho que tales inspecciones y conformidades formaban parte de su trabajo como guardianes. ¿Cómo hacían ese trabajo Eve Bowen y Alexander Stone en la vida de Charlotte? se preguntó.

Dio la impresión de que la señora Maguire leía su mente.

– Hay que mantener ocupada a Charlie, señor St. james – dijo-. La señora Eve se encarga de eso. La niña va a clases de baile los lunes después de la escuela, al psicólogo los martes, a clase de música los miércoles, a actividades deportivas los jueves. El viernes va directamente por la tarde a la oficina electoral de la señora Eve. No hay tiempo para amistades como no sea en la escuela, y eso bajo la supervisión de las hermanas, de manera que no hay peligro. Al menos en teoría.

– Entonces, ¿cuándo juega Charlotte con esa niña?

– Cuando puede robar un momento. En la escuela. Antes de sus obligaciones. Los niños siempre encuentran tiempo para sus amigos.

– ¿Los fines de semana?

Charlie pasaba los fines de semana con sus padres, explicó la señora Maguire. 0 con ambos, o con el señor Alex en alguno de sus restaurantes, o con la señora Eve en la oficina de Parliament Square.

– Los fines de semana son para la familia -sentenció, y su tono sugirió la rigidez de la norma. Prosiguió, corno si adivinara los pensamientos de St. James-. Están ocupados. Tendrían que conocer a las amigas de Charlie y saber lo que hace cuando no está con ellos. No siempre lo hacen, y así son las cosas. Dios les perdone, porque no veo cómo podrán perdonarse a sí mismos.

La Escuela Convento de Santa Bernadette se alzaba en Blandford Street, a escasa distancia del extremo oeste de la calle mayor y tal vez a medio kilómetro de Devonshire Place Mews. La escuela, cuatro pisos de ladrillo con cruces que hacían las veces de remates en sus gabletes, y una estatua de la santa homónima en un nicho situado sobre el amplio porche delantero, estaba dirigida por las Hermanas de los Santos Mártires. Las Hermanas eran un grupo de mujeres cuya edad media rondaba los setenta años. Llevaban gruesos hábitos negros, cuentas de rosario de madera alrededor de la cintura, pecheras blancas y tocas que recordaban a cisnes decapitados. Mantenían la escuela tan limpia como cálices pulimentados. Las ventanas centelleaban, las paredes inmaculadas parecían el interior de una buena alma cristiana, los suelos de linóleo gris brillaban, y el aire olía a líquido de pulir y desinfectante. Si la atmósfera de limpieza indicaba algo, el diablo no podía abrigar esperanzas de abrirse camino entre los habitantes de aquella escuela.

Después de una breve conversación con la directora de la escuela, una monja llamada hermana María de la Pasión, que escuchó con las manos enlazadas piadosamente bajo la pechera y sus penetrantes ojos negros clavados en la cara de St. James le condujeron escaleras arriba hasta el segundo piso, donde siguió a la hermana María de la Pasión por un silencioso corredor, tras cuyas puertas cerradas se fomentaba la causa de la más seria erudición. La hermana María de la Pasión llamó una vez a la penúltima puerta antes de entrar. La clase, unas veinticinco jovencitas sentadas en filas ordenadas, se puso en pie con un crujido de sillas. Las niñas sostenían plumas y reglas y corearon «¡Buenos días, hermana!», y la monja asintió bruscamente con la cabeza. Las chicas se sentaron en silencio y continuaron con sus ocupaciones, que parecían consistir en efectuar meticulosos diagramas de frases. Sus dedos y pulgares estaban manchados de tinta, a causa de las plumas y las reglas que utilizaban para subrayar las líneas gramaticales correctas.

La hermana María de la Pasión sostuvo una breve conversación en voz baja con una monja que salió a recibirla, con la cojera de alguien que había recibido en fecha reciente una prótesis de cadera. Tenía la cara de un melocotón seco y llevaba gafas gruesas sin montura. Después de un tenso intercambio de palabras, la segunda monja asintió y se dirigió a St. James. Se reunió con él en el pasillo y cerró la puerta a su espalda, mientras la hermana María de la Pasión la sustituía.

– Soy la hermana Agnetis -dijo-. La hermana María de la Pasión me ha explicado que está aquí a causa de Charlotte Bowen.

– Ha desaparecido.

La monja se humedeció los labios. Sus dedos buscaron las cuentas de su cintura, que colgaban hasta las rodillas.

– No me sorprende -dijo.

– ¿Por qué, hermana?

– Busca llamar la atención. En el aula, en el refectorio, en el recreo, en las oraciones. Será otro de sus trucos para convertirse en el centro de las preocupaciones de todo el mundo. No es la primera vez.

– ¿Está diciendo que Charlotte se ha fugado otras veces? -Ha procurado destacarse en otras ocasiones. La semana pasada trajo los cosméticos de su madre a la escuela y se pintó en el lavabo durante la hora de comer. Parecía un payaso cuando entró en clase, pero ésa era su intención. Todo el mundo que va al circo quiere ver a los payasos. ¿No es cierto? -La hermana Agnetis hizo una pausa para investigar en los cavernosos abismos de su bolsillo. Extrajo un arrugado pañuelo de papel y se enjugó las comisuras de la boca para secar la saliva que había salido proyectada mientras hablaba-. No puede estarse quieta ni veinte minutos en su pupitre. Hojea los libros, introduce los dedos en la jaula del hámster, agita las huchas…

– ¿Las huchas?

– Dinero para las misiones -explicó la hermana Agnetis, y reanudó el hilo de sus pensamientos-. Quería ser la presidenta de la clase, y cuando las niñas votaron a otra, se puso histérica y tuvieron que expulsarla por el resto de la tarde. No comprende la necesidad de la limpieza en su persona y en su trabajo, no sigue las normas que le disgustan, y en lo tocante a estudios religiosos anuncia que, como no es católica, no tiene por qué asistir. Este es el resultado, me atrevería a decir, de aceptar a alumnas no católicas. No lo decidí yo, por supuesto. Estamos aquí para servir a la comunidad. -Devolvió el pañuelo al bolsillo y, al igual que la hermana María de la Pasión, enlazó las manos bajo la pechera. Como St. James dedicó unos momentos a asimilar su información y analizar lo que añadía a cuanto ya sabía acerca de Charlotte, la monja prosiguió-. Seguramente estará pensando que juzgo con mucha dureza a la chiquilla, pero estoy segura de que su madre confirmará la naturaleza díscola de la niña. Ha venido más de una vez para dar conferencias.