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Eve sintió ganas de abofetearle. De no haber estado en un lugar público, lo habría hecho. Su palma ansiaba entrar en contacto con la cara de Luxford.

– Eres despreciable -dijo.

Luxford apartó la mano.

– ¿Por qué? ¿Por tocarte entonces? ¿O por tocarte ahora?

– Tú no me tocas. Nunca pudiste.

– Te engañas, Eve.

– ¿Cómo te atreves…?

– ¿A qué? ¿A decir la verdad? Hicimos lo que hicimos, y los dos disfrutamos. No reescribas la historia porque prefieres no afrontarla. Tampoco me culpes por haberte proporcionado el único buen rato que habrás tenido en tu vida.

Eve empujó la taza de café hacia el centro de la mesa. Luxford se anticipó a sus intenciones y se puso de pie. Dejó caer un billete de diez libras junto a su vaso de agua.

– Este tipo quiere la historia en el periódico de mañana -dijo-. Quiere toda la historia, de pe a pa, en primera plana. Yo estoy dispuesto a escribirla. Puedo retener las rotativas hasta las nueve de la noche. Si decides tomarte esto en serio, ya sabes dónde encontrarme.

– El tamaño de tu ego siempre fue el menos atrayente de tus atributos personales, Dennis.

– Y el tuyo fue la desesperada necesidad de decir siempre la última palabra, pero no puedes dominar esta situación. Será mejor que lo comprendas antes de que sea demasiado tarde. Al fin y al cabo, hay otra vida en juego además de la tuya.

Dio media vuelta y se marchó.

Eve sintió tensos los músculos de su cuello y hombros y los masajeó. Dennis Luxford encarnaba todo cuanto despreciaba en los hombres, y aquel encuentro sólo había servido para reforzar aquella certeza. Pero ella no se había abierto camino hasta su actual posición a base de someterse a los intentos de dominación masculinos. No estaba dispuesta a capitular. Podía intentar manipularla con notas de secuestro apócrifas, con llamadas telefónicas ficticias, con exhibiciones ampulosas de preocupación paternal aún más ampulosa. Podía intentar pulsar las cuerdas del instinto maternal, que debía considerar intrínseco a la naturaleza femenina. Podía fingir indignación, sinceridad o perspicacia política. Pero nada de ello podía obviar el hecho de que el Source, después de seis meses bajo la batuta de Dennis Luxford, había hecho todo lo posible por humillar al gobierno y defender la causa de la oposición. Lo sabía tan bien como había logrado implicar a su hija, que Eve Bowen se levantaría en público, confesaría sus pecados pasados, destruiría su carrera y permitiría que otra persona fuera conducida a la hoguera en que la prensa intentaba quemar al gobierno… Nada podía ser más ridículo.

En el fondo, el asunto giraba en torno a su periódico. Giraba en torno a las guerras de tirada, posicionamiento político, ingresos por publicidad y reputación editorial. Ella no era más que un peón en las maniobras por aumentar o conservar el poder que Dennis Luxford estaba orquestando. Su único error había sido dar por sentado que Eve Bowen se dejaría colocar en la posición del tablero que a él le apeteciera.

Era un cerdo. Siempre había sido un cerdo.

Eve se levantó y recogió su maletín. Se dirigió hacia la salida de la cafetería. Hacía mucho rato que Dennis se había marchado, de modo que no temía que alguien relacionara su presencia en Harrod's con la del periodista. Una pena para él, pensó. Nada iba a funcionar como había planeado.

Rodney Aronson no daba crédito a sus ojos. Se había agazapado detrás de los colgadores de ropa y los expositores de sombreros negros desde que Luxford había entrado en la cafetería. No había visto llegar a la mujer, apartado durante medio minuto de su puesto de observación por un sudoroso empleado que empujaba un colgador de chaquetas cruzadas negras con grandes botones plateados. Mientras intentaba verla mejor, una vez Mr. Sudores consiguió disponer dos colgadores de pantalones a su gusto, sólo había logrado divisar una espalda esbelta embutida en una chaqueta a medida y una suave cascada de color hoja de haya otoñal. Había intentado ver más, pero sin éxito. No podía correr el riesgo de atraer la atención de Luxford.

Una cosa había sido observar que el cuerpo de Luxford se tensaba cuando sonó el teléfono, ver que su silla giraba en redondo para ocultar el rostro, ser despedido con un sumario «Ocúpate del editorial sobre el chapero, Rodney», jugar al gato y ver al ratón Luxford salir y parar un taxi en Ludgate Circus, seguirle en otro taxi como un detective de un film noir de serie B. Todo habían sido actividades excusables, siguiendo la consigna de «no olvidar jamás los intereses del lector». Pero esto… esto era peligroso. La intensidad de la conversación entre el director del Source y Pelo Hoja de Haya sugería algo más que una entrevista profesional, algo que podía traducirse al presidente del Source como una traición a los intereses del periódico. Eso era lo que Rodney andaba buscando, por supuesto. Una oportunidad de desbancar a Luxford y asumir el puesto que le correspondía por derecho, al frente de la reunión informativa cada día. El encuentro que estaba presenciando (lástima de la distancia que debía mantener) tenía todas las características de una cita amorosa: las cabezas inclinadas una hacia la otra, los hombros encorvados para resguardar conversaciones en susurros, el movimiento de la silla de Luxford hacia la de ella, aquel tierno y breve momento de contacto físico (la mano sobre el brazo en lugar de la mano debajo de la falda), y el detalle más inconfundible: llegar por separado y marcharse de la misma manera. No cabía duda. El viejo Den estaba poniendo cuernos a su mujer.

«Debe de creerse totalmente a salvo», pensó Rodney. Siguió a la mujer a prudente distancia y la examinó. Tenía buenas piernas y un culito apetecible, y el resto debía de ser tan decente como insinuaba el severo corte de su vestido. Pero no olvidemos que, todo lo contrario de Rodney, al viejo Den le esperaba en casa, para satisfacer sus necesidades nocturnas, la maravillosa Fiona. Aquella diosa decoraba el hogar de Dennis Luxford. La fabulosa Fiona. La que había sido bautizada Pómulos, en referencia a los más famosos huesos faciales que habían adornado la portada de una revista. Con Fiona a mano en casa (y la imaginación calenturienta de Rodney recreaba el estado del atuendo, el estado de ánimo y el estado de impaciencia con que la etérea hechicera Fiona recibía a su señor y dueño cuando regresaba cada noche de Fleet Street), ¿qué demonios hacía el taladro de Luxford horadando a otra?

Para Rodney carecía de lógica que un hombre pudiera engañar a una mujer como Fiona, que un hombre quisiera engañar a una mujer como Fiona. No obstante, sostener un tórrido romance a escondidas, cuando uno estaba casado con Pómulos, explicaba la reciente preocupación de Luxford, el dudoso estado de sus nervios y su misteriosa desaparición de anoche. No se encontraba en casa, según le había dicho la espectacular esposa. No estaba en el trabajo, según los fisgones de la sala de redacción. No estaba en el coche, según su teléfono inalámbrico. En aquel momento, Rodney había aceptado la idea de que Luxford se había escapado a cenar, pero ahora sabía que, si se había escapado a algún sitio, lo había hecho con Pelo Hoja de Haya.

Por otra parte, su cara le sonaba, aunque era incapaz de colgarle un nombre. Era alguien, una abogada o miembro de alguna empresa importante.

Se acercó más a ella cuando faltaba poco para las escaleras mecánicas. Sólo había visto una vez su cara cuando salió de la cafetería. Todo lo demás había sido de espaldas. Si conseguía inspeccionarla durante un minuto, estaba seguro de que recordaría su nombre. Pero era imposible: o se precipitaba delante de ella en la escalera mecánica, y luego subía a contracorriente para verla cara a cara, o no había manera. Tendría que conformarse con seguirla, con la esperanza de que algo la descubriera.

Bajó directamente a la planta baja entre una manada de compradores que, como ella, se encaminaban hacia las salidas. Eran como un flujo de lava de bolsas de compra verdes. Farfullaban en una docena de idiomas y gesticulaban para subrayar sus palabras. Recordó por segunda vez aquel día (la primera había sido cuando siguió a Luxford) por qué nunca iba a Harrod's.